Voltaire - Zadig, ó El Destino, Historia Oriental
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En quanto al caballo del rey de reyes, la verdad es que paseándome por las veredas de dicho bosque, noté las señales de las herraduras de un caballo, que estaban todas á igual distancia. Este caballo, dixe, tiene el galope perfecto. En una senda angosta que no tiene mas de dos varas y media de ancho, estaba á izquierda y á derecha barrido el polvo en algunos parages. El caballo, conjeturé yo, tiene una cola de vara y quarta, que con sus movimientos á derecha y á izquierda ha barrido este polvo. Debaxo de los árboles que formaban una enramada de dos varas de alto, estaban recien caidas las hojas de las ramas, y conocí que las habia dexado caer el caballo, que por tanto tenia dos yaras. Su freno ha de ser de oro de veinte y tres quilates, porque habiendo estregado la cabeza del bocado contra una piedra que he visto que era de toque, hice la prueba. Por fin, las marcas que han dexado las herraduras en piedras de otra especie me han probado que eran de plata de once dineros.
Quedáronse pasmados todos los jueces con el profundo y sagaz tino de Zadig, y llegó la noticia al rey y la reyna. En antesalas, salas, y gabinetes no se hablaba mas que de Zadig, y el rey mandó que se le restituyese la multa de quatrocientas onzas de oro á que habia sido sentenciado, puesto que no pocos magos eran de dictámen de quemarle como hechicero. Fuéron con mucho aparato á su casa el escribano de la causa, los alguaciles y los procuradores, á llevarle sus quatrocientas onzas, sin guardar por las costas mas que trecientas noventa y ocho; verdad es que los escribientes pidiéron una gratificacion.
Viendo Zadig que era cosa muy peligrosa el saber en demasía, hizo propósito firme de no decir en otra ocasion lo que hubiese visto, y la ocasion no tardó en presentarse. Un reo de estado se escapó, y pasó por debaxo de los balcones de Zadig. Tomáronle declaracion á este, no declaró nada; y habiéndole probado que se habia asomado al balcon, por tamaño delito fué condenado á pagar quinientas onzas do oro, y dió las gracias á los jueces por su mucha benignidad, que así era costumbre en Babilonia, ¡Gran Dios, decia Zadig entre sí, qué desgraciado es quien se pasea en un bosque por donde haya pasado el caballo del rey, ó la perrita de la reyna! ¡Qué de peligros corre quien á su balcon se asoma! ¡Qué cosa tan difícil es ser dichoso en esta vida!
CAPITULO IV
El envidioso.
Apeló Zadig á la amistad y á la filosofia para consolarse de los males que le habia hecho la fortuna. En un arrabal de Babilonia tenia una casa alhajada con mucho gusto, y allí reunia las artes y las recreaciones dignas de un hombre fino. Por la mañana estaba su biblioteca abierta para todos los sabios, y por la tarde su mesa á personas de buena educacion. Pero muy presto echó de ver que era muy peligroso tratar con sabios. Suscitóse una fuerte disputa acerca de una ley de Zoroastro, que prohibe comer grifo. ¿Como está prohibido el grifo, decian unos, si no hay tal animal? Fuerza es que le haya, decian otros, quando no quiere Zoroastro que le comamos. Zadig, por ponerlos conformes, les dixo: Pues no comamos grifo, si grifos hay; y si no los hay, ménos los comerémos, y así obedecerémos á Zoroastro.
