Juan Millás - Lo que sé de los hombrecillos

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Imagina un doble tuyo de tamaño microscópico que hiciera realidad tus deseos más inconfesables.
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No llevaba medias, pero sí una liga roja en medio del muslo. Me pareció todo por un lado excesivamente hueco y por otro exageradamente biológico. Comprendí entonces que había estado cayendo sin darme cuenta de que caía y que ahora me encontraba ya en el suelo. Yo no soy así, me dije, sintiendo vergüenza y miedo y ganas de huir. Tras tomar un sorbo de la copa, la chica preguntó cómo pensaba pagarle y respondí que en metálico.

– Pues pon el dinero ahí -dijo señalando la mesita que había entre las dos butacas.

Coloqué el dinero donde había pedido y noté la erección en el cuerpo del hombrecillo, pero no en el mío. La chica sacó un cigarrillo rubio, invitándome a tomar otro. Cuando iba a rechazarlo, el hombrecillo me instó telepáticamente a que lo aceptara y le hice caso en el convencimiento de que la nicotina le haría más daño a él que a mí. A la primera calada, cuyo humo me tragué intencionadamente, el hombrecillo, mareado por aquella mezcla de tabaco y alcohol, se desmayó en efecto detrás del televisor. La chica, suponiendo que yo venía de fuera, preguntó si me encontraba en la ciudad por razones de trabajo. Le dije que sí, pero me faltaron reflejos para improvisar una profesión distinta de la mía, de modo que confesé que era profesor de universidad.

– Estoy aquí circunstancialmente porque formo parte de un tribunal de oposiciones -dije.

– Yo -dijo ella- voy a estudiar enfermería, pero no ahora.

– ¿Por qué no ahora? -pregunté.

– Tengo a mi padre enfermo y todo son gastos. Pero cuando las cosas se arreglen continuaré los estudios.

Intenté imaginar al padre de la chica, y a la madre. Sentí ganas de continuar preguntando, pero ella ya se había levantado, viniendo a donde estaba yo para sentarse en mis rodillas.

– ¿Qué es lo que le gusta hacer a papá? -dijo mientras introducía la mano por la abertura de mi bata.

Me pregunté por qué me llamaba papá y me contesté enseguida, pero la respuesta no me gustó.

– No me llames papá -dije.

– ¿Prefieres ser mi nene? -añadió entonces acariciándome el pecho.

– Mira -respondí obligándola a levantarse-, prefiero que charlemos nada más.

– Como quieras, nene -dijo ella regresando a su butaca-, pero te va a costar lo mismo.

Mientras hablábamos de esto y de lo otro, bebimos un par de copas más y encendimos otro cigarrillo. El hombrecillo seguía durmiendo la mona detrás del televisor. Menos mal, me dije, pues habría sido una tortura meterme en la cama con aquella mujer. Parecía mentira que debajo de un abrigo tan sutil se ocultara una forma tan grosera. Pero también cuando se rompe la cáscara del huevo, pensé, sale de su interior un ser algo grotesco, el pollo. Haré un poco de tiempo, me dije, para que la chica no se ofenda, y la despediré. Y cuando el hombrecillo despierte le diré que nos hemos acostado.

– Fundamentalmente -dijo entonces la mujer-, yo me dedico a hacer trabajos de compañía, sin sexo.

Subrayó el «fundamentalmente», como si le pareciera un término culto que le interesara destacar de cara a futuros encuentros.

– Entonces he acertado -dije yo.

– Si te apetece que comamos o cenemos juntos estos días, llámame, conozco los mejores restaurantes. También puedo llevarte a visitar la ciudad, soy ideal para eso.

Le di las gracias y charlamos aún durante unos minutos al cabo de los cuales fue ella la que miró el reloj y dijo que tenía que irse, despidiéndome con un beso fugaz en los labios. La experiencia, pese a su falta de sustancia, me había dejado agotado y fúnebre, además de inquieto. Sin haber ganado nada con ella, tenía la impresión de haber perdido algo que atañía a mi dignidad.

