Él la examinó y, por primera vez, vio un poco de seguridad en su expresión.
“No esperaba encontrar esto dentro de ti”, continuó, con voz humilde. “Hay unos pocos seleccionados, como tú, que tienen el poder de cambiar el destino -no en la Cresta. La muerte viene hacia aquí. Lo que ellos necesitan no es un salvamento, sino un éxodo. Necesitan un nuevo líder, que los guíe a través del Gran Desierto. Creo que ya sabes que tú eres este líder”.
Gwen sintió un escalofrío ante sus palabras. No se imaginaba a ella misma con la fuerza de volver a pasar todo aquello de nuevo.
“¿Cómo voy a dirigirlos?”, preguntó, agotada por el pensamiento. “¿Y dónde nos queda por ir? Estamos en medio de la nada”.
Él se giró, se quedó en silencio y, mientras empezaba a caminar, Gwen sintió un repentino deseo ardiente de saber más.
“Cuéntame”, dijo, saliendo disparada hacia él y agarrándolo por el brazo.
Él se dio la vuelta y miró su mano, como si una serpiente le estuviera tocando, hasta que al final ella la retiró. Varios de sus monjes salieron corriendo de las sombras y se detuvieron allí cerca, mirándola furiosos, hasta que finalmente Eldof les hizo una señal con la cabeza y se retiraron.
“Dime”, le dijo él a ella, “te responderé una vez. Solo una vez. ¿Qué es lo que deseas saber?”
Gwen respiró profundamente, desesperada.
“Guwayne”, dijo, sin aliento. “Mi hijo. ¿Cómo puedo recuperarlo? ¿Cómo cambio el destino?”
Él la miró durante un buen rato.
“La respuesta ha estado delante de ti todo este tiempo y, sin embargo, no la ves”.
Gwen se estrujaba el cerebro, desesperada por saber y, sin embargo, no comprendía de qué se trataba.
“Argon”, añadió él. “Hay un secreto que teme contarte. Ahí es donde yace tu respuesta”.
Gwen estaba estupefacta.
“¿Argon?” preguntó. “¿Argon lo sabe?”
Eldof negó con la cabeza.
“Él no. Pero sí su maestro”.
La mente de Gwen daba vueltas.
“¿Su maestro?” preguntó ella.
Gwen nunca había pensado que Argon tuviera un maestro.
Eldof asintió.
Pídele que te lleve hasta él”, dijo, con rotundidad en su voz. “Las respuestas que recibas te asustarán incluso a ti”.
Mardig andaba de forma pomposa y con decisión por los pasillos del castillo, su corazón latía con fuerza mientras contemplaba en su imaginación lo que estaba a punto de hacer. Bajó el brazo y con una mano sudorosa agarró el puñal que estaba bien escondido en su cintura. Hacía la ruta que había hecho un millón de veces antes, de camino a ver a su padre.
Ahora la habitación del Rey no estaba lejos y Mardig serpenteaba los conocidos pasillos, pasando por todos los guardias que saludaban con una reverencia al ver al hijo del Rey. Mardig sabía que tenía poco que temer de ellos. Nadie tenía ni idea de lo que iba a hacer y nadie sabría lo que había sucedido hasta que mucho después de que el acto estuviera hecho y el reino fuera suyo.
Mardig sintió un remolino de emociones opuestas mientras se obligaba a sí mismo a poner un pie delante del otro, con las rodillas temblorosas, se obligaba a mantenerse resuelto mientras se preparaba para el hecho que había contemplado toda su vida. Su padre siempre había sido un tirano para él, siempre lo había visto con malos ojos, mientras aprobaba a sus otros hijos guerreros. Incluso aprobaba a su hija más que a él. Todo porque él, Mardig, había escogido no participar en esta cultura de la caballería; todo porque él prefería beber vino y perseguir mujeres -en lugar de matar hombres.
A ojos de su padre, esto lo convertía en un fracaso. Su padre nunca había visto con buenos ojos todo lo que Mardig hacía, sus ojos de desaprobación lo seguían por todos los rincones y Mardig siempre había soñado con echar cuentas un día. Y, al mismo tiempo, Mardig podía hacerse con el poder. Todo el mundo esperaba que el reino cayera sobre uno de sus hermanos, el mayor, Koldo, o, si no era él, entonces sobre el gemelo de Mardig, Ludvig. Pero Mardig tenía otros planes.
