Роберт Стивенсон - La isla del tesoro
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Mi corazón latía violentamente cuando mi madre y yo volvíamos, solos de nuevo, en medio de aquella noche helada, para afrontar tan temible y peligrosa aventura. La luna llena comenzaba á levantar su disco rojizo sobre las vagas siluetas de las nieblas del horizonte, lo cual nos impelía á acelerar el paso, porque era evidente que antes de mucho rato, y antes de que volviésemos de nuevo, todo estaría ya inundado con una claridad como de día, y nuestra partida quedaría expuesta, por lo mismo, á los ojos investigadores de nuestros vigilantes enemigos. Deslizámonos cautelosamente á lo largo de los setos y vallados, sin hacer el menor ruido y no vimos ni oímos nada que fuese parte á aumentar nuestras zozobras, hasta que, al fin, con gran consuelo nuestro, la puerta de la posada se cerró tras de nosotros, que estábamos, al cabo, en ella.
Corrí instintivamente el cerrojo tan luego como entramos, y nos quedamos, por un momento, enmedio de la oscuridad, jadeando y palpitantes, solos, sin más compañía que el cadáver del Capitán. Mi madre enseguida fué al mostrador y tomó una bugía, y cogidos ambos de las manos nos introdujimos á la sala. El muerto estaba allí, tal como lo habíamos dejado, con sus ojos abiertos y un brazo echado hacia fuera.
– Baja el trasparente, Jim, murmuró mi madre; podría suceder que viniesen á espiarnos desde afuera. Y ahora – añadió cuando su orden estaba ejecutada – tenemos que buscar la llave de eso , y ya veremos quien es el que lo coje. Y al decir esto exhaló algo como un suspiro ó un sollozo.
Púseme de rodillas inmediatamente. En el suelo, muy cerca de la mano del difunto me encontré en el acto un disco pequeño de papel, ennegrecido de un lado. No pude dudar de que esto fuese el disco negro á que él se había referido y levantándolo, encontré escrito, al otro lado, en letra muy buena y muy clara, esta intimación demasiado lacónica. “Se le da á Vd. de plazo hasta las diez, de esta noche.”
– Se le da hasta las diez, madre, dije, y no bien acababa de pronunciar estas palabras cuando nuestro viejo reloj crujió para dar una hora, y comenzó á sonar pausadamente sus campanadas, haciéndonos extremecer con un movimiento involuntario…
– ¡Una… dos… tres… cuatro… cinco… seis! Las seis! son las seis apenas… tenemos tiempo, Jim, dijo mi madre. Ahora, veamos; esa llave!
Busqué en cada una de sus bolsas: algunas pequeñas monedas, un dedal, un poco de hilo, agujas gruesas, un pedazo de tabaco de pipa, su navaja de mango corvo, una brújula de bolsillo, y una cajita con eslabón y yesca fué todo lo que en ellas encontré y ya comenzaba, por lo mismo, á desesperar.
– Tal vez la lleve colgada al cuello, sugirió mi madre.
Sobreponiéndome á una gran repugnancia me resolví á abrirle la camisa y allí, desde luego, suspensa de un sucio cordoncillo embreado que me dí prisa á cortar con su propia navaja, estaba la llave que tanto buscábamos. Con esta primera victoria nos sentimos llenos de valor y de esperanza y nos apresuramos á subir á la habitación del difunto, en la que había dormido por tan largo tiempo y en la cual su cofre de á bordo había permanecido desde el día de su llegada.
Era aquella una maleta marina, común y corriente, como la de otro navegante cualquiera, solo que por fuera llevaba esta inicial B hecha con un hierro candente, y las esquinas aparecían un poco rotas y estropeadas como por un uso largo y nada cuidadoso.
– Dame esa llave, dijo mi madre; y aun cuando la chapa estaba muy dura y en poco uso, ella la había ya abierto y levantado la tapa de la maleta, en un abrir y cerrar de ojos.
