Hanif Kureishi - Intimidad

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Mientras acerco el encendedor a los rostros de la gente, empiezo a temer la idea de encontrar a Nina. ¿Y si está con un chico? ¿Y si no quiere saber nada de mí? Estos rostros son jóvenes. Debo de haber estado loco para enamorarme de semejante semimujer. ¿Qué hay de malo en la madurez? ¡Pensad en las conversaciones que podría mantener -sobre literatura y amargura- con una cuarentona! Victor me ha hablado de una interesante óptica que tiene su propia tienda. ¡La gente dice que es el alma, no el cuerpo, lo que cuenta!

Sé de un sitio en el que podría conocer a algunas mujeres de mediana edad, ¡si están todavía levantadas a estas horas! ¡En cuanto me estabilice, estarán encantadas de mi compañía! ¡Ellas son una causa mayor!

¡Voy a buscar alguna!

Comienzo a dirigirme hacia la puerta, dondequiera que esté, con cierta urgencia. Esto es muy típico de mí: estar muy cerca de algo y salir corriendo.

Veo a una mujer que baila sola. ¿No es ella? Me acerco. No, no es mi amor. No consigo ver gran cosa, pero me quedo con la impresión de que a esa mujer no le importaría que la abordase. Aparentemente, las drogas que toman les ayuda a mostrarse simpáticos, como si no pudieran conseguirlo de otra forma. Quizá deberían proporcionárselas a toda la gente joven. Seguro que bajo sus efectos les será indiferente que bailes como un helicóptero a punto de estrellarse. Quiero aprender a esperar que la gente me acoja amablemente.

Hablo a gritos con la boca pegada a la oreja de la chica y ella me acompaña a la barra. Apenas oigo lo que me dice. Pero ya me imagino yendo a su casa. Si me dice que sí, voy. Una habitación extraña; sus cosas; sitios extraños en los que he acabado en el pasado, perdido en la ciudad, esperando a ver qué sucede. Desde allí, por la mañana, me iré al apartamento de Victor sin pasar por casa.

Entonces alguien me golpeó. Me pareció que por la espalda y que era un hombre. Debió de ser cuando examinaba el pendiente que llevaba la chica en la ceja, acercando la llama de mi mechero. Esa chica le hubiera interesado a Victor.

Susan se sienta a mi lado.

– No lo toques, es donde me han golpeado -le digo.

– ¿Te has puesto agresivo?

– No sé por qué ha pasado. A los jóvenes les gusta hacer estas cosas. Mañana ya estaré bien.

– ¿Qué es esto? -pregunta Susan.

– Una fotografía firmada de John Lennon.

– ¿Y qué hacía en la escalera?

La miro con aire desconcertado.

– ¿Estaba ahí? Creo que estaba buscando un sitio mejor para colgarla.

– ¿En plena noche?

– Me ha parecido un momento adecuado.

– Pues se ha roto -me dice-. Mira el cristal. -Y añade-: Tu pobre cara. ¿Quieres que te lave?

La miro y le digo:

– Hay una mujer que me interesa. Pero se ha marchado. Me temo que ésa es la verdad.

– ¿A ti? ¿Hay una mujer que te interesa?

– ¿Te sorprende?

– Bueno, sí.

– Me sorprende que te sorprenda.

Susan está llorando.

– ¿Y ella te va a alejar de mí?

– En este momento creo que no.

Abro la boca. Estoy a punto de decir algo.

– ¿Qué? -pregunta ella.

– No. Nada -respondo-. Ven.

En el lavabo me lava. Después, con mi mano sobre su hombro, la acompaño a la cama.

Nos echamos, dándonos la espalda.

¿Qué puede ser más horrible que la luz del día? Susan se está vistiendo al borde de la cama. Los niños se han puesto a saltar sobre el colchón. El pequeño intenta levantarme los párpados con los dedos. El otro me echa zumo de manzana en la oreja preguntándose si saldrá por la otra. Tiene madera de científico.

Susan se los lleva a la planta baja.

Me coloco boca arriba, como hago cada mañana, y pienso: ¿Qué debo hacer hoy? ¿Qué obligaciones tengo? ¿Qué placeres me esperan? Entonces me acuerdo y cierro los ojos.

