»Si él había trabajado de cochero, no había razón de suponer que hubiese dejado ya de serlo. Todo lo contrario: desde el punto de vista suyo, cualquier cambio repentino podría atraer la atención hacia su persona. Lo probable era que, por algún tiempo al menos, siguiese desempeñando sus tareas. Tampoco había razón para suponer que actuase con un nombre falso. ¿Para qué iba a cambiar el suyo en un país en el que este no era conocido por nadie? Por eso organicé mi cuerpo de detectives vagabundos, y los hice presentarse de una manera sistemática a todos los propietarios de coches de alquiler de Londres, hasta que averiguaron dónde estaba el hombre tras del que andaba yo. Aún está fresco en la memoria de usted el recuerdo del éxito que obtuvieron y de lo rápidamente que yo me aproveché del mismo. El asesinato de Stangerson fue un episodio inesperado por completo, pero que en cualquier caso habría resultado difícil de evitar. Gracias al mismo, como usted ya sabe, entré en posesión de las píldoras, cuya existencia había conjeturado. Como usted ve, el todo constituye una cadena de ilaciones lógicas sin una ruptura ni una grieta.
—¡Sorprendente! —exclamé—. Es preciso que sus méritos sean públicamente reconocidos. Debería usted publicar un relato del caso. Si usted no lo hace, lo haré yo por usted.
—Usted, doctor, puede hacer lo que le venga en gana —me contestó—. ¡Fíjese! Eche un vistazo a esto —agregó, dándome un periódico.
Era el acontecimiento del día, y el párrafo que Holmes me señalaba se refería al caso. “El público —decía— ha perdido un plato sensacional con la repentina muerte del individuo llamado Hope, sospechoso de haber asesinado al señor Enoch Drebber y al señor Joseph Stangerson. Quizá ya nunca se hagan públicos los detalles del caso, aunque nosotros nos hemos enterado por fuente muy autorizada de que el crimen fue consecuencia de una vieja y romántica enemistad, en la que intervinieron el amor y el mormonismo. Según parece, ambas víctimas en su juventud pertenecieron a los Santos del Último Día, y también Hope procede de Salt Lake City. Aunque este caso no hubiera producido ningún otro efecto, servirá, por lo menos, para poner de manifiesto del modo más elocuente la eficacia de nuestra policía detectivesca, enseñando a todos los extranjeros que deben obrar prudentemente saldando sus cuestiones personales en su propio país, sin traerlas al territorio británico. Es un secreto a voces que el mérito de esta inteligente captura se debe por completo a los dos funcionarios de Scotland Yard, los señores Lestrade y Gregson. El criminal fue arrestado, según parece, en las habitaciones de un tal señor Sherlock Holmes, persona que ha demostrado poseer algún talento en la especialidad detectivesca a título de aficionado y que, con maestros como aquellos, podrá quizá llegar con el paso del tiempo, a adquirir hasta cierto punto su misma habilidad. Se espera que, como reconocimiento para sus servicios, se organice alguna clase de homenaje en honor de dichos funcionarios.”
—¿No se lo mencioné desde el principio? —exclamó Sherlock Holmes, riéndose—. El final de todo nuestro Estudio en escarlata es ese: ¡conseguir para ellos un homenaje!
—Pues no tiene importancia —contesté—. Anoté en mi diario cada hecho, la gente lo sabrá. Confórmese mientras sabiendo nuestro éxito, como si de aquel avaro romano se tratara:
“Populus me sibilat, at mihi plaudo. Ipse domi simul ac nummers contemplar in arca.”1
La gente me silba, pero yo me aplaudo a mí mismo cuando contemplo el dinero en mi arca.
