El hombre que dirigía el teatro, el doctor Bob, había ejercido como profesor universitario y crítico, y era un entusiasta de lo que él llamaba «artes étnicas». El despacho que tenía en el teatro estaba atestado de cestos peruanos, zaguales tallados, tambores africanos y pinturas. Sabía que, de algún modo, había intuido que yo me encontraba al borde del abismo porque, cuando todavía estábamos ensayando para el estreno, me dijo: «No te preocupes, ya te conseguiré algo de música decente», como si ya supiera que eso era precisamente lo que me hacía falta para sentirme como en casa.
Aquella noche, el doctor Bob hizo que Tracey y yo nos sentáramos en un par de asientos colocados en un extremo de la habitación y pidió silencio a todos los que quedaban detrás de nosotros. Pensaron que iba a pronunciar un discuso o a hacer algún tipo de declaración. Pero no fue así. De pronto, tres hombres de piel oscura irrumpieron en la sala aporreando unos tambores con una especie de gancho de madera. A continuación, un negro con pantalones de un rosa chillón y el torso desnudo empezó a contonearse por la habitación con los brazos extendidos. Al poco rato, dos mujeres negras se habían unido a ellos y movían las manos. Entonces, entró otro hombre con pantalones de un color muy llamativo y se enzarzaron los cuatro en una danza de apareamiento apenas a medio palmo de distancia de Tracey y de mí. A todo esto, el doctor Bob estaba en cuclillas en un rincón y gritaba: «¡Eso!» y «¡Así, así!», mientras los haitianos seguían bailando. Me sentí como uno de esos colonos que presencian un espectáculo de nativos. Cuando hubieron terminado, la gente prorrumpió en aplausos, embelesada, y el doctor Bob nos hizo estrechar la mano de todos los bailarines.
No volví a ver a Eleanor aquella noche hasta que prácticamente todos los invitados se hubieron marchado y Eleanor, Richard, Carol y yo fuimos a sentarnos alrededor de Pyke en uno de los dormitorios. Pyke estaba de un humor juguetón y risueño. Se encontraba en Nueva York con un espectáculo de éxito y rodeado de admiradores. ¿Qué más podía pedir? Y estaba entregado a uno de sus juegos favoritos. Ya me olía el peligro. Pero, si me marchaba, tendría que estar con desconocidos, así que decidí quedarme y aguantar a pesar de que no estaba de humor para eso.
– Vamos a ver -dijo Pyke-, va por todos vosotros: si os pudierais follar a cualquier persona en este apartamento, ¿a quién elegiríais?
Y todo el mundo se echó a reír y empezaron a mirarse los unos a los otros y a justificar su elección y a tratar de mostrarse audaces y a señalarse entre sí y a exclamar «¡A ti, a ti!». Una sola mirada bastó para que Pyke se diera cuenta de lo susceptible que estaba aquella noche, así que me excluyó del jueguecito. Yo asentí en señal de reconocimiento y le sonreí, y dije a Eleanor:
– ¿Podemos salir un momento a hablar? Sólo será un momento.
Pero Pyke enseguida tuvo que meterse.
– Esperad un momentito, esperad, que tengo algo que leeros.
– Vamos -insistí, pero Eleanor me retuvo agarrándome del brazo.
Sabía perfectamente lo que iba a ocurrir. Pyke tenia ya en las manos el cuaderno de notas y empezó a leer en voz alta las predicciones que había escrito cuando empezamos con los ensayos en aquella sala, junto al río, en la que todos éramos sinceros por el bien del grupo. ¡Dios mío, qué borracho estaba!, y no me cabía en la cabeza que todo el mundo estuviera tan atento. Era como si Pyke estuviera leyendo en voz alta críticas, pero no críticas del espectáculo, sino de nuestra personalidad, nuestra ropa, nuestras ideas… en fin, sobre nosotros. La cuestión es que leyó para todos lo que tenía sobre Tracey y Carol, pero yo me tumbé boca arriba en el suelo y no le escuché. De todos modos, no me parecía interesante.
– Y ahora -dijo por fin-, Karim. Esto te va a encantar.
– ¿Y tú cómo lo sabes?
– Lo sé.