Cuando Mardig giró la esquina, los soldados que la vigilaban la puerta le saludaron con una reverencia y dieron la vuelta para abrírsela sin ni siquiera preguntar por qué.
Pero, de repente, uno de ellos se detuvo inesperadamente y se giró para mirarlo.
“Mi señor”, dijo, “el Rey no nos avisó sobre ninguna visita esta mañana”.
El corazón de Mardig empezó a latir con fuerza, pero él se obligó a parecer valiente y seguro; se giró y miró fijamente al soldado, con una mirada de privilegio, hasta que finalmente vio que el soldado parecía inseguro.
“¿Y yo soy una simple visita?” contestó Mardig con frialdad, haciendo todo lo que podía para que pareciera que no tenía miedo.
El guardia se retiró rápidamente y Mardig entró por la puerta abierta y los guardias la cerraron tras él.
Mardig entró con aire pomposo a la habitación y, al hacerlo, vio la mirada de sorpresa de su padre, que estaba al lado de la ventana, mirando hacia fuera y pensando en su reino. Lo miró confundido.
“Mardig”, dijo su padre, “¿a qué debo el privilegio? No te convoqué. Ni te has molestado en visitarme durante las últimas lunas -a no ser que quisieras algo”.
El corazón de Mardig golpeaba fuerte en su pecho.
“No he venido a pedirte nada, Padre”, respondió. “He venido a llevármelo”.
Su padre parecía confundido.
“¿A llevártelo?” preguntó.
“A llevarme lo que es mío”, respondió Mardig.
Mardig hizo unos cuantos pasos largos por la habitación, armándose de valor, mientras su padre lo miraba perplejo.
“¿Y qué es lo que es tuyo?” preguntó.
Mardig sentía que le sudaban las manos, el puñal en su mano y no sabía si sería capaz de hacer aquello.
“¿Por qué?, el Reino”, dijo.
Mardig sacó lentamente el puñal que tenía en su mano, deseando que su padre lo viera antes de apuñalarlo, deseando que su padre viera de primera mano lo mucho que lo odiaba. Quería ver la expresión de miedo, de conmoción y de rabia de su padre.
Pero cuando su padre miró hacia abajo, no fue el momento que Mardig había esperado. Él había esperado que su padre se resistiera, que contraatacara; pero, en cambio, lo miró con tristeza y compasión.
“Mi chico”, dijo. “Todavía eres mi hijo, a pesar de todo, y te quiero. Yo sé que en el fondo de tu corazón, tú no quieres hacer esto”.
Mardig entrecerró los ojos, confundido.
“Estoy enfermo, hijo mío”, continuó el Rey. “Muy pronto, estaré muerto. Cuando lo esté, mi Reino pasará a tus hermanos, no a ti. Aunque me mataras ahora, no ganarías nada con ello. Todavía serías el tercero en la línea. Así que baja tu arma y abrázame. Todavía te quiero, como haría cualquier padre”.
Mardig, en un repentino ataque de rabia, con las manos temblorosas, saltó hacia delante y clavó el puñal en lo profundo del corazón de su padre.
Su padre estaba allí, con los ojos sobresalidos por la incredulidad, mientras Mardig lo cogía con fuerza y lo miraba a los ojos.
“Tu enfermedad te ha hecho débil, Padre”, dijo. “Hace cinco años no podría haber hecho esto. Y un reino no merece un rey débil. Sé que morirás pronto, pero esto no es lo suficientemente pronto para mí”.
Su padre se desplomó finalmente en el suelo, inmóvil.
Muerto.
Mardig bajó la mirada, respirando con dificultad, todavía conmocionado por lo que acababa de hacer. Se secó la mano en su túnica, tiró el cuchillo y fue a parar al suelo con un sonido metálico.
Mardig miró a su padre con la cara enfurruñada.
“No te preocupes por mis hermanos, Padre”, añadió. “También tengo un plan para ellos”.
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