Cuando la Hermana O’Venn la golpeó por primera vez, Sofía casi atravesó el tarugo del mordisco. El poder agudo le explotó a lo largo de la espalda y sentía cómo se desgarraba por los golpes.
«Por favor, Catalina» —envió—, «¡por favor!».
De nueva, estaba la sensación de que sus palabras flotaban sin conexión, sin respuesta. ¿Las había oído su hermana? Era imposible saberlo, si no había respuesta. Sofía solo podía quedarse allí, esperar y llamarla.
Al principio, Sofía intentó no gritar, aunque solo fuera para negarle a la Hermana O’Venn lo que quería, pero lo cierto era que no esto no podía mantenerse a raya cuando un dolor como el fuego le quemaba toda la espalda. Sofía gritaba a cada golpe, hasta que parecía que no quedaba nada en su interior.
Cuando por fin le quitaron el tarugo de la boca, Sofía notó el gusto de sangre en ella.
—¿Te arrepientes ahora, niña malvada? —exigió la hermana enmascarada.
Sofía la hubiera matado allí mismo de haber tenido la oportunidad tan solo por un momento, hubiera corrido mil veces si pensara que había una oportunidad para escapar. Aun así, obligó a su cuerpo sollozante a asentir, con la esperanza de aparentar suficiente arrepentimiento.
—Por favor —suplicó—. Lo siento. No debería haber escapado.
Entonces la Hermana O’Venn se inclinó lo suficientemente cerca para reírse de ella. Sofía podía ver la rabia y el deseo de más.
—¿Piensas que no puedo ver cuando un aniña está mintiendo? —preguntó—. Debería haber sabido desde el momento en que viniste aquí que eras algo malvado, teniendo en cuenta de dónde venías. Pero haré que te arrepientas de la forma adecuada. ¡Te sacaré la maldad a golpes si hace falta!
Entonces se dirigió a los demás que estaban allí y Sofía odió el hecho de que aún estuvieran allí observando, quietos como estatuas, inmovilizados por el miedo. ¿Por qué no la estaban ayudando? ¿Por qué no estaban, por lo menos, retrocediendo horrorizados, escapando de la Casa de los Abandonados para ir lo más lejos posible de las cosas que esta hacía mientras podían? Simplemente se quedaron allí cuando la Hermana O’Venn se dirigió sigilosamente hasta ponerse delante de ellos, con el látigo ensangrentado colgando de su mano.
—¡Llegasteis a nosotras como nada, como la prueba del pecado de otro, o como las cloacas del mundo! —gritó la monja enmascarada—. Salís de aquí transformados en chicos y chicas preparados para servir al mundo como se os pida. Esta buscó escapar antes de ser contratada. Aquí tuvo años de seguridad y adiestramiento, ¡e intentó escapar de lo que esto cuesta!
Porque lo que costaba eran las vidas del resto de los huérfanos, que se echaban a perder cuando cualquiera que pudiera pagar su crianza las contrataba. En teoría, podían pagar el precio, pero ¿cómo lo hacían muchos? y ¿qué sufrían durante los años que les llevaba?
—¡A esta la tenían que haber contratado hace unos días! —dijo la monja enmascarada, señalando—. Bueno, lo harán mañana. Será vendida como la despreciable ingrata que es, y ahora las cosas no serán fáciles para ella. No habrá hombres amables que busquen comprar una esposa, o nobles que busquen una sirvienta.
Eso era lo que pasaba por una buena vida, una vida fácil, en este lugar. Sofía odiaba este hecho casi tanto como odiaba a la gente de allí. También odiaba pensar qué podría pasarle ahora. Había estado a punto de convertirse en la esposa de un príncipe, y ahora…
—Los únicos que querrán una cosa endiablada como esta —dijo la Hermana O’Venn— son hombres crueles con propósitos más crueles. Esta chica se lo buscó y ahora irá donde debe.
—¡Donde usted escoja mandarme! —replicó Sofía, pues de los pensamientos de la monja enmascarada podía ver que había ido a buscar a las peores personas que se le ocurrieron. Poder ver eso era una especie de tormento. Miró a su alrededor a cada una de las monjas enmascaradas que había allí, intentando ver a través de los velos hasta llegar a las mujeres que había debajo.