Un fuerte olor á tabaco y á bréa salió inmediatamente del interior, pero nada pudimos ver en el compartimiento de arriba, con excepción de un traje de muy buena tela cuidadosamente cepillado y doblado que, según dijo mi madre, jamás debió haber sido usado. Bajo de él comenzaba la miscelánea: un cuadrante, una cajilla de hoja de lata, varios palillos de tabaco, dos pares de muy buenas y hermosas pistolas, un pedacillo de barra de plata, un antiguo reloj español y algunas otras baratijas de muy poco valor, en su mayor parte de estructura extranjera, un par de brújulas montadas en latón y cinco ó seis extrañas y curiosas conchas de los mares de las Indias Occidentales. Con frecuencia me he maravillado después pensando para qué había venido trayendo y guardando aquellos mariscos, en el discurso de su azarosa, culpable y agitada vida.
Entre tanto, nada que valiese la pena habíamos encontrado, excepto la barrilla y las baratijas de plata, que por cierto no era lo que nosotros buscábamos. Debajo había un viejo capote de á bordo, blanqueado con las sales marinas, que mi madre levantó con impaciencia y que descubrió á nuestra vista las últimas cosas del contenido de la maleta. Eran estas, un paquete ó liazo de papeles, envueltos cuidadosamente en tela impermeable, y una talega de cáñamo, que nos bastó menear para que su sonido nos dijese que contenía oro.
– Yo les probaré á esos pícaros, prorrumpió mi madre, que soy una mujer honrada. Tomaré de aquí lo que se nos debe y ni un solo penique más. Ten el saquillo de la Sra. Crossley; y diciendo esto comenzó á contar escrupulosamente el monto de lo adeudado, pasando las monedas de la talega del Capitán al saquillo que yo sostenía abierto con mis manos.
Fué aquella una operación larga y difícil porque las monedas eran de todos los países y de todos los cuños imaginables. Doblones y luises de oro, guineas y piezas de á ocho, y no sé cuantas otras más, todas mezcladas unas con otras y en montón. Las guineas, además, eran las menos abundantes, y ellas eran las únicas con que mi madre sabía contar.
Estaríamos como á la mitad de nuestra tarea, cuando súbitamente tuve que poner mi mano sobre su brazo, para imponerle silencio, porque acababa de oir enmedio de la atmósfera fría y callada, un rumor que hizo que el corazón me latiera de nuevo hasta querer salírseme por la boca: era el formidable tap-tap del bastón del ciego mendigo golpeando sobre la superficie helada del camino. Lo oí que se acercaba más y más, en tanto que nosotros procurábamos contener hasta la respiración. Por fin golpeó con firmeza en la puerta de la posada y luego oímos distintamente que hacía jugar la perilla de fuera de la cerradura, y el cerrojo crujía con los esfuerzos que aquel miserable hacía para entrar. Hubo, enseguida, un silencio largo y angustioso tanto afuera como adentro de la casa. Por fin el tap-tap del bastón comenzó de nuevo y, con alegría indescriptible de nuestra parte, acabó por irse extinguiendo á lo lejos lentamente hasta que, por último, cesó de oirse por completo.
– Madre, le dije yo, tómelo Vd. todo de una vez y vámonos. Parecíame que la puerta con el cerrojo echado debió de excitar las sospechas de aquel hombre y que probablemente nos echaría encima á todo su nido de gavilanes. Por lo demás, nadie que no se haya visto en presencia de aquel terrible ciego puede explicarse cuánto me felicité de haber tenido antes la ocurrencia instintiva de correr el cerrojo cuando entramos.
Empero mi madre, azorada como estaba, no quiso consentir en tomar ni un céntimo más de lo que se nos debía; pero también se obstinó en no contentarse con menos.
– Todavía no han dado las siete, dijo; falta mucho aún: yo sé lo que me corresponde y lo quiero á todo trance.
Todavía estaba discutiendo conmigo cuando un ligero silbido llegó hasta nosotros, lanzado, á buena distancia, sobre la loma. Aquello era bastante y más que bastante para nosotros dos.
– Me llevaré lo que he contado, dijo mi madre poniéndose violentamente en pie.
– Y yo tomo esto para redondear la cuenta, agregué apoderándome del lío de papeles, envueltos en tela impermeable.
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