– ¿Vamos a Japón?
– No, no vamos a Japón. -Esperó a que la camarera le sirviera el desayuno antes de añadir-: Ahora concéntrate, porque quizá tenga que confiar en tus conocimientos.
– Toda la industria está lanzada -opinó Su Ling-. Canon, Sony, Fujitsu ya han superado a los norteamericanos. ¿Por qué? ¿Te interesan las empresas de las nuevas tecnologías? En ese caso, tendrías que tener en cuenta…
– Ya veremos.
Nat escuchó atentamente un aviso que sonaba en los altavoces. Miró el importe del desayuno, lo pagó con el puñado de billetes coreanos que le quedaban y se levantó.
– Vamos a alguna parte, ¿no es así, capitán Cartwright? -preguntó Su Ling.
– Pues ahora que lo dices, yo sí. Acaban de dar el último aviso; por cierto, si tienes otros planes, te comunico que obran en mi poder los pasajes y los cheques de viaje.
– Vaya, ¿así que tengo que apechugar contigo? -Su Ling se bebió el café de un trago y miró los tableros electrónicos para saber cuáles eran las puertas de embarque correspondientes a las últimas llamadas. Había por lo menos una docena-. ¿Honolulú? -preguntó mientras alcanzaba a su marido.
– ¿Para qué iba a querer yo llevarte a Honolulú? -replicó Nat.
– Para que nos tumbemos en la playa y hagamos el amor todo el día.
– No, vamos a un lugar donde durante el día podamos estar con mis viejas amantes y tú y yo hacer el amor por la noche.
– ¿Saigón? -preguntó Su Ling, al ver que se iluminaba el nombre de otra ciudad en el tablero de salidas-. ¿Vamos a visitar los escenarios de los antiguos triunfos del capitán Cartwright?
– Dirección errónea -respondió Nat sin interrumpir su marcha hacia la puerta de salidas internacionales.
Después de presentar los billetes y los pasaportes, Nat no se detuvo en las tiendas libres de impuestos y se dirigió directamente hacia las puertas de embarque.
– ¿Bombay? -aventuró Su Ling al ver que llegaban a la puerta de embarque número uno.
– No creo que encuentre a muchas de mis viejas amantes en la India -le aseguró Nat cuando dejaron atrás las puertas dos, tres y cuatro.
Su Ling continuó atenta a los destinos de cada puerta de embarque.
– ¿Singapur, Manila, Hong Kong?
– No, no y no -repitió Nat mientras pasaban por las puertas once, doce y trece.
Su Ling permaneció callada. Bangkok, Zurich, París y Londres pasaron al olvido antes de que Nat se detuviera en la puerta veintiuno.
– ¿Viaja con nosotros a Roma y Venecia, señor? -le preguntó la encargada del mostrador de Pan Am.
– Sí. Somos el señor y la señora Cartwright -confirmó Nat a la empleada al tiempo que le entregaba las tarjetas de embarque. Acto seguido, miró a su esposa.
– ¿Sabes una cosa, señor Cartwright? -comentó Su Ling-. Eres un hombre muy especial.
Durante los siguientes cuatro fines de semana, Annie perdió la cuenta del número de casas en venta que habían visitado. Algunas eran demasiado grandes, otras demasiado pequeñas, las había en vecindarios que no les gustaban, y cuando estaba en el vecindario adecuado, sencillamente no podían pagar el precio que les pedían, ni siquiera con la ayuda de Alexander Dupont y Bell. Entonces, un domingo por la tarde, encontraron exactamente lo que buscaban en Ridgewood; a los diez minutos de entrar en la casa ya se habían hecho un gesto de mutuo asentimiento a escondidas del empleado de la agencia inmobiliaria. Annie telefoneó inmediatamente a su madre.
– Es una auténtica maravilla -le comentó, entusiasmada-. Está en un barrio tranquilo con más iglesias que bares y más escuelas que cines; hasta tiene un río que cruza el centro de la ciudad.
– ¿Cuánto piden por ella? -quiso saber Martha.