—Voy a ir a parar a gente como esa porque ustedes eligieron mandarme. Ustedes eligieron vendernos para servir. ¡Nos venden como si no fuéramos nada!
—No sois nada —dijo la Hermana O’Venn, metiendo de nuevo el tarugo en la boca de Sofía.
Sofía le lanzó una mirada fulminante, para intentar encontrar alguna mota de humanidad en algún lugar con el contacto. No pudo encontrar nada, tan solo crueldad disfrazada de firmeza necesaria y maldad fingiendo ser deber, sin tan solo una real convicción detrás. A la Hermana O’Venn simplemente le gustaba hacer daño a los débiles.
Entonces hizo daño a Sofía y ella no pudo hacer nada, excepto gritar.
Se lanzó contra las cuerdas, intentando romperlas para liberarse o, por lo menos, encontrar una pizca de espacio en el que escapar del azote que le arrancaba la penitencia. Pero no podía hacer nada, excepto gritar, suplicando en silencio en la madera que mordía mientras su poder mandaba gritos a la ciudad, con la esperanza de que su hermana los oiría en algún lugar de Ashton.
No hubo respuesta con excepción del silbido constante del cuero trenzado en el aire y el azote del mismo contra su espalda ensangrentada. La monja enmascarada la golpeó con una fuerza aparentemente interminable, más allá del punto en el que las piernas de Sofía podían sujetarla y más allá incluso del punto en el que le quedaban fuerzas para gritar.
En algún punto tras esto, debió haber perdido el conocimiento, pero eso no cambió nada. En aquel punto, incluso las pesadillas de Sofía eran violentas, devolviéndole los viejos sueños de una casa en llamas y hombres a los que tenía que dejar atrás. Cuando volvió en sí, habían terminado, los demás hacía tiempo que se habían marchado.
Todavía atada sin poder moverse, Sofía lloraba mientras la lluvia se llevaba la sangre de su castigo. Hubiera sido fácil creer que no podía empeorar, salvo que sí que podía.
Podía empeorar mucho.
Y, mañana, lo haría.
Catalina estaba por encima de Ashton y observaba cómo ardía. Había pensado que estaría feliz de verla desaparecer, pero no era solo la Casa de los Abandonados o los espacios donde los trabajadores del muelle guardaban sus barcazas.
Era todo.
La madera y la paja de los tejados prendieron en llamas y Catalina podía sentir el pánico de la gente que había dentro del amplio círculo de casa. Los cañonazos rugían por encima de los gritos de los moribundos, y Catalina veía hileras de edificios caer con la misma facilidad que si estuvieran hechos de papel. Sonaban los trabucos, mientras las flechas llenaban el aire tan densamente que costaba ver el cielo a través de ellas. Caían, y Catalina caminaba a través de aquella lluvia con la extraña y distante calma que solo puede venir de estar en un sueño.
No, no en un sueño. Esto era algo más.
Cualesquiera que fueran los poderes de la fuente de Siobhan, ahora atravesaban a Catalina y ella veía la muerte por todas partes a su alrededor. Los caballos corrían por las calles, los jinetes atacaban hacia abajo con sables y espadas. Los gritos provenían de todas partes a su alrededor hasta que parecían llenar la ciudad con la misma certeza que lo hacía el fuego. Incluso el río parecía estar en llamas ahora, aunque cuando Catalina miró, vio que eran las barcazas las que llenaban su amplia extensión, el fuego saltaba de una a otra mientras los hombres luchaban por escapar. Catalina había estado en una barcaza y podía imaginar lo aterradoras que debían ser esas llamas.
Había siluetas que corrían por las calles, y era fácil distinguir a los aterrados habitantes de la ciudad de las siluetas vestidas con uniformes color ocre que los perseguían con espadas, dándoles hachazos mientras escapaban. Catalina nunca había visto saquear una ciudad, pero esto era algo horrible. Era violencia por violencia, sin señal de detenerse.
Читать дальше