Nathaniel Hawthorne - La letra escarlata
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Semejante exhibición de sus facultades físicas es solo para concebirse con la fantasía, y no fuera de desearse que se realizara. Lo que ví en él – fueron los rasgos de una tenaz y decidida perseverancia, que en su juventud pudiera haber sido obstinación; una integridad que, como la mayor parte de sus otras cualidades, era maciza, sólida, tan poco dúctil y tan inmanejable como una tonelada de mineral de hierro; y una benevolencia que, á pesar del impetuoso ardor con que al frente de sus soldados mandó las cargas á la bayoneta en Chippewa ó el Fuerte Erie, era tan genuina y verdadera como la que pueda mover á cualquier filántropo de nuestro siglo. Más de un enemigo, en el campo de batalla, perdió la vida al filo de su acero; y ciertamente que muchos y muchos quedaron allí tendidos, como en el prado la hierba segada por la guadaña, á impulsos de aquellas cargas á que su espíritu comunicó su triunfante energía. Pero de todos modos, nunca hubo en su corazón crueldad bastante para poder ni aun despojar á una mariposa del polvo brillante de sus alas. No conozco á otro hombre en cuya innata bondad tanto pudiera yo confiar.
Muchas de las cualidades características del General, – especialmente las que habrían contribuído en sumo grado á que el bosquejo que voy trazando se pareciese al original, – debían de haberse desvanecido ó debilitado antes de que yo le hubiera visto por primera vez. Sabido es que los atributos más delicados son también los que más pronto desaparecen; ni tiene la naturaleza por costumbre adornar las ruinas humanas con las flores de una nueva hermosura cuyas raíces yacen en las grietas y hendeduras de los escombros de donde sacan su sustento, como las que brotan en las arruinadas murallas de la fortaleza de Ticonderoga; y sin embargo, en lo que toca á gracia y belleza, había en él algo digno de atención. De vez en cuando iluminaba su rostro, de agradable manera, un rayo de buen humor socarrón; mientras que también podía notarse un rasgo de elegancia y gusto delicado natural, que no siempre se vé en las almas viriles pasada la primera juventud, en el placer que causaban al General la vista y fragancia de las flores. Es de suponerse que un viejo guerrero estima, antes que todo, el sangriento laurel para sus sienes; pero aquí se daba el ejemplo de un soldado que participaba de las preferencias de una joven muchacha hacia las bellas producciones de Flora.
Allí, junto á la chimenea, acostumbraba sentarse el anciano y valiente General; mientras el Inspector, que si podía evitarlo, raras veces tomaba sobre sí la difícil tarea de entablar con él una conversación, se complacía en quedarse á cierta distancia observando aquel apacible rostro, casi en un estado de semi-somnolencia. Parecía como si estuviera en otro mundo distinto del nuestro, aunque le veíamos á unas cuantas varas de nosotros; remoto, aunque pasábamos junto á su sillón; inaccesible, aunque podríamos alargar las manos y estrechar las suyas. Era muy posible que allá, en las profundidades de sus pensamientos, viviera una vida más real que no en medio de la atmósfera que le rodeaba en la poco adecuada oficina de un Administrador de Aduana. Las evoluciones de las maniobras militares; el tumulto y fragor de la batalla; los bélicos sonidos de antigua y heroica música oída hacía treinta años, – tales eran quizá las escenas y armonías que llenaban su espíritu y se desplegaban en su imaginación. Entre tanto, los comerciantes y los capitanes de buques, los dependientes de almacén y los rudos marineros entraban y salían: en torno suyo continuaba el mezquino ruido que producía la vida comercial y la vida de la Aduana: pero ni con los hombres, ni con los asuntos que les preocupaban, parecía que tuviera la más remota relación. Allí, en la Aduana, estaba tan fuera de su lugar, como una antigua espada, ya enmohecida, después de haber fulgurado en cien combates, pero conservando aun algún brillo en la hoja, lo estaría en medio de las plumas, tinteros, pisapapeles y reglas de caoba del bufete de uno de los empleados subalternos.
Había especialmente una circunstancia que me ayudó mucho en la tarea de reanimar y reconstruir la figura del vigoroso soldado que peleó en las fronteras del Canadá, cerca del Niágara, del hombre de energía sencilla y verdadera. Era el recuerdo de aquellas memorables palabras suyas – "¡Lo probaré, señor!" – pronunciadas en los momentos mismos de llevar á cabo una empresa tan heroica cuanto desesperada, y que respiraban el indomable espíritu de la Nueva Inglaterra. Si en nuestro país se premiase el valor con títulos de nobleza, esa frase, – que parece tan fácil de emitir, pero que solamente él, ante el peligro y la gloria que le esperaban, ha llegado á pronunciar, – esa frase, repito, sería el mote mejor, y el más apropiado, para el escudo de armas del General.
Mucho contribuye á la educación moral é intelectual de un hombre hallarse en contacto diario con individuos de hábitos no parecidos á los suyos, que no tienen interés alguno en sus ideas y ocupaciones, y que nos fuerzan en cierto modo á salir de nosotros mismos, para poder penetrar en la esfera en que se mueven sus pensamientos y sus aptitudes. Los accidentes de mi vida me han proporcionado con frecuencia esta ventaja; pero nunca de una manera tan completa y variada como durante el tiempo que permanecí en la Aduana de Salem. Había allí, particularmente, un hombre que me dió una nueva idea de lo que pudiera ser el talento, gracias al estudio que hice de su carácter. Poseía realmente las dotes que distinguen á un verdadero hombre de negocios: era vivo, muy listo, y de clara inteligencia; de una rápida mirada veía donde estaba la dificultad en los asuntos más embrollados, y tenía el don especial de hacerla desaparecer como por encanto. Criado y desarrollado, como quien dice, en la Aduana, era ésta el campo propio de su actividad; y las muchas complicaciones de los negocios, tan molestas y enojosas para el novicio, se presentaban á su vista con toda la sencillez de un sistema perfectamente arreglado. Para mí, era ese individuo el ideal de su clase, la encarnación de la Aduana misma, ó á lo menos el resorte principal que mantenía en movimiento toda aquella maquinaria; porque en una institución de este género, cuyos empleados superiores se nombran merced á motivos especiales, y en que raras veces se tiene en cuenta su aptitud para el acertado desempeño de sus deberes, es natural que esos empleados busquen en otros las cualidades de que ellos carecen. Por lo tanto, por una necesidad ineludible, así como el imán atrae las partículas de acero, del mismo modo nuestro hombre de negocios atraía hacia sí las dificultades con que cada uno tropezaba. Con una condescendencia notable, y sin molestarse por nuestra estupidez, – que para una persona de su género de talento debía de ser punto menos que un crimen, – lograba en un momento hacernos ver claro como la luz del día, lo que á nosotros nos había parecido incomprensible. Los comerciantes le tenían en tanto aprecio como nosotros, sus compañeros de oficina. Su integridad era perfecta; innata, más bien que resultado de principios fijos de moralidad. Ni podía ser de otro modo, pues en un hombre de una inteligencia tan lúcida y exacta como la suya, la honradez completa y la regularidad suma en la administración de los negocios, tenían que ser las cualidades dominantes. Una mancha en su conciencia, respecto á cualquiera cosa que se relacionase con sus deberes de empleado, habría atormentado á una persona semejante, del mismo modo, aunque en un grado mucho mayor, que un error en el balance de una cuenta, ó un borrón de tinta en la bella página de un libro del Registro. En suma, hallé en él lo que raras veces he visto en el curso de mi vida, – un hombre que se adaptaba perfectamente al desempeño de su empleo.
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