– Vámonos de aquí -le dijo de pronto a su hermano-. Yo ya las he visto. Venga, vámonos.
Se volvió y salió corriendo.
– Es de un cobarde que no vea -dijo el otro-. Adiós.
Y se fue corriendo también. Me quedé solo en la tumba. En cierto modo me gustó. Se estaba allí la mar de tranquilo. De pronto no se imaginan lo que vi en la pared. Otro J… Estaba escrito con una especie de lápiz rojo justo debajo del cristal que cubría las piedras del faraón.
Eso es lo malo. Que no hay forma de dar con un sitio tranquilo porque no existe. Cuando te crees que por fin lo has encontrado, te encuentras con que alguien ha escrito un J… en la pared. De verdad les digo que cuando me muera y me entierren en un cementerio y me pongan encima una lápida que diga Holden Caulfield y los años de mi nacimiento y de mi muerte, debajo alguien escribirá la dichosa palabrita.
Cuando salí de donde estaban las momias, tuve que ir al baño. Tenía diarrea. Aquello no me importó mucho, pero ocurrió algo más. Cuando ya me iba, poco antes de llegar a la puerta, no me desmayé de milagro. Tuve suerte porque podía haber dado con la cabeza en el suelo y haberme matado, pero caí de costado. Me salvé por un pelo. Al rato me sentí mejor. De verdad. Me dolía un poco el brazo de la caída, pero ya no estaba tan mareado.
Eran como las doce y diez, así que volví a la puerta a esperar a Phoebe. Pensé que quizá fuera aquélla la última vez que la veía. A Phoebe o a cualquiera de mi familia. Supongo que volvería a verles algún día, pero dentro de muchos años. Regresaría a casa cuando tuviera como treinta y cinco o así. Alguien se pondría enfermo y querría verme antes de morir. Eso sería lo único que podría hacerme abandonar mi cabaña. Me imaginé cómo sería mi vuelta. Sabía que mi madre se pondría muy nerviosa y empezaría a llorar y a suplicarme que no me fuera, pero yo no la haría caso. Estaría de lo más sereno. Primero la tranquilizaría y luego me acercaría a la mesita que hay al fondo del salón donde están los cigarrillos, sacaría uno y lo encendería así como muy frío y despegado. Les diría que podían ir a visitarme, pero no insistiría mucho. A Phoebe sí la dejaría venir a verme en verano, en Navidad, en Pascua. D.B. podría venir también si necesitaba un sitio bonito y tranquilo donde trabajar, pero en mi cabaña no le dejaría escribir guiones de cine. Sólo cuentos y libros. A todos los que vinieran a visitarme les pondría una condición. No hacer nada que no fuera sincero. Si no, tendrían que irse a otra parte. De pronto miré el reloj que había en el guardarropa y vi que era la una menos veinticinco. Empecé a temer que la viejecita del colegio no le hubiera dado la nota a Phoebe. Quizá la otra la había dicho que la quemara o algo así. No saben el susto que me llevé. Quería ver a Phoebe antes de echarme al camino. Tenía que devolverle su dinero y despedirme y todo eso.
Al final la vi venir a través de los cristales de la puerta. Era imposible no reconocerla porque llevaba mi gorra de caza puesta. Salí y bajé la escalinata de piedra para salirle al encuentro. Lo que no podía entender era por qué llevaba una maleta. Cruzaba la Quinta Avenida arrastrándola porque apenas podía con ella.
Cuando me acerqué me di cuenta de que era una mía vieja que usaba cuando estudiaba en Whooton. No comprendía qué hacía allí con ella.
– Hola -me dijo cuando llegó a mi lado. Jadeaba de haber ido arrastrando aquel trasto.
– Creí que no venías -le contesté-. ¿Qué diablos llevas ahí? No necesito nada. Voy a irme con lo puesto. No pienso recoger ni lo que tengo en la estación. ¿Qué has metido ahí dentro?
Dejó la maleta en el suelo.
– Mi ropa -dijo-. Voy contigo. ¿Puedo? ¿Verdad que me dejas?
– ¿Qué? -le dije. Casi me caí al suelo cuando me lo dijo. Se lo juro. Me dio tal mareo que creí que iba a desmayarme otra vez.