Al cabo de un rato la puerta de la calle se cierra de golpe y la casa queda en silencio. El silencio aumenta, envolviéndolo todo en una suavidad siniestra.

Me levanto y bajo por la escalera, pero cuando estoy en el recodo un ruido me hace dudar. Veo que Susan está en la entrada, a punto de marcharse al trabajo, poniéndose el abrigo corto y empujando la bicicleta hacia la puerta.

– ¿Vas a ir de compras? ¡Hasta la hora de la cena! -se despide a voz en grito, y cierra la puerta a sus espaldas.

Sin comer, beber ni pensar demasiado, hago lo que tengo que hacer lo más rápido posible. Me afeito y me pongo ropa decente. Recorro la casa y descubro los pijamas de mis hijos tirados por el suelo. Los recojo, los huelo, los doblo y los dejo sobre sus camas.

Cuando hace calor, Susan se pone talco en los zapatos y al quitárselos deja huellas de sus pisadas en el suelo y en la moqueta, que se interrumpen bruscamente, como un rastro que se esfuma.

No tardo mucho en cerrar la cremallera de mi bolsa.

De pie, garabateo una nota: «Querida Susan: Me he marchado de casa y no volveré. Siento decir que no creo que podamos hacemos felices el uno al otro. Hablaré contigo mañana.» Ya está. Pero entonces me percato de que ella me ha dejado otra nota, pidiéndome que recoja su ropa en la tintorería. Maldiciendo, voy hasta allí rápidamente para buscarla y se la dejo en el dormitorio.

Me pregunto dónde dejar mi nota. La mesa de la sala está repleta de flores, regalos y tarjetas. La semana pasada Susan celebró su fiesta de cumpleaños en un restaurante cercano. Debía de haber casi una treintena de invitados. Ataviada con su vestido nuevo de tela vaquera y sus bonitos zapatos con flores bordadas a los lados, correteaba de un amigo a otro a medida que éstos iban entrando. Se sucedían los besos, los abrazos y los chismes contados a voz en grito. El suelo no tardó en quedar cubierto de cintas y papel de envolver. Me senté y la contemplé mientras bailaba al ritmo de los discos de la Tamla Motown con un amigo del colegio. Bailaron incluso con nostalgia. Recordé un viaje que hice a Venecia. Susan se tenía que reunir conmigo en el Hôtel des Bains, en el Lido, pero yo no sabía a qué hora llegaría. Bajé por la escalera y me la topé por pura casualidad en la recepción. Ella se volvió y, al reconocerme, la emoción le iluminó la cara.

Susan no es mi tipo en absoluto, pero estoy seguro de que hay algo en ella de lo que podría disfrutar. Ahora preferiría no verla durante algunos meses para poder olvidarla; tal vez entonces consiga hacerme una idea de cómo es en realidad, al margen de mí.

Dejo la nota en la otra punta de la mesa, apoyada contra una taza. Así seguro que no le pasará inadvertida cuando vuelva a casa. Se sentará en esa silla para leerla. Me pregunto cómo se sentirá; me pregunto qué hará. El teléfono queda al alcance de la mano.

Recojo mi bolsa del suelo del dormitorio. Bajo por la escalera y abro la puerta de la entrada. Cansado pero resuelto, salgo. Hace semanas que no llueve. Los árboles están en flor. Londres está en flor; incluso yo estoy en flor, a pesar de todo.

Es un día magnífico para marcharse.

Cierro la puerta a mis espaldas y me alejo de casa. Sopeso la idea de cruzar el parque e ir a ver a mis hijos. Pero mi aire despistado me abandonaría y cualquier pregunta podría hacerme perder el poco coraje que tengo. Tal vez debería volverme y despedirme de la casa.

No puedo decir que no haya aprendido más en este crisol que en ningún otro sitio: la educación de un corazón, ligeramente partido, si no roto en pedazos. Si sobreviviré a ese conocimiento y le daré un buen uso -si es que alguno de nosotros lo hace- es otro asunto.

Victor está sentado a la mesa con su batín negro, sus calcetines y calzoncillos negros, masticando un trozo de tostada que sin duda dejó ahí la noche anterior. Pero cuando entro por la puerta se pone en pie y me da un beso.

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