Selma Lagerlöf - Jerusalén

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Una gran epopeya rural por la primera mujer que obtuvo el Premio Nobel de Literatura. Jerusalén narra la trayectoria vital de un grupo de campesinos suecos que a finales del siglo XIX, empujados por la fe, abandonaron su país para establecerse en Palestina. Alternando los retratos de aquellos miembros de la comunidad que decidieron quedarse en Suecia con los de los que iniciaron una nueva vida en Tierra Santa, la autora crea, como dijo Marguerite Yourcenar, una epopeya-río que surge de las mismas fuentes del mito. Selma Lagerlöf -la primera mujre que obtuvo el premio Nobel de Literatura- demuestra su genialidad en una novela viva que tiene como escenario un mundo de transición y como protagonistas a unos personajes que reflejan la dualidad del ser humano y su continuo debate entre la esperanza y el miedo, el raciocinio y la pasión.

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También había marcado con trocitos de ladrillo rojo la situación de las granjas y aldeas más apartadas. Muy al norte, en medio de pastos y sembrados, se erigía el predio de los Ingmarsson; mientras que el pueblo de Kolåsen [5]se hallaba encaramado en la ladera oriental y la planta maderera de Bergsåna muy abajo en el sur, donde el río con sus rápidos y saltos de agua escapaba del valle y resurgía en el cráter de un antiguo volcán.

En realidad, todo lo exterior estaba terminado. Las carreteras que unían las granjas y que recorrían la margen del río lucían su buena capa de arena y gravilla. Aquí y allá crecían las arboledas, esparcidas por la llanura y también junto a las viviendas. Con una sola ojeada a su obra de piedras, tierra y ramitas la niña tuvo ante sí toda la comarca. Le pareció algo muy bello.

Alzó la vista repetidas veces para llamar a su madre y mostrarle aquella maravilla; pero cada vez se contenía. Al final, decidió que lo más prudente era no recordarles su presencia.

La tarea más ardua estaba por hacer. Levantar el pueblo que se extendía desde el centro de la comarca hasta el río abarcando ambas orillas. Tuvo que cambiar de sitio los pedruscos y trozos de cristal varias veces hasta que finalmente consiguió poner orden al conjunto. La casa del agente judicial se comía la tienda del pueblo y la del juez no cabía junto a la del médico. Y además había que acordarse de tantas cosas: la iglesia y la rectoría, la farmacia y la estafeta de correos, las casas de labor con todas sus dependencias, la posada, la granja del ingeniero de montes, la oficina de telégrafos…

Por fin, apareció ante sus ojos la totalidad del pueblo con sus casitas blancas y rojas, distribuidas entre el verde de los árboles. Ahora solamente faltaba una cosa.

Todo lo anterior lo había edificado muy aprisa a fin de poder dedicarse a la escuela, también dentro del pueblo.

La escuela requería mucho espacio. La erigiría a orillas del río, un edificio blanco de dos plantas rodeado por un extenso jardín y con un mástil muy alto para la bandera en medio de la explanada.

Sus mejores tacos los había ido guardando para la escuela, a pesar de lo cual ahora estaba sentada sin saber cómo empezar. A ser posible, le habría gustado construirla idéntica a como era, con una gran aula en la planta baja y otra en el piso superior y con la cocina y el cuarto donde vivían ella y sus padres.

Pero eso le llevaría demasiado tiempo. «No me dejaran en paz tanto rato», pensó.

En ésas se oyeron pasos en el zaguán, alguien se sacudía la nieve de los zapatos. La niña puso manos a la obra en el acto. Era el párroco, que venía a charlar con sus padres, así que ahora tendría toda la noche para hacerlo. Súbitamente muy animada, empezó a plantar los cimientos de la escuela, que abarcaban una extensión equivalente a la mitad de la parroquia.

La madre también había oído los pasos en el zaguán. Se puso en pie y arrimó al fuego una vieja butaca. Acto seguido se dirigió a su marido:

– ¿Se lo vas a decir esta noche?

– Sí -contestó el maestro-, a la primera oportunidad que se me presente.

