Sam volteó a verla. Había un aire de desafío en su mirada, seguía molesto. Era obvio.
—¿Qué quieres? —le preguntó con brusquedad.
—¿Por qué no estás en la escuela? —fue lo primero que ella se escuchó decir. No estaba segura de por qué lo había preguntado, en particular, habiendo tantas otras cosas que deseaba saber. Pero el instinto maternal surgió y eso fue lo único que se le ocurrió decir.
Más risitas. El enojo de Caitlin aumentó.
—¿Y a ti qué te importa? —contestó Sam— ¿Me dijiste que me fuera?
—Lo siento —dijo ella—, no quise hacerlo.
Le dio gusto tener la oportunidad de decirlo.
Pero eso no pareció convencerlo. Siguió mirándola.
—Sam, necesito hablar contigo en privado —agregó Caitlin.
Quería sacarlo de aquel ambiente y llevarlo a tomar aire fresco para estar solos, a algún lugar en donde pudieran hablar de verdad. No sólo quería saber sobre su padre, también quería hablar con él como solían hacerlo. Quería darle la noticia sobre la muerte de su madre. Con delicadeza.
Pero se dio cuenta de que las cosas no podrían ser así. Todo se desplomaba en una espiral interminable. La energía que había en aquel oscuro establo era demasiado maligna y violenta. Ella estaba a punto de perder el control porque, a pesar de la mano de Caleb, no sería capaz de contener lo que se estaba apoderando de su ser.
—Ya estoy instalado aquí —dijo Sam.
Una vez más, Caitlin escuchó las risas de los muchachos.
—¿Por qué no te relajas? —le preguntó uno de ellos— Estás demasiado tensa; ven, siéntate y date un toque.
El chico le ofreció la pipa de agua.
Ella volteó y lo fulminó con la mirada.
—¿Por qué no te metes esa pipa por el trasero? —dijo, rechinando los dientes.
Los demás interrumpieron la conversación con comentarios molestos.
—¡Auch, ZAPE! —gritó uno de ellos.
El muchacho que le había ofrecido la pipa era un tipo grande y musculoso a quien, Caitlin sabía, habían echado del equipo de futbol americano. Se puso de pie. Estaba rojo del coraje.
—¿Qué me dijiste, perra? —dijo.
Ella miró hacia arriba. Era mucho más alto de lo que recordaba; medía casi dos metros. Caleb estrujó su hombro, pero ella no sabía si era porque la instaba a conservar la calma o porque él también estaba alerta.
El ambiente del lugar se tensó muchísimo.
El Rottweiler se acercó más; ahora estaba a sólo unos treinta centímetros de distancia y gruñía como loco.
—Relájate, Jimbo —le dijo Sam al jugador de americano.
Ahí estaba Sam, el protector. A pesar de todo, la protegía a ella.
—Caitlin es como un dolor de muelas pero estoy seguro de que no quiso decir eso. Además, no deja de ser mi hermana. Sólo cálmate.
—¡Claro que quise decir eso! —gritó Caitlin, más enojada que nunca— ¿Ustedes creen que son muy cool porque drogaron a mi hermano? Son sólo un montón de perdedores que no se dirige a ningún lado. Si quieren echar a perder sus vidas, adelante, ¡pero no involucren a Sam!
Como si fuera posible, Jim se enojó aún más y dio unos cuantos pasos amenazantes hacia ella.
—Vaya, vean quién es. La señorita maestra, señorita mamá que vino a decirnos qué hacer.
Se escuchó un coro de risas.
—¡Por qué tú y tu noviecito de juguete no vienen aquí a darme mi merecido?
Jimbo dio un paso más y empujó a Caitlin con su enorme mano que más bien parecía pata de felino.
Mala idea.
La ira estalló dentro de la chica y le fue imposible controlarla. En cuanto Jimbo la tocó, ella se movió a toda velocidad, lo sujetó de la muñeca y se la torció hacia atrás. Sólo se escuchó un escandaloso crujido, como si se la hubiera fracturado.
Luego, Caitlin lo giro, le puso la muñeca en lo alto de la espalda, y lo empujó de cara hasta el suelo.
