– Tengo con qué comprar el terreno que colinda con el mío, junto al foso.
Wang Lung había oído decir aquí y allá que para la Casa de Hwang aquel año había rayado en la pobreza. La Anciana Señora no había fumado íntegramente su ración de opio en muchos días, y parecía una vieja tigresa, trastornada por el ansia de la droga. Cada día hacía venir al administrador a su presencia, y cuando lo tenía delante le maldecía, le golpeaba el rostro con el abanico y le gritaba: "¿Pero es que ya no quedan leguas de tierra?", hasta hacerle perder el tino.
Tanto lo había perdido que últimamente hasta había renunciado al dinero que solía retener, para su propio uso, de las transacciones de la familia. Y por si todo esto fuera poco, el Anciano Señor decidió tomar otra concubina más, una esclava hija de una esclava que había sido suya en su juventud y que estaba ahora casada con un criado de la casa porque el deseo que inspirara a su señor se apagó antes de que éste la aceptara en sus habitaciones como concubina. La pequeña esclava, que no tenía más de dieciséis años, despertaba en el una lujuria nueva, pues según iba envejeciendo, debilitándose y haciéndose pesado a fuerza de tejido adiposo, crecía su deseo de carne fresca, de mujercitas ligeras y jóvenes, hasta niñas; de modo que era imposible moderar su lujuria. Como la Venerable Señora con su opio, así él con su sensualidad. Y era inútil tratar de hacerle comprender que no había dinero para pendientes de jaspe ni oro que verter en las lindas manos femeninas. El significado de las palabras "no hay dinero" no podía alcanzar a quien, durante toda una vida, sólo había tenido que extender la mano para retirarla colmada cuantas veces lo deseara.
Y viendo a sus padres de tal suerte, los jóvenes señores se encogieron de hombros y se dijeron que aún tendrían suficiente dinero para derrochar durante toda su vida. Y solamente se unían en una cosa: en reprochar al administrador la mala marcha de sus propiedades, hasta que el hombre, antes opulento y untuoso, de vida fácil y bolsa abundante, tornóse inquieto, se sintió acosado y comenzó a perder carnes de tal manera que la piel le colgaba sobre los huesos como un vestido viejo.
Tampoco quiso el cielo enviar lluvias a los campos de la Casa de Hwang, y tampoco en ellos había cosechas que recoger, así es que cuando Wang Lung llegó al administrador diciendo: "Tengo plata", era como si alguien se hubiera acercado a un hambriento diciendo: "Tengo comida".
El administrador cogió aquella plata ansiosamente. La otra vez habían charlado y bebido té, pero ahora entre los dos hombres se cruzaba un cuchicheo impaciente, y con más rapidez que las palabras eran pronunciadas pasó el dinero de unas manos a otras, se firmaron y sellaron los papeles y la tierra fue de Wang Lung.
Y otra vez Wang Lung no consideró duro desprenderse de aquella plata, que era su carne y su sangre. Con ella realizaba el deseo de su corazón. Tenía ahora un vasto campo de buena tierra, pues este campo era el doble del que comprara anteriormente. Pero para él, más importante que su oscura fertilidad era el hecho de haber pertenecido a la familia de un príncipe. Y esta vez no dijo a nadie, ni aun a O-lan, lo que había hecho.
Los meses pasaban y la lluvia era esperada inútilmente. Al acercarse el otoño, las nubes se hacinaron levemente en el cielo, unas nubes pequeñas y ligeras. Y por las calles del pueblo se veían grupos de hombres, desocupados y ansiosos, con los rostros vueltos hacia el firmamento, examinando atentamente esta o aquella nube y discutiendo sobre cuál de ellas encerraría lluvia en su seno. Pero antes de que pudiera formarse una cerrazón prometedora, se alzaba del Noroeste un aire crudo, el aire mordiente del desierto lejano, y barría las nubes del firmamento lo mismo que una escoba barre el polvo del suelo. Y el cielo continuaba límpido y vacío, el sol se alzaba majestuosamente cada mañana, hacia su camino y se ponía, solitario, cada atardecer. Y, a su debido tiempo, aparecía la luna y brillaba con tanta claridad como un sol menor.
