Parecía tener confianza en mí, como si implícitamente supiese que conmigo estaba segura y que yo no la abandonaría a su suerte. Pero lo hice. Y ella, por algún extraño motivo, parecía esperarlo. O sea que al menos sabía qué terreno pisaba.
En el dormitorio que utilizábamos había espejos. Una tarde, mientras estaba echado en la cama esperándola, vi mi imagen reflejada. Mi cuerpo era grueso y peludo; mi estómago redondo, como si me hubiera tragado una pelota; mi pequeña polla asomaba feliz. Podría haber anudado un lazo rosa a su alrededor. Para celebrar Wimbledon me había llevado a la cama unas cuantas fresas, que tenía intención de colocar entre las nalgas de Nina y recubrirlas de crema. Me contemplé mientras me inclinaba para coger una botella de champán frío y la apretaba contra mis cojones, antes de beber un trago directamente de ella. Nina entró en la habitación con zapatos de tacón alto, liguero, mi impermeable y los pendientes de perlas que le había regalado. Saludé a mi propia imagen en el espejo. ¡Parecía muy feliz, como si todas mis revelaciones hubieran aparecido de golpe!
No puedo decir que en aquella época no fuese feliz. Me gustaba felicitarme por tenerlo todo bajo control. Además, estaba adaptando un libro para un estudio americano. Sabía que harían reescribir el guión, simplemente para quedarse con la conciencia tranquila y pensar que lo habían trabajado al máximo. Estaba acostumbrado a ese sistema de trabajo y calculaba que pasaría por otro par de escritores antes de que volviese a llegar a mis manos. Tenía una esposa aceptable y unos hijos encantadores, además de una amante perfecta a la que, en cuanto empezase a resultar llorona y resentida, podía apartar de mi lado. Puede que fuese un hipócrita, pero mi vanidad estaba satisfecha. Y eso no es poca cosa.
– Si me quieres, aquí me tienes, puedes disponer de mí -me dijo un día.
– Gracias -respondí, y un poco después, sin conformarme con un simple sí, añadí-: ¿Hablas en serio?
Pareció sorprendida y me recordó que la tercera vez que nos encontramos, cuando ella se interesó por conocer «mi situación», yo le dije:
– Puedes hacer conmigo lo que quieras. Estoy a tu disposición. -Y por lo visto añadí-: No pienses que no te quiero, porque sí te quiero.
Te quiero.
¿Podría haberme esforzado más con Susan? Quiero decir, ¿puedo esforzarme más?
Cuando piensas en ello te das cuenta de lo poco que dominas el mundo que te rodea. De lo que mis padres y profesores trataron de meterme en la cabeza, poca cosa queda, excepto el recuerdo de haberlo aborrecido. Nunca fui de esos chicos que hacen las cosas porque se les obliga. Todo mi ser se ha rebelado siempre contra las imposiciones. Tal individualismo me ha causado no pocos problemas. Puedes, por supuesto, hacer el esfuerzo de aceptar las cosas durante algún tiempo, pero si estás realmente vivo, acabarás rebelándote. Puedes proteger y alentar los dones más exquisitos -el amor, el afecto, la creatividad, el deseo sexual, la inspiración-, pero no puedes forzar su aparición. No puedes lograr con simple fuerza de voluntad que aparezca el amor, sino tan sólo preguntarte por qué lo has dejado a un lado durante tanto tiempo.
Susan y yo no nos podemos hacer felices. Pero el fracaso marca, hasta que parece inevitable que este fracaso acabe por cernirse sobre todos los esfuerzos de uno… si lo que se pretende conseguir es la felicidad, más que el éxito o, digamos, la seguridad. Mi sólido instinto, por lo tanto, me aconsejaba no rendirme, sino perseverar.
Evidentemente, Susan habló de nuestros problemas con una amiga. Ésta le recomendó una terapia, como siempre se hace con las personas obsesivamente angustiadas. Les ahorra a los amigos la molestia de escucharte. Yo me negué a ir. Estaba convencido de que necesitaba mi caos mental. Y también sabía que no tenía ningún interés en amar a Susan, pero por algún motivo no quería que la evidencia de este hecho nos destrozase la vida a los dos.