Habia un sabio escritor que habia compuesto una obra en trece tomos en folio acerca de las propiedades de los grifos, gran teurgista, que á toda priesa se fué á presentar ante el archimago Drastanés, el mas necio, y á conseqüencia el mas fanático de los Caldeos de aquellos remotos tiempos. En honra y gloria del Sol, habria este mandado empalar á Zadig, y rezado luego el breviario de Zoroastro con mas devota compuncion. Su amigo Cador (que un amigo vale mas que un ciento de clérigos) fué á ver al viejo Drastanés, y le dixo así: Gloria al Sol y á los grifos; nadie toque al pelo á Zadig, que es un santo, y mantiene grifos en su corral, sin comérselos: su acusador sí, que es herege. ¿Pues no ha sustentado que no son ni solípedos ni inmundos los conejos? Bien, bien, dixo Drastanés, meneando la temblona cabeza: á Zadig se le ha de empalar, porque tiene ideas erróneas sobre los glifos; y al otro, porque ha hablado sin miramiento de los conejos. Apaciguólo Cador todo por medio de una moza de retrete de palacio, á quien habia hecho un chiquillo, la qual tenia mucho influxo con el colegio de los magos, y no empaláron á nadie; cosa que la murmuráron muchos doctores, y por ello pronosticáron la próxîma decadencia de Babilonia. Decia Zadig: ¿En qué se cifra la felicidad? Todo me persigue en la tierra, hasta los seres imaginarios; y maldiciendo de los sabios, resolvió ceñirse á vivir con la gente fina.
Reuníanse en su casa los sugetos de mas fino trato de Babilonia, y las mas amables damas; servíanse exquisitas cenas, precedidas las mas veces de academias, y que animaban conversaciones amables, en que nadie aspiraba á echarlo de agudo, que es medio certísimo de ser un majadero, y deslustrar la mas brillante tertulia. Los platos y los amigos no eran los que escogia la vanagloria, que en todo preferia á la apariencia la realidad, y así se grangeaba una estimacion sólida, por eso mismo que ménos á ella aspiraba.
Vivia en frente de su casa un tal Arimazo, sugeto que llevaba la perversidad de su ánimo en la fisonomía grabada: corroíale la envidia, y reventaba de vanidad, dexando aparte que era un presumido de saber fastidioso. Como las personas finas se burlaban de él, él se vengaba hablando mal de ellas. Con dificultad reunia en su casa aduladores, puesto que era rico. Importunábale el ruido de los coches que entraban de noche en casa de Zadig, pero mas le enfadaba el de las alabanzas que de él oía. Iba algunas veces á su casa, y se sentaba á la mesa sin que le convidaran, corrompiendo el júbilo de la compañía entera, como dicen que inficionan las arpías los manjares que tocan. Sucedióle un dia que quiso dar un banquete á una dama, que, en vez de admitirle, se fué á cenar con Zadig; y otra vez, estando ámbos hablando en palacio, se llegó un ministro que convidó á Zadig á cenar, y no le dixo nada á Arimazo. En tan flacos cimientos estriban á veces las mas crueles enemigas. Este hombre, que apellidaba Babilonia el envidioso, quiso dar al traste con Zadig, porque le llamaban el dichoso. Cien veces al dia, dice Zoroastro, se halla ocasion para hacer daño, y para hacer bien apénas una vez al año.
Fuése el envidioso á casa de Zadig, el qual se estaba paseando por sus jardines con dos amigos, y una señora á quien decia algunas flores, sin otro ánimo que decirlas. Tratábase de una guerra que acababa de concluir con felicidad el rey contra el príncipe de Hircania, feudatario suyo. Zadig que en esta corta guerra habia dado repetidas pruebas de valor, hacia muchos elogios del rey, y mas todavía de la dama. Cogió su libro de memoria, y escribió en él quatro versos de repente, que dió á leer á su hermosa huéspeda; pero aunque sus amigos le suplicáron que se los leyese, por modestia, ó acaso por un amor propio muy discreto, no quiso hacerlo: que bien sabia que los versos de repente hechos solo son buenos para aquella para quien se hacen. Rasgó pues en dos la hoja del librillo de memoria en que los habia escrito, y tiró los dos pedazos á una enramada de rosales, donde fué en balde buscarlos. Empezó en breve á lloviznar, y se volviéron todos á los salones; pero el envidioso que se habia quedado en el jardin, tanto registró que dió con una mitad de la hoja, la qual de tal manera estaba rasgada, que la mitad de cada verso que llenaba un renglon formaba sentido, y aun un verso corto; y lo mas extraño es que, por un acaso todavía mas extraordinario, el sentido que formaban los tales versos cortos era una atroz infectiva contra el rey. Leíase en ellos:
Un monstruo detestable
Hoy rige la Caldea;
Su trono incontrastable
El poder mismo afea,
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