Wang Lung recolectó de sus campos una miserable cosecha de judías, y del plantío de maíz, sembrado desesperadamente cuando el arroz comenzó a amarillear y morirse, cortó unas breves mazorcas, con los granos diseminados aquí y allá. Ni una judía se desperdició en la trilla. Wang Lung mandó que los dos niños tamizaran entre sus dedos el polvo de la era, después que él y la mujer habían expurgado las plantas; y desgranó el maíz sobre el suelo del cuarto central, vigilando atentamente los granos que caían un poco diseminados. Cuando iba a recoger las mazorcas vacías, para usarlas como combustible, su esposa exclamó:
– No las desperdicies quemándolas. Cuando yo era niña, en Shantung, recuerdo que, en años como éste, molíamos las mazorcas y las comíamos. Son mejores que la hierba.
Al hablar ella, todos guardaron silencio. Eran días de abstinencia, estos días extraños y brillantes en que la tierra les estaba fallando. Únicamente la última criatura, la niña, desconocía el temor. Para ella estaban todavía repletos los dos robustos pechos de su madre: Pero O-lan, al amamantarla, murmuraba:
– Aliméntate, pobre tonta, aliméntate… mientras todavía tienes esto con que alimentarte.
Entonces, como si la desgracia fuera poca, O-lan quedó de nuevo embarazada, la leche se le secó y toda la casa estremecióse con la voz de una criaturita que lloraba de hambre incesantemente.‹
Si alguien le hubiera preguntado a Wang Lung cómo se alimentaban aquel otoño, la respuesta hubiera sido:
– No sé… Un poco de comida de vez en cuando.
Pero nadie le preguntaba tal cosa. En toda la comarca, nadie le preguntaba a nadie: "¿Cómo te alimentas?", sino que cada cual se interrogaba a si mismo: "¿Cómo me alimentaré hoy?" Y los padres decían: "¿Cómo nos alimentaremos hoy, nosotros y nuestros hijos?"
Wang Lung había cuidado de su buey hasta donde le fue posible. Le había dado a la bestia un puñado de hierba y de paja de judías mientras la hubo, y, al terminarse ésta, salió a coger hojas de los árboles y se las fue dando hasta que vino el invierno y las hojas desaparecieron. Entonces, ya que no había campos que arar; ya que la semilla, si se plantaba, secábase en la tierra, y ya que, además, se habían comido todas sus semillas, hizo que el buey fuese a pacer por si mismo. Le mandaba fuera, con el chico mayor todo el día montado sobre él, sujetando la cuerda que pasaba por las narices del animal, para que no lo robaran. Pero últimamente ni aun esto se había atrevido a hacer, pues temía que los hombres del pueblo, y aun sus mismos vecinos, pudieran atacar al muchacho y llevarse al buey para matarlo y comérselo. De manera que lo tenía en el portal hasta que la bestia enflaqueció tanto que no era más que un esqueleto.
Pero llegó un día en que el arroz se acabó, y el trigo se acabó, y únicamente quedaban unas cuantas judías y una magra provisión de maíz. El buey bramaba de hambre y el padre de Wang Lung dijo:
– Nos comeremos el buey después.
Entonces, Wang Lung protestó, porque para él era como si alguien hubiera dicho: "Nos comeremos un hombre después". El buey era su compañero de los campos, había andado tras sus hijos. Y un hombre puede comprar otro buey con más facilidad que su propia existencia.
Pero Wang Lung no quiso permitir que se le matase aquel día. Y pasó el siguiente, y el otro, y los niños lloraban pidiendo comida y no había manera de consolarlos. O-lan miraba a su marido, suplicándole por los niños, y al fin Wang Lung vio que no había más remedio que hacer lo que le pedían. Y exclamó ásperamente.
– ¡Que se le mate, pues! Pero yo no puedo hacerlo.
Fue al dormitorio, se echó sobre la cama y se tapó la cabeza con la colcha para no oír los bramidos de la bestia cuando muriese.
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