Su corazón rebosaba contento y ahora le parecía a Wang Lung que nada era suficiente para su riqueza. Compró metros de seda y de satén para cada uno de ellos, pues parecía mal que sobre las sillas labradas y junto a las mesas de ébano del Sur se vieran túnicas ordinarias de algodón; de éstas compró para las esclavas, buenas túnicas de algodón azul para que ninguna tuviera que llevar nada en mal uso. Hizo esto y se sentía contento cuando las amistades que su primogénito había adquirido en la ciudad venían a la casa, y orgulloso de que vieran lo que en ella había.
Y Wang Lung quiso ahora comer manjares delicados, y él, que se había sentido satisfecho con buen pan de trigo y unas cabezas de ajos, ahora que dormía hasta tarde y no trabajaba en la tierra no se contentaba fácilmente con según qué platos y probaba retoños de bambú de invierno y huevos de langostinos, pescados del Sur y mariscos de los mares del Norte, y cuantas exquisiteces son servidas únicamente a la mesa de los ricos para estimularles el apetito. Y sus hijos comían de todo esto y Loto también, y al ver a lo que habían llegado las cosas, Cuckoo rió y dijo:
– Bueno, pues es lo mismo que en los viejos días, cuando yo estaba en estas salas, sólo que ahora mi cuerpo está macilento y seco y no sirve para un anciano señor.
Al decir esto miró a Wang Lung maliciosamente y se rió de nuevo, y él pretendió no enterarse de su impudicia, pero se sintió halagado porque le había comparado al Anciano Señor.
Así pues, dentro de esta existencia lujosa, durmiendo cuando querían y levantándose cuando querían, Wang Lung esperaba a su nieto. Y una mañana oyó los lamentos de una mujer y al dirigirse a las habitaciones de su hijo mayor éste le salió al encuentro y le dijo:
– La hora ha llegado, pero Cuckoo dice que será lento, porque la mujer es muy estrecha. Será un parto difícil.
Wang Lung regresó, pues, a su cuarto y se sentó, escuchando los gritos y sintiéndose por primera vez en muchos años asustado y necesitado de alguna ayuda espiritual. No tardó en levantarse, y dirigiéndose a la tienda de incienso compró un poco, y lo llevó al templo de la ciudad, donde mora la diosa de la misericordia en su alcoba dorada. Allí llamó a un sacerdote desocupado, le dio dinero y le rogó que pusiera incienso ante la diosa, diciendo:
– Esta mal que sea yo, un hombre, quien haga esto, pero mi nieto está a punto de nacer, y la labor es dura para la madre, que es una mujer de ciudad y demasiado estrecha, y la madre de mi hijo ha muerto y no hay ni una mujer para ofrecer el incienso.
Entonces, y mientras contemplaba al sacerdote arrojarlo dentro de la urna que ardía ante la diosa, pensó con súbito horror: "¿Y si en lugar de un nieto es una niña?" Y exclamó:
– Bueno, y si es un nieto pagaré una nueva túnica roja para la diosa, ¡pero no daré nada en absoluto si es una niña!
Salió del templo presa de gran agitación, pues no se le había ocurrido esto: que podía no ser un nieto, sino una niña, y fue a la tienda y compró más incienso. Aunque el día era caluroso y por las calles había un palmo de polvo, encaminó sus pasos hacia el pequeño templo rural donde estaban los dos que protegían los campos y la tierra y les encendió el incienso diciéndoles:
– ¡Bueno, hemos cuidado de vosotros mi padre, yo y mi hijo, y ahora llega el fruto de mi hijo y si no es un nieto no habrá nada para vosotros dos!
Y habiendo hecho cuanto estaba en su mano, regresó a sus habitaciones, sumamente cansado, y se sentó ante su mesa. Hubiera deseado que una esclava le trajese té y que otra le trajese una toalla mojada en agua caliente y luego exprimida para limpiarse el rostro, pero a pesar de sus palmadas no acudía nadie. No se ocupaban de él, y aunque la gente de la casa no cesaba de correr de aquí para allá, no se atrevía a detener a nadie y preguntar qué clase de criatura había nacido si es que había nacido ya. Permaneció allí sentado, rendido y polvoriento, sin que nadie le hablara.
