Hanif Kureishi - El buda de los suburbios

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«Mi nombre es Karim Amir y soy inglés de los pies a la cabeza, casi.» Así empieza El buda de los suburbios. El buda en cuestión es el padre de Karim, un respetable pakistaní de clase y edad medias, casado con una inglesa, que un buen día decide brindar a las amas de casa -y a sus maridos- de los suburbios la ración de trascendencia y éxtasis místico a que todos creían tener derecho en los años setenta. El adolescente Karim tolera con juvenil cinismo los desvarios de sus mayores. ¿Acaso no está él siempre a la búsqueda de diversión, sexo y respuestas a los más diversos interrogantes de la vida? Pero todo se saldrá muy pronto de su cauce y Karim verá las puertas abiertas para lanzarse a la «vida verdadera» en ese caldero mágico de feminismo, promiscuidad sexual, teatro, drogas y rock and roll que era el Londres multirracial y fascinante de los setenta, durante el fin de la era hippy y los albores del punk.
«Una novela maravillosa. No creo que en este año, ni siquiera en esta década, podamos leer otro libro tan divertido como éste, tan intensamente sincero» (Angela Cárter).
«Sexo, drogas y rock and roll difícilmente encuentran su destino en la buena literatura. El buda de los suburbios es una excepción… Kureishi afirma, con cierta sorna, que su libro es "una novela histórica"» (Cressida Connolly, The Times).
«Exactamente la novela que uno esperaba de Hanif Kureishi» (Salman Rushdie).
Hanif Kureishi, de origen pakistaní, ha nacido y crecido en Inglaterra, donde vive. Estudió filosofía en el King's College de Londres, donde empezó a escribir para el teatro; ganó el George Devine Award con Outskirt. En Anagrama se han publicado sus dos novelas, El buda de los suburbios (Premio Whitbread) y El álbum negro, así como sus guiones para las películas Mi hermosa lavandería, Sammy y Kosie se lo montan y Londres me mata (esta última dirigida por él mismo).

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No sé por qué, pero papá se negaba en redondo a ir a visitar a Anwar. Quizá yo viera su pasado con más sentimentalismo que él, pero me hacía ilusión volverlos a ver juntos.

– Por favor, ve al hospital -le pedí.

– No quiero tener una depresión -repuso, susceptible,

Papá se había peleado con Anwar y ya no se dirigían la palabra. Todo había sido porque Anwar consideraba que papá no tenía que haber dejado a mamá. Había sido un acto deleznable. Según Anwar, uno podía tener una amante y tratar a las dos mujeres igual de bien; pero dejar a la esposa de uno, eso nunca. Anwar repetía una y otra vez que Eva era una inmoral y que papá se había dejado seducir por Occidente y se había convertido en un ser tan decadente y falto de principios como el resto de esa sociedad. ¡Si hasta le gustaba la música pop! ¿O no? «Dentro de poco, hasta comerá pastel de cerdo», predijo Anwar. Como es natural, aquellos comentarios sacaban de quicio a papá porque, aunque aceptaba a pie juntillas toda esa teoría de la decadencia y la corrupción -de hecho, utilizaba la palabra «inmoral» cada dos por tres-, no la soportaba referida a sí mismo.

La única persona capaz de conseguir que papá fuera a ver a Anwar era Eva, pero apenas estaba en casa. En realidad, trabajaba sin descanso. Formaban una pareja estupenda, papá y Eva, parecían estar hechos el uno para el otro, porque precisamente papá, con su desconocimiento del mundo y su arrogancia, su manera de afrontarlo todo con su típico «Uno es capaz de lo que se proponga», libre de los obstáculos que siembra el saber y la duda, proporcionaban a Eva el apoyo y la confianza que siempre había necesitado. Pero, claro, a medida que iba prosperando se iba alejando de él. Así que Eva estaba siempre fuera y sabía que papá pensaba en mamá más que nunca y, seguramente, la idealizaba. En realidad, no había vuelto a verla, pero ya se hablaban por teléfono, mientras que antes siempre me había tenido que encargar yo de sus asuntos.

Anwar murió, murió farfullando frases inconexas sobre Bombay, la playa, los chicos de la escuela de la catedral y llamando a su madre. Jamila insistió mucho en que lo enterrasen en un lugar que le encantaba: un pedazo de tierra con hierba mullida al que le gustaba ir a leer y al que solían acudir los homosexuales a tomar el sol y a buscar ligue. Los amigos se encargaron de lavar el cuerpo de Anwar en la mezquita y cinco indios engalanados con unos atuendos abigarrados y llamativos cargaron con el ataúd y lo dejaron junto a la fosa. Uno de ellos era un hombrecito sencillo de labio leporino, otro tenía una barbita cana. Levantaron la tapa del ataúd y yo fui a ponerme en la cola que se estaba formando, pues siempre me hallaba dispuesto a no perderme nada; pero papá me agarró del brazo como si fuera un chiquillo y no me dejó ir, a pesar de que yo trataba de desasirme.