En menos de un segundo, estaba tirado bocabajo sobre la tierra, y sin poder incorporarse. Ella dio un paso, le puso el pie en el cuello y lo mantuvo pegado al suelo con firmeza.
El chico gritó de dolor.
—¡Dios mío, mi muñeca, mi muñeca! ¡Maldita perra! ¡Me rompió la muñeca!
Sam se puso de pie como todos los demás y miró impactado a Jimbo. No lo podía creer. No tenía idea de cómo, su hermanita, había podido someter de esa forma a un tipo tan grande.
—Ofréceme una disculpa —le gruñó Caitlin a Jimbo. A ella misma le asustaba el gutural y animalesco sonido de su voz.
—¡Lo siento, lo siento! ¡Lo siento! —gritó Jimbo lloriqueando.
Caitlin sólo quería dejarlo ir y terminar con ese asunto, pero había algo en ella que no se lo permitía. La ira la había invadido de forma muy inesperada y con demasiada fuerza. No podía terminar con todo así nada más. En su interior, el enojo seguía fluyendo, creciendo. Quería matar a aquel chico. Era ridículo pero en verdad quería hacerlo.
—¿Caitlin! —gritó Sam; y ella percibió el miedo en su voz —¡Por favor!
Pero Caitlin no podía ceder; en verdad iba a asesinar al muchacho.
En ese momento escuchó un gruñido, y por el rabillo del ojo, alcanzó a ver al perro. De pronto dio un enorme salto con la boca abierta y los colmillos preparados para morderle el cuello.
Ella reaccionó de inmediato. Soltó a Jimbo, y con un solo movimiento, atrapó al perro en el aire. Lo cargó, lo sujetó del vientre y lo aventó.
El animal salió volando a tres, a seis metros de distancia. Lo arrojó con tal fuerza que surcó el lugar y atravesó la pared del establo. Al golpear con ella, la madera crujió, y volaron astillas por todas partes; el perro aulló y salió despedido hasta el otro lado.
Todo mundo miró a Caitlin en silencio. Nadie era capaz de asimilar lo que acababan de presenciar. Había sido, obviamente, un acto de fuerza y velocidad sobrehumanas, y no existía explicación viable para justificarlo. Se quedaron boquiabiertos.
A Caitlin le abrumaron sus sentimientos. Emoción, ira, tristeza. Ya no sabía lo que sentía y, además, no podía confiar en ella misma. Le era imposible hablar. Tenía que salir de ahí. Sabía que Sam no la acompañaría porque era una persona muy diferente ahora.
Y ella, también.
TRES
Caitlin y Caleb caminaron sin prisa a lo largo de la ribera. Ese lado del río Hudson estaba descuidado; contaminado por las fábricas abandonadas y los depósitos de combustible para los que ya no había uso. Era una zona desolada pero tranquila. Caitlin se asomó al río y vio enormes trozos de hielo que se resquebrajaban ese día de marzo y fluían con la corriente. Su delicado y sutil crujido, llenaba el aire. La imagen de los trozos era sobrenatural y reflejaba la luz de una manera muy peculiar, como el paciente rocío lo hace sobre la rosa. De pronto anheló caminar hasta uno de aquellos bloques de hielo, sentarse en él y permitir que la llevara a donde éste quisiera.
Caitlin y Caleb continuaron en silencio; cada uno en su propio mundo. Ella estaba avergonzada por haber hecho gala de tanta furia; le apenaba haber perder los estribos y mostrarse así de violenta.
También le apenaba que su hermano hubiera actuado de aquella forma, que estuviera con ese montón de perdedores. Nunca lo había visto actuar así. Habría querido ahorrarle a Caleb la pena de presenciar aquello. No fue el mejor momento para presentarle a la familia; seguramente la opinión que ahora tenía acerca de ella, era muy mala, y eso era lo que más le afectaba.
Aún peor: tenía miedo de pensar a dónde irían después de lo sucedido. Sam había sido su mayor esperanza en lo que se refería a encontrar a su padre. Y ahora, se había quedado sin ideas; si lo hubiera buscado ella misma, ya habría dado con él desde años atrás. No sabía qué decirle a Caleb. ¿Se iría de su lado? Por supuesto. Ella no le era de utilidad y, además, tenía que encontrar una espada. ¿Qué razón habría para que se quedara?
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