– Ya la tengo -dijo Sunny. Me paseó cinco dólares por delante de las narices-. ¿Lo ves? No he sacado más que los cinco que me debes. No soy una ladrona.
De repente me eché a llorar. Hubiera dado cualquier cosa por no hacerlo, pero lo hice.
– No, no son ladrones. Sólo roban cinco dólares.
– ¡Cállate! -dijo Maurice y me dio un empujón.
– ¡Déjale en paz! -dijo Sunny-. ¡Vámonos! Ya tenemos lo que me debía. Venga, vámonos.
– Ya voy -dijo Maurice, pero el caso es que no se iba.
– Vamos, Maurice, déjale ya.
– ¿Quién le está haciendo nada? -dijo con una voz tan inocente como un niño. Lo que hizo después fue pegarme bien fuerte en el pijama. No les diré dónde me dio, pero me dolió muchísimo. Le dije que era un cerdo y un tarado.
– ¿Cómo has dicho? -dijo. Luego se puso una mano detrás de la oreja como si estuviera sordo-. ¿Cómo has dicho? ¿Qué has dicho que soy?
Yo seguía medio llorando de furia y de lo nervioso que estaba.
– Que es un cerdo y un tarado -le grité-. Un cretino, un timador y un tarado, y en un par de años será uno de esos pordioseros que se le acercan a uno en la calle para pedirle para un café. Llevará un abrigo raído y estará más…
Entonces fue cuando me atizó de verdad. No traté siquiera de esquivarle, ni de agacharme, ni de nada. Sólo sentí un tremendo puñetazo en el estómago.
Sé que no perdí el sentido porque recuerdo que levanté la vista, y les vi salir a los dos de la habitación y cerrar la puerta tras ellos. Luego me quedé un rato en el suelo, más o menos como había hecho cuando lo de Stradlater. Sólo que esta vez de verdad creí que me moría. En serio. Era como si fuera a ahogarme. No podía ni respirar. Cuando al fin me levanté, tuve que ir al baño doblado por la cintura y sujetándome el estómago.
Pero les juro que estoy completamente loco. A medio camino, empecé a hacer como si me hubieran encajado un disparo en el vientre. Mauricio me había pegado un tiro. Y yo iba al baño a atizarme un lingotazo de whisky para calmarme los nervios y entrar en acción. Me imaginé saliendo de la habitación con paso vacilante, completamente vestido y con el revólver en el bolsillo. Bajaría por las escaleras en vez de tomar el ascensor. Iría bien aferrado al pasamanos, con un hilillo de sangre chorreando de la comisura de los labios. Bajaría unos cuantos pisos -abrazado a mi estómago y dejando un horrible rastro de sangre-, y luego llamaría al ascensor. Cuando Maurice abriera las puertas me encontraría esperándole, con el revólver en la mano. Comenzaría a suplicarme con voz temblorosa, de cobarde, para que le perdonara. Pero yo dispararía sin piedad. Seis tiros directos al estómago gordo y peludo. Luego arrojaría el arma al hueco del ascensor -una vez limpias las huellas- y volvería arrastrándome hasta mi habitación. Llamaría a Jane para que viniera a vendarme las heridas. Me la imaginé perfectamente, sosteniendo entre los dedos un cigarrillo para que yo fumara mientras sangraba como un valiente.
¡Maldito cine! Puede amargarle a uno la vida. De verdad.
Me di un baño como de una hora, y luego volví a la cama. Me costó mucho dormirme porque ni siquiera estaba cansado, pero al fin lo conseguí. Lo único que de verdad tenía ganas de hacer era suicidarme. Me hubiera gustado tirarme por la ventana, y creo que lo habría hecho de haber estado seguro de que iban a cubrir mi cadáver en seguida. Me habría reventado que un montón de imbéciles se pararan allí a mirarme mientras yo estaba hecho un Cristo.
No debí dormir mucho porque eran como las diez cuando me desperté. En cuanto me fumé un cigarrillo sentí hambre. No había tomado nada desde las hamburguesas que había comido con Brossard y con Ackley cuando fuimos a Agerstown para ir al cine. Y desde entonces había pasado mucho tiempo. Como cincuenta años. Había un teléfono en la mesilla y estuve a punto de llamar para que me subieran el desayuno, pero de pronto se me ocurrió que a lo mejor me lo mandaban con el tal Maurice. Como no me seducía la idea de verle de nuevo, me quedé en la cama un rato más y fumé otro cigarrillo. Pensé en llamar a Jane para ver si estaba ya en casa, pero no me encontraba muy en vena.
