¿Qué hago yo, pues, para recuperar el documento del joyero confirmando que mi guarda le vendió la sortija, qué hago para recuperar la joya cuyo importe él se puso en el bolsillo, qué hago yo…?" Estaba tan irritada que las palabras salían entrecortadas de mi boca, farfullando y saltando de un argumento a otro, de una petición de justicia a otra, hasta que él me interrumpió de la peor forma posible. Para mí, por supuesto.
"Señora Fontana", tenía de nuevo el tono que se emplea con una persona que no está en sus cabales o que ha perdido la razón, aunque sea momentáneamente, "señora Fontana, no se ponga nerviosa." "¿Qué quiere decir con que no me ponga nerviosa?", quise saber.
"Y ¿por qué no me puedo poner nerviosa? A usted, ¿qué más le dae que me ponga nerviosa o no? Lo que usted tiene que hacer no es darme consejos sobre mi forma de reaccionar por infamante que le parezca, sino averiguar por qué me pongo, como usted dice, nerviosa, qué es lo que ha ocurrido para que así me altere y hacerse responsable de la delincuencia de uno de sus subordinados." "Creo que se está excediendo, señora Fontana. Haremos lo que podamos, pero ya le anticipo que no sacará nada poniéndose así." "No sé qué provecho sacaré, pero le aseguro que investigaré hasta la última célula toda esta corrupción que me envuelve, que ha tenido lugar aquí, en la comisaría de usted pero también en mi propia casa, y uno por uno, todos los que están mezclados en éste, y en otros asuntos, serán descubiertos y denunciados." Esta vez me miró con curiosidad. Debía de parecerle tan delicioso ver a una mujer amenazando a un comisario de policía, convencida además de que conseguiría la justicia a la que creía tener derecho sin contar con la más mínima prueba, que debió de despertársele un sentimiento de compasión y simpatía por la víctima, es decir, yo. Porque me sonrió. Pero fue un solo instante y no logré interpretar si la sonrisa era de suficiencia o de conmiseración. Sin embargo, la breve actitud amable que me había dedicado no le impidió continuar con el papel duro que había tenido a lo largo de toda la discusión: "Mire, permítame que le repita que está usted muy nerviosa y que el nerviosismo, que yo comprendo, la lleva a fantasear. Nosotros estamos aquí para ayudar, pero lo que nos es imposible es corear y aplaudir los ataques de histerismo de cualquier persona que venga a acusar a la policía de ineficacia y de corrupción." Ignoré lo del histerismo.
"¿Así que usted no sabe nada de las andanzas de su hombre de la mancha de sangre en la cara¿g ¿Quiere que le cuente qué hace, o que hacía, en sus ratos libres?
¿Quiere que le cuente sus chanchullos con los joyeros, con los traficantes, con los jueces?" Me miró con frialdad infinita y dijo: "Lo que quiero es que me lo demuestre. Nada más." Y pasó directamente a la amenaza: "En cuanto al robo de su joya, el caso fue sobreseído y ya puede usted darse por satisfecha con que el juez no la haya acusado de fingir el robo para cobrar el seguro. No desapareció ninguna denuncia. Al contrario, esta denuncia es la que podría incriminarla a usted." "¿Que qué?", chillé. Pero fueron mis últimas palabras, porque en seguida me di cuenta de que me había quedado sin ellas, y casi sin respiración. Así es como la gente tiene los infartos y los colapsos, logré pensar.
El comisario había abierto la puerta y yo salía por ella, inmovilizada mi voz por la sentencia final que no me dejaba ni siquiera el consuelo de una apelación. Porque recordé que la compañía de seguros, que al principio me había dicho que el seguro no cubría el "abuso de confianza", es decir, el robo perpetrado por una persona que vivía en la casa, me había enviado más tarde una notificación diciéndome que estaban estudiando el caso a la luz del sobreseimiento que exculpaba a la guarda y, según decía mi agente, cabría la posibilidad de que, al ser considerado ahora un robo, si recurríamos se pudiera cobrar la parte correspondiente al seguro. Pero, más tarde, y tras dos o tres conversaciones con él, me vino a decir que al haberse desestimado la denuncia no se podía hablar de robo y, por lo tanto, el seguro no tenía que pagar.