El Signo de los Cuatro
Capítulo I: La ciencia de la deducción
Sherlock Holmes cogió su botella sobre la esquina de la chimenea y sacó una jeringa hipodérmica de una limpia caja marroquí. Con sus largos, blancos y nerviosos dedos ajustó la delicada aguja y se remangó la manga izquierda de la camisa. Por un breve momento, sus ojos pensativos se posaron en el correoso antebrazo y en la muñeca, salpicado de puntos y cicatrices de innumerables pinchazos. Por último, clavó la afilada punta en su destino, apretó el minúsculo pistón y se hundió hacia atrás, en la butaca tapizada de terciopelo, con un largo suspiro de satisfacción.
Tres veces al día por muchos meses había presenciando esta escena, pero la costumbre no había logrado que mi mente la aceptara. Por el contrario, cada día me irritaba más contemplarla, y todas las noches me remordía la conciencia al pensar que me faltaba valor para protestar. Una y otra vez me hacía el solemne propósito de decir lo que pensaba del asunto, pero había algo en los modales fríos y despreocupados de mi compañero que lo convertía en el último hombre con el que uno querría tomarse algo parecido a una libertad. Sus grandes poderes, su actitud dominante y la experiencia que yo tenía de sus muchas y extraordinarias cualidades me impedían decidirme a enfrentarme con él.
Sin embargo, aquella tarde, quizás a causa del Beaune que había bebido en la comida, o tal vez por la exasperación adicional que me produjo lo descarado de su conducta, sentí de pronto que ya no podía aguantar más.
—¿Qué ha sido hoy? —pregunté—. ¿Morfina o cocaína?
Él levantó lánguidamente la mirada del viejo volumen de caracteres góticos que acababa de abrir.
—Es cocaína —dijo—, una solución al siete por ciento. ¿Le apetece probarla?
—Desde luego que no —respondí con brusquedad—. Mi cuerpo todavía no se ha recuperado de la campaña afgana. No puedo permitirme someterlo a presiones adicionales.
Sonrió con mi vehemencia.
—Tal vez tenga razón, Watson —dijo—. Supongo que su efecto físico es malo. Sin embargo, la encuentro tan trascendentalmente estimulante y esclarecedora para la mente que ese efecto secundario tiene poca importancia.
—¡Pero piense en ello! —dije yo seriamente—. ¡Calcule su costo! Su cerebro puede que, como usted dice, se estimule y excite, pero se trata de un proceso patológico y morboso, que va alterando cada vez más los tejidos y puede acabar dejándole cuando menos una debilidad permanente. Y además, ya sabe qué mala reacción le provoca. La verdad es que la ganancia no compensa el riesgo. ¿Por qué tiene que arriesgarse, por un simple placer momentáneo, a perder esas grandes facultades de las que ha sido dotado? Recuerde que no le hablo solo de un camarada a otro, sino como médico a una persona de cuya condición física es, en cierto modo, responsable.
No pareció ofendido. Por el contrario, juntó las puntas de los dedos y apoyó los codos en los brazos de su silla, como si disfrutara con la conversación.
—Mi mente —dijo— se rebela contra el estancamiento. Deme problemas, deme trabajo, deme el criptograma más abstruso o el análisis más intrincado, y me sentiré en mi ambiente. Entonces podré prescindir de estímulos artificiales. Pero me horroriza la aburrida rutina de la existencia. Tengo ansias de exaltación mental. Por eso elegí mi profesión particular, o, mejor dicho, la inventé, puesto que soy el único del mundo.
—¿El único investigador no oficial? —dije yo, alzando las cejas.
—El único investigador no oficial de consulta —replicó—. Soy el último y el más alto tribunal de apelación en el campo de la investigación. Cuando Gregson, o Lestrade, o Athelney Jones se encuentran fuera de su elemento (que, por cierto, es su estado normal), me plantean a mí el asunto. Yo examino los datos en calidad de experto y emito una opinión de especialista. En estos casos no reclamo ningún crédito. Mi nombre no aparece en los periódicos. Mi mayor recompensa es el trabajo mismo, el placer de encontrar un campo al que aplicar mis facultades. Pero usted ya ha tenido ocasión de observar mis métodos de trabajo en el caso de Jefferson Hope.
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