El párroco hizo su entrada, congelado y transido por la ventisca y muy contento de poder sentarse junto al fuego en una habitación caldeada. Como siempre, estaba de un humor muy dicharachero. A decir verdad, resultaba imposible encontrar a alguien más encantador que el reverendo cuando llegaba así, con ganas de charlar sobre esto y aquello. Sobre asuntos profanos disertaba de modo ameno y audaz, y resultaba difícil creer que ese mismo hombre tuviera tan poca disposición para los sermones, pues cuando predicaba se daba exactamente lo contrario: hablando de las cosas elevadas del espíritu el pobre hombre se ruborizaba, farfullaba sin encontrar las palabras y nunca aportaba nada de peso a la conversación. A menos, claro, que se le ofreciera la oportunidad de discutir sobre el curioso modo en que Dios dispone las cosas.

Teniendo al párroco felizmente sentado allí, el maestro se dirigió a él y le soltó de pronto con tono jubiloso:

– Ahora, reverendo, quiero comunicarle que voy a construir un templo.

El párroco se quedó lívido, hundiéndose literalmente en la butaca que la señora Stina le había arrimado al fuego.

– ¿Qué me dice usted, Storm? -repuso-. ¿Se va a construir un templo en mi parroquia? ¿Qué será entonces de la iglesia y de mí? ¿Se nos elimina sin más?

– La iglesia y su pastor son igualmente necesarios -respondió el maestro sin vacilar-. El templo dará apoyo a la iglesia, ésa es mi intención. Son tantos los charlatanes que recorren el país que la iglesia precisa ayuda.

– Creía que usted era mi amigo -dijo el pastor, desolado.

Hacía sólo unos minutos que había entrado allí alegre y lleno de confianza, pero bastaron unos segundos para que se derrumbara. Ahora daba la impresión de estar agonizando.

El maestro comprendía muy bien su desolación. Al igual que todo el mundo, sabía que el pastor tuvo en su día grandes aptitudes para los estudios superiores; sin embargo, la disipada vida que había llevado en su juventud le había provocado una apoplejía de la cual nunca se había recobrado totalmente. A menudo olvidaba que ya sólo era la sombra de sí mismo, y cada vez que alguien o algo se lo recordaba caía presa de la más oscura desesperación.

En aquellos momentos se le veía como muerto en el sillón y nadie osó romper el prolongado silencio.

– Reverendo, no se lo tome así -dijo el maestro por fin, intentando que su voz sonara suave y amable.

– ¡Cállese, Storm! -le increpó el religioso-. Sé perfectamente que no soy un predicador brillante, pero no imaginaba que quisiera usted arrebatarme el puesto.

Storm rechazó la idea con un gesto de las manos significando que nada había más alejado de sus propósitos; sin embargo, no se atrevió a abrir la boca.

El maestro era un hombre de sesenta años que, a pesar de todo el trabajo que se había impuesto, conservaba la plenitud de su vigor. La diferencia entre él y el pastor era notable. Storm era alto como suelen serlo los varones en Dalecarlia, un pelo negro y ensortijado le cubría la cabeza, tenía el cutis bronceado como el cobre y afilados los rasgos de la cara. Al lado del sacerdote, que era un hombre de poca estatura, pecho hundido y la frente calva, irradiaba una gran energía.

La esposa del maestro pensaba que ya que su marido era el más fuerte de los dos también debía ser el más complaciente. Le hizo pues señas de que cediera; pero él, aun lamentándolo mucho, no dio muestra alguna de dar el brazo a torcer.

En su lugar, inició un discurso con voz muy clara y pausada. Dijo que estaba seguro de que no faltaba mucho para que el sectarismo llegara a aquella comuna. Y explicó que se necesitaba un lugar desde el cual hablarle al pueblo de una forma más llana que en la iglesia, un lugar donde uno pudiese elegir los textos, explicar la Biblia completamente e instruir a la feligresía sobre el significado de los pasajes difíciles.

Su esposa le hizo señas de que callara. Se daba cuenta de que a cada frase de su marido el pastor pensaba: «Así que yo no he instruido a nadie, no he sido un escudo protector de la fe. ¿Tan pésimo soy que el maestro de mi propia escuela, un hombre que no es más que un labriego instruido, se cree mejor predicador que yo?»

Pero el maestro no calló sino que continuó enumerando todo lo que era menester hacer para proteger al rebaño del inminente ataque de los lobos.

– Pues yo no he visto ningún lobo -dijo el pastor.

– Están de camino, reverendo, me consta -respondió el maestro.

– En ese caso es usted, Storm, quien está a punto de abrirles la puerta. -Y se puso en pie, sumamente molesto por las palabras del maestro, y el rubor que teñía su rostro le devolvió parte de su dignidad-. Viejo amigo, ¡no hablemos más del asunto! -dijo entonces.

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