Lo que hice en cambio fue llamar a Sally Hayes. Sabía que estaba de vacaciones porque iba al colegio Mary Woodruff y porque me lo había dicho en una carta. No es que me volviera loco, pero la conocía hacía años. Antes yo era tan tonto que la consideraba inteligente porque sabía bastante de literatura y de teatro, y cuando alguien sabe de esas cosas cuesta mucho trabajo llegar a averiguar si es estúpido o no. En el caso de Sally me llevó años enteros darme cuenta de que lo era: Creo que lo hubiera sabido mucho antes si no hubiéramos pasado tanto tiempo besándonos y metiéndonos mano. Lo malo que yo tengo es que siempre tengo que pensar que la chica a la que estoy besando es inteligente. Ya sé que no tiene nada que ver una cosa con otra, pero no puedo evitarlo. No hay manera.
Pero como les iba diciendo, al final me decidí a llamarla. Primero contestó la criada. Luego su padre. Al final se puso ella.
– ¿Sally? -le dije.
– Sí. ¿Quién es? -preguntó. ¡Qué falsa era la tía! Sabía perfectamente que era yo porque acababa de decírselo su padre.
– Holden Caulfield. ¿Cómo estás?
– Hola, Holden. Muy bien, ¿y tú?
– Bien también. Pero, dime, ¿cómo te va? ¿Qué tal por el colegio?
– Muy bien -me dijo-. Como siempre, ya sabes…
– Estupendo. Oye, ¿tienes algo que hacer hoy? Es domingo, pero siempre habrá alguna función de teatro por la tarde. De esas benéficas, ya sabes. ¿Te gustaría que fuéramos?
– Muchísimo. Es una idea encantadora.
Encantadora. Si hay una palabra que odio, es ésa. Suena de lo más hipócrita. Se me pasó por la cabeza decirle que se olvidara del asunto, pero seguimos hablando un poco. Mejor dicho, siguió hablando ella. No había forma de encajar una palabra ni de canto. Primero me habló de un tipo de Harvard que, según ella, no la dejaba ni a sol ni a sombra. Seguro que era del primer curso, pero eso se lo calló, claro. Me dijo que la llamaba día y noche. ¡Día y noche! ¡Menuda cursilería! Luego me habló de otro, un cadete de West Point, que también estaba loco por ella. ¡El rollazo que me dio! Le dije que estaría debajo del reloj del Biltmore a las dos en punto y que no llegara tarde porque la función empezaría seguramente a las dos y media. Siempre llegaba con una hora de retraso. Luego colgué. La tal Sally me daba cien patadas pero había que reconocer que era muy guapa.
Después de hablar por teléfono, me levanté, me vestí y cerré la maleta. Antes de salir miré por la ventana a ver qué hacían los pervertidos, pero tenían todas las persianas echadas. Se ve que durante el día les daba por lo decente. Luego bajé al vestíbulo en ascensor y pagué la cuenta. El Maurice de marras había desaparecido el muy cerdo. Naturalmente tampoco me maté a buscarle.
Al salir del hotel cogí un taxi, aunque no tenía ni la más remota idea de adonde ir. La verdad es que no sabía qué hacer. Era domingo y no podía volver a casa hasta el miércoles, o, por lo menos, hasta el martes. No tenía ninguna gana de meterme en otro hotel a que me machacaran los sesos, así que le dije al taxista que me llevara a la estación Grand Central, que estaba muy cerca del Biltmore, donde había quedado con Sally. Pensé que lo mejor sería dejar las maletas en la consigna y después ir a desayunar. Estaba hambriento. En el taxi saqué la cartera y conté el dinero que me quedaba. No recuerdo cuánto era exactamente, pero, desde luego, no una fortuna. En dos semanas me había gastado un dineral. De verdad. Soy un manirroto horrible. Y lo que no gasto, lo pierdo. Muchísimas veces hasta me olvido de recoger el cambio en los restaurantes, y en las salas de fiestas, y sitios así. A mis padres les saca de quicio y con razón. Pero papá tiene mucho dinero. No sé cuánto gana -nunca me lo ha dicho-, pero me imagino que mucho. Es abogado de empresa y los tíos que se dedican a eso se forran. Además, debe tener bastante pasta porque siempre está interviniendo en obras de teatro de Broadway. Todas acaban en unos fracasos horribles y mi madre se lleva unos disgustos de miedo. Desde que murió Allie no anda muy bien de salud. Está siempre muy nerviosa. Por eso me preocupaba que me hubieran echado otra vez.
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