– La imagen se te quedaría grabada de por vida -me previno- y es mejor que recuerdes a tío Anwar de otra manera.

– ¿De qué otra manera?

– En la tienda, por ejemplo.

– ¿En serio?

– Sí, colocando cosas en los estantes.

Hubo una pequeña discusión cuando uno de los indios consultó una brújula de bolsillo y anunció que no se había cavado la fosa en la dirección adecuada, hacia La Meca. Los cinco indios modificaron ligeramente la posición del ataúd y murmuraron unos versos del Corán. Todo eso me trajo a la memoria el día en que me habían echado de clase en la escuela por preguntar qué llevaba la gente en el cielo. Me consideraba uno de los primeros individuos de la historia en darse cuenta de que todas las religiones eran infantiles e incomprensibles.

Ahora, al mirar a todos aquellos seres desconocidos -los indios-, me daba cuenta de que en cierto modo eran mi gente, aunque me hubiera pasado la vida tratando de negarlo o ignorarlo. Me sentía avergonzado y vacío al mismo tiempo, como si me faltara la mitad del cuerpo, como si hubiera estado conspirando con mis enemigos, esos blancos que querían que los indios fueran como ellos. En parte, la culpa era de papá. Al fin y al cabo, durante la mayor parte de su vida no había mostrado el menor interés por regresar a la India; igual que Anwar. En eso era muy sincero: prefería Inglaterra en todos los sentidos. En Inglaterra todo funcionaba, no hacía un calor insoportable y no se veían escenas espantosas por la calle frente a las que uno se sentía impotente. El no se sentía orgulloso de su pasado, pero tampoco se avergonzaba de él: era meramente algo que existía y de nada servía idealizarlo como hacían algunos liberales y radicales asiáticos. De modo que si lo que quería era enriquecer mi personalidad con esa prima especial de un pasado indio, tendría que creármelo yo solito.

Cuando ya estaban bajando el ataúd a la fosa y no parecía existir cosa más cruel que la vida misma, Jamila se tambaleó -como si una pierna le hubiese fallado-, se desvaneció y casi fue a estrellarse contra el féretro que ya desaparecía de nuestra vista. Changez, que no había quitado los ojos de encima a su esposa en todo el día, acudió inmediatamente a su lado y, con los pies hundidos en el barro hasta los tobillos, pudo estrecharla por fin entre sus brazos, cuerpo contra cuerpo, con expresión extasiada y, un poco más abajo -me pareció advertir-, una erección. «Bastante fuera de lugar en un entierro -pensé-, especialmente cuando se es el asesino del difunto.»

Esa misma noche, cuando Jamila hubo acostado a su madre -pues Jeeta quería ponerse manos a la obra inmediatamente y reestructurar los Almacenes Paraíso-, bajé a la tienda a saquear unas botellas de Newcastle Brown, a las que tanto nos habíamos aficionado los tres últimamente, y las subí al piso. Como era de esperar, las pertenencias de Anwar seguían allí, como si acabara de marcharse pero pudiera estar de vuelta en cualquier momento, y hay que decir que eran unas pertenencias patéticas: zapatillas, cigarrillos, chalecos llenos de manchas y varios cuadros que representaban puestas de sol y que Anwar me había dejado porque las consideraba obras maestras.

A pesar de que los tres estábamos cansados, todavía no teníamos ganas de irnos a dormir. Además, Jamila y yo teníamos que seguir consolando al llorón de Changez, a quien entre nosotros llamábamos el Asesino del Consolador. A primera vista, el Asesino del Consolador era el que más afectado estaba -por ser el menos inglés de los tres, supongo-, y eso que el difunto, Anwar, le odiaba a morir y hasta había muerto por intentar dejarle la cabeza hecha papilla. Sin embargo, al observar con mayor detenimiento las facciones arrugadas y temblorosas de Changez, comprendí enseguida que lo que de verdad le preocupaba era Jamila. Haberse librado del viejo le alegraba, pero le aterraba que Jamila le culpara por haber golpeado a su padre en la cabeza y que por ello le quisiera todavía menos de lo poco que le quería.

Jamila estaba más callada que de costumbre, cosa que me ponía nerviosísimo porque me obligaba a llevar todo el peso de la conversación; pero se contenía sin perder la dignidad, con ese aspecto vulnerable pero sin echarse a llorar a lágrima viva. Su padre había muerto en un mal momento, cuando todavía quedaban pendientes un montón de cosas que aclarar y arreglar. Ni siquiera habían empezado a convivir como un par de adultos. Ahí estaba ese cachito de felicidad, esa chiquilla a la que había paseado a hombros por la tienda hasta que, un buen día, había desaparecido y una desconocida había venido a suplantarla, una mujer rebelde a la que no sabía cómo tratar. Se sintió tan confundido, tan débil, la quería tanto, que decidió mantenerse firme y poco a poco la fue perdiendo. Se pasó los últimos años de su vida preguntándose dónde se habría metido, hasta que cayó en la cuenta de que jamás regresaría y que el marido que había elegido para ella era un idiota.

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