Concretó la cita con su rapidez habitual, con la impecable excusa de que lo hacía por el bien de los niños.
Me senté en el coche como un niño al que una madre impaciente lleva al médico.
Algunas semanas antes, Susan y yo fuimos a ver a una pareja que llevaba aproximadamente un año casada. Durante el trayecto, yo expuse mi alegre teoría de que la gente se casa cuando toca fondo en su desesperación, que la necesidad de un certificado es un signo inequívoco de un amor atenuado.
Esa noche me percaté de que el marido hacía un gesto peculiar, relajando las muñecas de ambas manos, cuando explicaba algo. Reparé en ello porque era evidente que su mujer detestaba ese gesto. Mientras estábamos allí, incluso le dijo:
– ¿No puedes dejar de hacer eso?
En el coche, de regreso a casa, apostamos sobre cuánto podía durar aquel matrimonio. Por primera vez en mucho tiempo nos reímos, y me pregunté qué grado de identificación había en nuestro regocijo.
Últimamente pienso mucho en las parejas que conozco o con las que he coincidido en algún sitio, y me pregunto cuáles siguen enamoradas. Quedan algunas. Resulta tangible, se palpa el amor que se profesan, se nota la intensidad de su placer. No hace mucho, el día de puertas abiertas de la escuela de los niños, me fijé en una pareja que no estaba absorta el uno en el otro, cada uno hacía cosas a su aire. Pero en todo momento eran conscientes de la presencia del otro. De pronto, mientras su hijo correteaba, cuando creía que nadie la miraba, ella no pudo contenerse más y le pasó a su marido la mano por el cabello y él le dio un beso.
No resulta sorprendente que todo el mundo lo desee…, como si se hubiese conocido el amor anteriormente y apenas se pudiese recordar, pero uno se siente obligado a buscarlo sin pausa, como si fuese la única razón por la que mereciese la pena vivir. Sin amor, la mayor parte de la vida permanece apagada. Por desgracia, nada es tan fascinante como el amor.
Sé que el amor es un trabajo sucio; tienes que mancharte las manos. Si te mantienes a distancia, no sucede nada interesante. Además, debes encontrar la distancia adecuada entre las personas. Si están demasiado cerca, te aplastan; si están demasiado lejos, te abandonan. ¿Cómo mantenerlos en la situación adecuada?
Es fascinante ver cómo en las relaciones más sólidas, incluso después de años de convivencia, determinados aspectos ocultos de las personas afloran de pronto, como en una excavación arqueológica. Hay mucho que explorar y comprender. Con el resto de la gente, en cambio, uno sólo puede darse la vuelta, aburrido.
Quiero decir algo: las cosas son así, y punto.
La primera vez que Susan y yo fuimos a ver a la psicóloga, yo no estaba en mi mejor momento. Una vez que uno es consciente de que se ha acabado, no encuentra el menor consuelo en el presente. Todo el mundo me irritaba. Por la calle arrollaba a desconocidos. En el metro empujé a alguien escaleras abajo, con la esperanza de que la policía me arrestase y me acusase de posesión de una mente incontrolada. En el apartamento en el que trabajaba en varias cosas a la vez, correteaba arriba y abajo. Mi médico de cabecera, un amigo, me deleitó con una charla sobre toda la gama de tranquilizantes disponibles en el mercado. Pero me negué a darle el placer de constatar como testigo directo si proporcionaban o no tranquilidad.
Me sorprendía que fuésemos a la psicóloga sin haber llegado a arrancarnos mutuamente la tráquea con las uñas. Susan y yo nos pasamos todo el trayecto discutiendo sobre la correcta duración de la inmersión de la bolsita del té. Según su opinión, yo carecía de cualquier asomo de talento para preparar el té, a pesar de que me pasaba el día bebiéndolo, en ocasiones añadiendo incluso -con más que aceptable éxito- un poco de leche o una rodaja de limón. Pero para Susan eso no era suficiente. Yo esperaba que el asunto del té no surgiese en la consulta de la psicóloga, al menos no de inmediato: me marcho porque no soy capaz de prepararle a mi mujer una taza de té.
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