Y empezó a leer en voz alta lo que había escrito sobre mí. Todos aquellos rostros que le rodeaban se volvieron hacia mí y se echaron a reír. ¿Por qué me odiarían tanto? ¿Qué les había hecho yo? ¿Por qué no era más fuerte? ¿Por qué tenía que ser tan vulnerable?
– Salta a la vista que Karim está buscando a alguien con quien follar. Chico o chica, no le importa, y eso está bien. De todos modos, preferiría que fuera chica, porque así tendría además un cariño maternal. Por eso pasará revista a todo el elemento femenino de la compañía. Tracey es demasiado irascible e intransigente y demasiado pobre también; Carol es demasiado ambiciosa y Louise, físicamente, no encaja con su tipo. Así que será Eleanor. Karim la encuentra mona, aunque a Eleanor no le corta la respiración precisamente. Además, sigue fastidiada con lo de Gene y se siente responsable de su muerte. Hablaré con ella y le pediré que cuide de Karim, que le trate bien y le infunda un poco de seguridad. Mi predicción es que Eleanor se lo tirará, se lo tirará fundamentalmente por compasión, pero, aun así, él se enamorará de ella y ella será demasiado buena como para contarle la verdad. Acabará en sollozos.
Me fui a la habitación contigua. Me habría gustado estar en Londres, lejos de toda aquella gentuza. Llamé por teléfono a Charlie, que por entonces vivía en Nueva York, pero no estaba en casa. En realidad, ya había hablado varias veces por teléfono con él, pero todavía no nos habíamos visto. Entonces noté que Eleanor me rodeaba con sus brazos y me abrazaba.
– Vamonos, vamonos a cualquier sitio, donde podamos estar juntos -repetía yo una y otra vez.
Y, sin embargo, Eleanor me miraba con lástima y decía no, no, tenía que decirme la verdad, iba a pasar la noche con Pyke, quería conocerle lo más a fondo posible.
– Pues para eso no necesitas toda la noche -le dije.
Vi a Pyke salir del dormitorio rodeado de todos los demás y me lancé a destruirle. No logré darle ni un solo puñetazo bien dado. Aquello era un lío; yo lanzaba golpes a diestro y siniestro, pero había una especie de maraña de brazos y piernas. ¿De quién eran? Estaba totalmente fuera de mí, pataleaba, arañaba, gritaba. De pronto me entraron ganas de estrellar una silla contra el panel de vidrio de la ventana, porque quería bajar a la calle para ver cómo iba cayendo, a cámara lenta. Luego tuve la sensación de estar metido dentro de una especie de caja. Miraba hacia arriba y veía madera lustrosa, pero no podía moverme. Me encontraba inmovilizado. Era casi seguro que estaba muerto, gracias a Dios. Entonces oí una voz con acento americano que decía:
– Esos ingleses son como animales. Han tirado toda su cultura a la basura.
Bueno, en la ciudad de Nueva York, los taxis llevan ese cristal blindado para que no se carguen al conductor y los asientos patinan, así que prácticamente iba sentado en el suelo. Gracias a Dios que Charlie estaba conmigo. Me rodeaba el pecho con los brazos para que no acabara en el suelo. Se negaba a dejarme entrar en algún bar topless. Entonces, reconocí a los haitianos caminando por la calle, así que bajé la ventanilla, pedí al taxista que aminorara la marcha y les grité:
– ¡Eh, tíos! ¿Adónde vais?
– Para de una vez, Karim -dijo Charlie, sin enfadarse.
– ¡Venga, tíos! -chillé-. ¡Vayamos a algún sitio! ¡Disfrutemos de América!
Charlie ordenó al taxista que siguiera. Sin embargo, estaba de buen humor y parecía contento de verme, y eso que, al apearnos del taxi, me emperré en tumbarme en la acera y echar una cabezadita.
Charlie había asistido al estreno, pero, después de la función, había tenido que marcharse a cenar con un productor discográfico y no se había presentado a la fiesta hasta muy tarde. Cuando me encontró desmayado debajo del piano, rodeado de actores furiosos, me llevó a casa. Luego Tracey me dijo que precisamente me estaba aflojando la camisa cuando vio a Charlie que se me acercaba. Era tan guapo, me dijo, que no había podido reprimir las lágrimas.
Читать дальше