Cuando las llevaba a fiestas o a pasar el rato en el estacionamiento de Carl’s Jr. con los otros vagos de la escuela, no lo consideraba como una cita. Y seguramente, ellas actuaban como si fueran lo suficientemente modernas para no importarles tener una relación estable o ser la novia de alguien, pero aun así intentaban que él fuera a conocer a sus padres o hacían como si fuera la gran cosa el hecho de ser amables conmigo, como si de alguna manera con eso pudieran impresionarlo. Contenían el aliento, nerviosas, esperando tener un momento significativo con él, pero entonces, apenas una semana más tarde, él ya había ido a Carl’s Jr. con otra persona.
Era como si las odiara, excepto que aun así las llevaba a Sunset Cliffs para besarse con ellas. Me enfurecía la manera en que los chicos se mostraban amables con las chicas, como si en verdad les importaran, cuando sólo querían desabotonarles la blusa.
Sin embargo, Billy nunca me trató a mí de esa manera. Al principio pensé que era porque yo era muy joven o porque era su hermana, incluso si no lo era en realidad. Pero después de un tiempo comencé a comprender que la razón por la que me trataba de manera diferente era porque yo no les gustaba a los chicos. No los perseguía ni me maquillaba, ni siquiera me acordaba de cepillarme el pelo. Y durante la mayor parte de mi vida la razón había sido simple: no había querido hacerlo. Pero ahora las reglas habían cambiado, y sentía más como si yo fuera incapaz de hacerlo.
Billy hablaba conmigo, pero de una manera astuta y confidencial, como si hubiera algo importante que él quisiera que yo entendiera. Era como si me odiara, pero hacía todo lo posible para que yo fuera como él. Cualquier indicio de debilidad y él nunca me dejaría olvidarlo.
En el camino a casa me acurruqué en el asiento del copiloto mientras lo escuchaba hablar del estercolero que era Hawkins: su nula vida nocturna, sus absurdos límites de velocidad, su mediocre equipo de baloncesto, sus aburridas chicas.
Estaba observando por la ventana, miraba cómo pasaba la zona rural a toda marcha… los bosques, los sembradíos. Había tantos árboles. Sabía que quería que yo estuviera de acuerdo con él y le afirmara cuánto apestaba este lugar, pero no entendía hacia dónde iba con todo esto, y se lo dije: ya que nos encontrábamos atrapados aquí, lo mejor sería que lidiáramos con ello.
Se volvió hacia mí.
—¿Y de quién es la culpa?
Por un segundo, estuve segura de que hacia allí iba todo: hablaríamos de lo que había sucedido en San Diego. Yo no quería hablar de eso. Tal vez si me quedaba callada, no tendríamos que lidiar con este asunto.
Pero Billy se había vuelto brutal y distante, a la espera de que yo asumiera la culpa.
—Di-lo.
No contesté y él se giró en su asiento y me gritó. Su voz era un crudo y feo rugido.
—¡Dilo!
Aceleró y embestimos la carretera de dos carriles; las hojas de los naranjos se dispersaron a la deriva a nuestro paso. Miré al frente y guardé silencio.
Ante nosotros el camino serpenteaba perezosamente a través del paisaje boscoso. Llegamos a la cima de una pequeña colina donde se alcanzaba a vislumbrar una hilera irregular de bicicletas y tres niños vestidos con un mono marrón y con mochilas de protones de gran tamaño en la espalda. Los cazafantasmas. Estaban pedaleando por la carretera, ocupando todo el carril de la derecha.
—Billy, desacelera —pedí.
—¿Son tus nuevos amigos paletos?
—¡No!, no los conozco.
—Entonces no te importará si los atropello —Billy aplastó el pie en el acelerador con más fuerza—. ¿Me darán puntos extra si los atropello al mismo tiempo?
La aguja del velocímetro estaba subiendo. Delante de nosotros, los cazafantasmas seguían pedaleando en medio de la carretera. No podían vernos.