Al fin, cuando había esperado tanto tiempo que le parecía que ya debía empezar a anochecer, entró Loto oscilando sobre sus menudos pies, debido a su peso excesivo, y apoyándose en Cuckoo. Y Loto rió y le dijo ruidosamente:
– Bueno, ya hay un hijo en la casa de tu hijo, y tanto la madre como la criatura viven. Yo he visto al recién nacido y es hermoso y robusto.
Entonces Wang Lung se levantó, frotó las manos una contra otra, volvió a reírse y exclamó:
– Bueno, y yo he permanecido aquí sentado como un hombre con su propio primogénito a punto de venir al mundo, y sin saber qué hacer y asustado de todo.
Y cuando Loto se hubo marchado a sus habitaciones empezó a musitar y se dijo:
"Bueno, yo no me asusté así cuando aquella otra tuvo su primer hijo, mi primogénito."
Se quedó silencioso y recordó aquel día, y cómo O-lan había entrado sola en el cuartito oscuro y cómo sola y silenciosamente había dado a luz hijos, y otra vez hijos, e hijas, y cómo luego regresaba a los campos a trabajar junto a él. Y aquí estaba ésta, la mujer de su hijo, que gritaba con los dolores como una criatura y tenía a todas las esclavas corriendo de aquí para allí por la casa y a su esposo junto a su puerta.
Y recordó, como uno recuerda un sueño ha largo tiempo soñado, cómo O-lan descansaba un poco de su trabajo y se sentaba a amamantar al niño, y la leche rica y blanca corría de su pecho y salpicaba la tierra. Y todo esto parecía tan lejano que diríase que nunca había ocurrido.
Entonces entró su hijo sonriente y lleno de importancia, y dijo ruidosamente:
– El hombre niño ha nacido, padre mío, y ahora tenemos que buscar una mujer para que lo amamante con sus pechos, pues yo no quiero que mi esposa estropee su belleza y agote sus fuerzas criando.
Y Wang Lung contestó tristemente, aunque no sabía la causa de su tristeza:
– Bueno, pues si ha de ser así, que así sea, ya que no puede criar a su propio hijo.
Cuando el niño cumplió un mes, su padre, el hijo de Wang Lung, dio la fiesta del nacimiento invitando a mucha gente, al padre y a la madre de su esposa y a todos los grandes de la ciudad. Y mandó teñir de escarlata muchos de cientos de huevos, que se dieron a los invitados y a todos los que mandaban invitados, y en la casa todo eran festejos y alegría porque la criatura era un hermoso niño, había pasado su décimo día y estaba vivo, y esto era un temor descartado y todos se alegraban de ello.
Y cuando la fiesta del nacimiento hubo terminado, el hijo de Wang Lung se acercó a su padre y le dijo:
– Ahora que hay tres generaciones en esta casa, deberíamos tener las tablas de los antepasados que poseen las grandes familias para adorarlas en las festividades, pues ahora somos también nosotros una familia establecida.
Esto agradó a Wang Lung en extremo y dio orden de que la proposición de su hijo se llevara a cabo. No tardaron, pues, en verse las tablas en el salón, puestas en línea; en una tabla, el nombre del abuelo de Wang Lung y el de su padre, y libres los otros espacios para Wang Lung y sus hijos cuando muriesen. Y el primogénito compró una urna de quemar incienso y la puso ante ellas.
Cuando esto quedó hecho, Wang Lung recordó la túnica roja que había prometido a la diosa de la misericordia, y se dirigió al templo a entregar el dinero para adquirirla.
Y al regresar de él y como los dioses no pudieran dar sin cobrarlo de alguna manera, llegó corriendo un hombre de los campos a decirle que de pronto Ching se estaba muriendo y había preguntado si Wang Lung querría ir a verlo morir. Y Wang Lung, al escuchar al jadeante mensajero, gritó coléricamente:
– ¡Bueno, supongo que ese maldito par del templo tiene celos ahora porque le he regalado una túnica roja a la diosa de la ciudad, y supongo que no se han enterado de que el poder de ellos es sobre la tierra y no sobre los nacimientos!
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