– Un poco más de lo que estamos dispuestos a pagar, pero el vendedor espera la llamada de mi agente Martha Gates; si tú no eres capaz de conseguir que baje el precio, mamá, no creo que nadie más pueda hacerlo.
– ¿Has seguido mis instrucciones? -le preguntó Martha.
– Al pie de la letra. Le dije al agente que ambos éramos maestros, porque tú dijiste que siempre les suben los precios a los abogados, banqueros y médicos. No pareció hacerle mucha gracia.
Fletcher y Annie dedicaron el resto de la tarde a pasear por la ciudad, mientras rezaban para que Martha pudiera conseguirles una rebaja en el precio, porque incluso la estación les quedaba muy cerca de la casa.
Después de cuatro largas semanas de negociaciones, Fletcher, Annie y Lucy Davenport pasaron su primera noche en su nueva casa en Ridgewood, New Jersey, el 1 de octubre de 1974. No habían acabado de cerrar la puerta cuando Fletcher preguntó:
– ¿Crees que podrías dejar a Lucy con tu madre durante un par de semanas?
– No me importa en absoluto tenerla mientras acabamos de poner la casa en condiciones -respondió Annie.
– No era eso precisamente lo que tenía pensado. Creo que ha llegado el momento de disfrutar de unas vacaciones, una segunda luna de miel.
– Pero…
– Nada de peros. Haremos algo que siempre has querido hacer: iremos a Escocia y buscaremos los rastros de nuestros antepasados: los Davenport y los Gates.
– ¿Para cuándo tienes pensada la partida? -le preguntó Annie.
– Nuestro avión sale mañana por la mañana a las once.
– Señor Davenport, no eres de esos que les dan mucho margen a las chicas, ¿no es así?
– ¿Se puede saber qué estás tramando? -le preguntó Su Ling, inclinada sobre su marido, que estaba concentrado en la lectura de las páginas de información financiera del Asian Business News.
– Estudio las fluctuaciones en el mercado de divisas durante el año pasado -contestó Nat.
– ¿Es ahí donde Japón encaja en la fórmula? -quiso saber Su Ling.
– Por supuesto. El yen es la única moneda importante que en los últimos diez años ha incrementado consistentemente su valor frente al dólar y varios economistas afirman que la tendencia continuará en el futuro. Sostienen que el yen sigue por debajo de su valor real. Si los expertos están en lo cierto, y tú no te equivocas en tus previsiones sobre la importancia cada vez mayor de Japón en el campo de las nuevas tecnologías, entonces creo haber dado con una buena inversión en un mundo inseguro.
– ¿Este será el tema de tu tesis de final de carrera?
– No, aunque no es mala idea -respondió Nat-. Ahora lo que me interesa es hacer una pequeña inversión y si resulta que estoy en lo cierto, me embolsaré unos dólares todos los meses.
– Es un poco arriesgado, ¿no crees?
– Si esperas conseguir beneficios, siempre hay que contar con una parte de riesgo. El secreto está en eliminar todos los elementos que puedan contribuir a que el riesgo sea mayor. -Su Ling no pareció muy convencida-. Te diré lo que pienso. En la actualidad cobro cuatrocientos dólares todos los meses como capitán del ejército. Si yo los invierto y compro yenes a la cotización de hoy, podré venderlos dentro de doce meses, y si la cotización dólar-yen continúa con la misma tendencia alcista de los últimos siete años, obtendré una ganancia que oscilará entre los cuatrocientos y los quinientos dólares.
– ¿Qué pasa si se invierte la tendencia? -preguntó Su Ling.
– Es algo que no ha ocurrido en los últimos siete años.
– Pero ¿y si ocurre?
– Habré perdido un mes de sueldo, o sea, cuatrocientos dólares.
– Prefiero tener un cheque garantizado todos los meses.
– No se puede crear capital con los ingresos que se cobran -la contradijo Nat-. La mayoría de las personas viven muy por encima de sus posibilidades y el ahorro único que hacen es en forma de seguros de vida o en bonos, dos cosas que pueden acabar desvalorizadas por la inflación. Pregúntaselo a mi padre.
Читать дальше