– Bajé en el ascensor de servicio para que Charlene no me viera. No pesa nada. Sólo llevo dos vestidos, y mis mocasines y unas cuantas cosas de ésas. Mira. No pesa, de verdad. Cógela, ya verás… ¿Puedo ir contigo, Holden? ¿Puedo? ¡Por favor!
– No. ¡Y cállate!
Creía que iba a desmayarme. No quería decirle que se callara, pero es que de verdad pensé que me iba al suelo.
– ¿Por qué no? Holden por favor, no te molestaré nada, sólo iré contigo. Si no quieres no llevaré ni la ropa. Cogeré sólo…
– No cogerás nada porque no vas a venir. Voy a ir solo, así que cállate de una vez.
– Por favor, Holden. Por favor, déjame ir. No notarás siquiera que…
– No vas. Y a callar. Dame esa maleta -le dije. Se la quité de la mano y estuve a punto de darle una bofetada. Empezó a llorar-. Creí que querías salir en la función del colegio. Creía que querías ser Benedict Arnold -le dije de muy malos modos-. ¿Qué quieres? ¿No salir en la función?
Phoebe lloró más fuerte. De pronto quise hacerla llorar hasta que se le secaran las lágrimas. Casi la odiaba. Creo que, sobre todo, porque si se venía conmigo no saldría en esa representación.
– Vamos -le dije. Subí otra vez la escalinata del museo.
Dejaría aquella absurda maleta en el guardarropa y ella podría recogerla cuando saliera a las tres del colegio. No podía ir a la clase cargada con ella.
– Venga, vámonos.
No quiso subir las escaleras. Se negaba a ir conmigo. Subí solo, dejé la maleta y volví a bajar. Estaba esperándome en la acera, pero me volvió la espalda cuando me acerqué a ella. A veces es capaz de hacer cosas así.
– No me voy a ninguna parte. He cambiado de opinión, así que deja de llorar -le dije. Lo gracioso es que Phoebe ya no lloraba pero se lo grité igual-. Vamos, te acompañaré al colegio. Venga. Vas a negar tarde.
No me contestó siquiera. Quise darle la mano, pero no me dejó. Seguía sin mirarme.
– ¿Tomaste algo? -le pregunté. ¿Has comido ya?
No despegó los labios. Se quitó la gorra de caza -la que yo le había dado-, y me la tiró a la cara. Luego me volvió la espalda otra vez. Yo no dije nada. Recogí la gorra y me la metí en el bolsillo.
– Vamos. Te llevaré al colegio. -No pienso volver al colegio.
Cuando me dijo aquello no supe qué contestarle. Me quedé sin saber qué decir unos minutos, parado en medio de la calle.
– Tienes que volver. ¿Quieres salir en esa función, o no? ¿Quieres ser Benedict Arnold, o no?
– No.
– Claro que sí. Claro que quieres. Venga, vámonos de aquí -le dije-. En primer lugar no me voy a ninguna parte, ya te lo he dicho. En cuanto te deje en el colegio voy a volver a casa. Primero me acercaré a la estación y de allí me iré directamente…
– He dicho que no vuelvo al colegio. Tú puedes hacer lo que te dé la gana, pero yo no vuelvo allí. Así que cállate ya.
Era la primera vez que me decía que me callara. Dicho por ella sonaba horrible. ¡Dios mío! Peor que una palabrota. Seguía sin mirarme y cada vez que le ponía la mano en el hombro o algo así, se apartaba.
– Oye, ¿quieres que vayamos a dar un paseo? -le pregunté-. ¿Quieres que vayamos hasta el zoológico? Si te dejo no ir al colegio y dar en cambio un paseo conmigo, ¿no harás más tonterías?
No quiso contestarme, así que volví a decírselo:
– Si te dejo no ir a clase esta tarde, ¿no harás tonterías? ¿Irás mañana al colegio como una buena chica?
– No lo sé -me dijo. Luego echó a correr y cruzó la calle sin mirar siquiera si venía algún coche. A veces se pone como loca.
No corrí tras ella. Sabía que me seguiría, así que eché a andar por la acera del parque mientras ella iba por la de enfrente. Se notaba que me miraba con el rabillo del ojo y sin volver la cabeza para ver por dónde iba. Así fuimos hasta el zoológico. Lo único que me preocupaba es que a veces pasaba un autobús de dos pisos que me tapaba el lado opuesto de la calle y no me dejaba ver a Phoebe. Pero cuando llegamos, grité:
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