—No, Billy, para. No es gracioso.
Se giró en el asiento del conductor y me miró, ya no observaba el camino, la carretera. La radio sonaba a todo volumen y él balanceaba la cabeza, al ritmo de la música.
Los chicos eran una interrupción en el camino y sus figuras cada vez se hacían más grandes. Nos acercábamos a ellos a una velocidad imposible, y por fin miraron atrás. Pude ver su confusión, y sentí que lo mismo se reflejaba en mi rostro, porque no podía significar lo que parecía. Billy no los iba a atropellar, eso sería una locura. Era el tipo de cosas con las que la gente bromeaba, pero que en realidad no hacía.
Me dije eso, pero no podía creérmelo. En un mundo normal y ordenado esto no podría suceder. Pero la verdad estaba aquí, justo delante de mí: ya no sabía a ciencia cierta qué haría Billy.
Las bicicletas se vislumbraban frente a nosotros y parecían por completo destructibles.
Sabía que si no hacía algo en ese momento, todo lo que viniera después tendría consecuencias. El miedo se había instalado ahora en mi garganta y era una mano que me arañaba y apretaba. Me acerqué hasta el salpicadero y giré el volante. El Camaro se desvió bruscamente hacia el carril de la dirección contraria.
Se sintió una sacudida salvaje, como si todo se estuviera deslizando. Los neumáticos rechinaron. Ahí estábamos, con los chicos alrededor del coche, y un instante después ya íbamos como un bólido camino a casa.
Miré hacia atrás por encima del hombro, a tiempo para ver a los chicos tumbados en la cuneta y sus bicicletas tiradas sobre las hojas de los naranjos.
El peligro había quedado detrás de nosotros, pero sentía los ojos ardiendo y demasiado grandes para permanecer en mi cabeza. Era difícil parpadear, y miré fijamente a través del sucio parabrisas. La carretera.
Tan pronto como mi mano tocó el volante, supe que estaba haciendo algo peligroso. Había cruzado alguna línea divisoria invisible hacia un lugar donde las cosas malas tenían lugar, y ahora tendría que pagar por ello. Billy me gritaría, me echaría a patadas del coche y me haría caminar de regreso a casa. Tal vez incluso me haría daño.
Sin embargo, ni siquiera pareció importarle. Sólo echó la cabeza hacia atrás y empezó a reír a carcajadas, una gran carcajada ruidosa, larga y divertida, como si todo hubiera sido un desquiciado juego.
—¡Sí! ¡Les fue de un pelo!
Estaba sonriendo, golpeteando el volante y asintiendo con la cabeza. Mantuve mi mano en la manija de la puerta durante todo el camino de regreso a casa.
Estaba pensando en algo que papá me había dicho. El truco para sentirte como en casa en el mundo, decía, era saber cómo hacer cosas. Si contabas con las herramientas adecuadas, podías arreglar tu propia tubería, encontrar un trabajo, resolver un problema. Por eso le importaba tanto el conocimiento y la información. Por eso me esforzaba por aprender las cosas que él me enseñaba.
Cuando puedes desmontar una bisagra o abrir un candado, siempre encontrarás la forma de salir.
CAPÍTULO CINCO
En cuanto llegamos, bajé del coche y entré a la casa.
Mi corazón latía como un pistón en mi pecho, necesitaba una distracción. Me fui directo a mi habitación y comencé a hurgar entre mis cajas, en busca del resto de mi disfraz. Lo encontré en el fondo de la caja de la mudanza, arrugado bajo una pila de revistas de surf.
Algunas de las chicas en mi clase de Historia habían estado hablando sobre salir a pedir dulces y cuál sería el mejor recorrido para hacerlo. Me había aliviado un poco descubrir que, incluso si de pronto era demasiado extraño ir a la escuela disfrazados, los chicos de Hawkins aún salían a divertirse la noche de Halloween.
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