Salí a la calle intentando esconder la irritación y la agonía que me salía por los poros de la cara. Me ardían las mejillas y me temblaban las mandíbulas, y, poco a poco, un sudor frío me inundó lai frente. Derrotada, vencida, humillada, me juraba a mí misma en la profundidad de mi amargura que este contubernio no quedaría impune.
Entré en un café que resultó ser una librería, me senté a una mesa y pedí un gin-tonic. Eran las once de la mañana y la camarera me miró un poco extrañada, no sé si por mi aspecto descompuesto o por lo indecoroso de mi petición a esa hora temprana.
No tomé el gin-tonic, más bien habría querido echármelo por encima para apagar el fuego que me abrasaba. Pero el frescor de las gruesas paredes del café me devolvió poco a poco a la temperatura ambiente y comencé a meditar sobre las vueltas que estaban dando las cosas, y yo entre ellas atrapada como una mosca en una tela de araña. Pero, me decía a medida que me iba calmando, ¿cómo puedo denunciar unos hechos que sólo conozco de palabra? No tengo ni pruebas ni testigos, porque no creo que Félix y Segundo se prestaran a declarar. Bastante hicieron con contármelo. Y nada, no tengo nada que pueda aportar como evidencia de lo ocurrido.
¿Cómo he sido tan estúpida? Además, seguía mi razonamiento, si alguna vez lograra encontrar un indicio, incluso un testimonio, y los pusiera en manos de un policía competente, que a la fuerza tiene que haber alguno en algún lugar, comenzaría a tirar del hilo y acabaría imputando no sólo a joyeros y policías, que siempre serían los últimos en pagar, sino, sobre todo, a los vendedores de las máquinas de coser, a Adelita y el primero, reconocía en voz baja, al hombre del sombrero.
Era como si mi voz los estuviera acusando ya, como si la flecha que yo intentaba lanzar contra los que consideraba los verdaderos culpables se desviara como disparada por una mano que no era la mía, y llevada de una voluntad que tampoco lo era, acababa hiriendo exactamente a quien yo no quería herir. Tal vez en mi interior más profundo, ena el núcleo más oscuro de mi conciencia, no sólo los consideraba culpables de todos los descalabros, sino que además los acusaba de haber arrastrado con su dinero y su poder a los demás, por decirlo así, a los míos. Y a medida que pasaba el rato y que mi mente se tranquilizaba, fui dando paso a un sentimiento de generosidad desmedida como si me hubiera sido posible denunciar los hechos y hubiera optado por dejar las cosas como estaban en callada ofrenda a quienes había desgajado del ejército de corruptos que me rodeaba.
Pero la inicial irritación que me cegó en la comisaría no había remitido totalmente, sino que como un río profundo que emerge sólo de vez en cuando para mostrar su intensidad y potencia, afloraba para recordarme, a pesar de todo, quién era el perdedor o la perdedora de esta historia. Tal vez por esto y aun habiendo tomado la inútil decisión de no seguir la lucha que había de hacer florecer la verdad costara lo que costara, pero impelida aún por una brutal curiosidad y por un deseo de que apareciera algún culpable en esta historia, aunque sólo fuera para mi satisfacción, saqué la agenda donde había anotado la dirección de la joyería, me levanté, pagué la consumición y allí dirigí mis pasos.
La joyería La Reina era una tienda pequeña ubicada en la entrada de una minúscula galería, casi una portería, en una calle ancha de uno de los barrios nuevos construidos en la periferia de la ciudad.
Tenía los escaparates estrechos pero bien surtidos y bien iluminados y desde el exterior pude ver al joyero, que dentro de la tienda alineaba una serie de pulseras, o de cadenas o de collares en unas bandejas forradas de terciopelo con una meticulosidad de artesano. Aun sin haberlo visto jamás, me pareció reconocer al "atildado caballero de gafas de oro sin montura siempre vestido con americana y corbata que se negaba a desnudarse delante de los demás", como lo habían descrito los vendedores.
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