12

Tras comprobar que el hombrecillo continuaba fuera de combate, abrí la cama y revolví las sábanas con la idea de aparentar que la habíamos ocupado. El problema fue que una vez abierta no resistí la tentación de dejarme caer. Estaba aturdido por la bebida, que no formaba parte de mis hábitos, y por el tabaco, cuyo consumo había abandonado diez o quince años antes. Aquella súbita combinación de alcohol, sexo, nicotina y remordimientos me había dejado mal cuerpo y mala conciencia.

Agotado, cerré los ojos, me dormí y soñé que llegaba a un hotel donde la recepcionista, que era la prostituta a la que acababa de despedir, me asignaba la habitación 607, que era aquella en la que me encontraba en la vida real, en la vida en la que soñaba este sueño. Con la llave en la mano entraba en el ascensor, subía al sexto piso y me internaba por sus pasillos en busca de la 607. Pero no conseguía dar con ella. Con incredulidad creciente, cada vez que llegaba al punto de partida, volvía a efectuar el recorrido con idénticos resultados. En esto, tropezaba con una camarera que me decía que la 607 estaba allí mismo, donde el pasillo giraba a la derecha. Pero tampoco estaba allí y, cuando iba a quejarme, la camarera había desaparecido. Entre tanto, en estas idas y venidas me había cruzado ya con varios clientes del hotel que me observaban con desconfianza, por lo que pensé que mi actitud podía estar empezando a resultar sospechosa. Decidía entonces bajar a recepción, donde la chica que me había atendido, tras escuchar mis explicaciones, decía:

– Eso no puede ser, nene, todas las habitaciones existen.

Aunque me molestó que me llamara nene, hice como que no lo había oído e insistí en mis protestas. Entonces la chica tomó el teléfono, habló con alguien y tras colgar me pidió que volviera al sexto piso, donde me esperaba un empleado del hotel que me acompañaría hasta la puerta de la habitación. Regresé al ascensor y subí al sexto piso, donde no me esperaba nadie. Por miedo a hacer el ridículo, volví a buscar la habitación por mi cuenta con resultados idénticos a los anteriores. Desalentado, me senté en una butaca que encontré en una especie de hall y pensé que aquello sólo podía ser un sueño o una broma de cámara oculta. La segunda posibilidad, dado que había acudido a aquel hotel con la intención de citarme con una prostituta, me pareció terrorífica, por lo que bajé de nuevo a recepción y abandoné el hotel discretamente.

Al tiempo de abandonar el hotel en el sueño, me desperté en la vida real, es decir, en la habitación 607 de un hotel donde había tenido tratos con una prostituta. Me incorporé con desasosiego y náuseas, viendo aún cómo mi encarnación onírica se separaba de la real quizá para no encontrarse nunca con ella. ¿No habría sido más reparador que el yo soñado hubiera encontrado la habitación 607 y hubiera entrado en ella para luego introducirse en mi cuerpo y así despertar juntos?

Fui al cuarto de baño y combatí las náuseas bebiendo agua del grifo. Luego, para despejarme, me lavé la cara y finalmente apliqué el secador a la humedad provocada en los calzoncillos por la eyaculación que habíamos tenido el hombrecillo y yo antes de la llegada de Vanessa (con dos eses, qué ridículo). Todos los movimientos a los que aquella aventura me obligaba resultaban así de sórdidos. Pensé que el sexo, aun practicado en las mejores condiciones, conduce al desconsuelo, al desamparo. El sexo era un asunto triste.

Una vez vestido, y como el hombrecillo continuara desmayado o dormido detrás del televisor, lo tomé entre mis manos y pensé que en ese momento podría acabar con él. ¿Cómo? Aplastándolo, pisándolo como a una cucaracha, arrojándolo al retrete… Pero no sabía en qué medida, al morir él, moriría yo también. Ya he dicho que a veces éramos uno y a veces dos. A veces estábamos conectados y a veces desconectados, como cuando tienes, a través del móvil, una de esas conversaciones discontinuas provocadas por una cobertura deficiente. Ahora parecíamos desconectados, pues yo no compartía su sueño ni sus sensaciones corporales. Pero ¿y si en el momento de arrojarlo al retrete y tirar de la cadena volviera la cobertura y me ahogara yo también?

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