Jimmy McDonough - Shakey

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Neil Young es
uno de los músicos más relevantes de la historia del rock. Su prolífico talento ha producido más de cincuenta álbumes y cuatrocientas canciones, entre las que se encuentran algunas de las más imperecederas de todos los tiempos: «Like a Hurricane», «Tonights the Night», «Down by the River», «The Needle and the Damage Done», «Old Man», «Rockin in the Free World», «Southern Man», «Cinnamon Girl», «Cortez the Killer», «Hey Hey, My My», «After the Gold Rush», «Heart of Gold» y un larguísimo etcétera. Jimmy McDonough, admirador a ultranza de Young, consiguió establecer una relación privilegiada con el músico, venciendo infinidad de resistencias y barreras, y se embarcó en un proceso de documentación exhaustivo y meticuloso que le llevaría casi diez años y no pocos quebraderos de cabeza, entre los cuales destaca la reacción adversa de Young al leer la biografía, cuya publicación trató de
impedir a toda costa. Alejado de la hagiografía y de la previsible retórica de la mayoría de biografías de músicos, McDonough logró no solo ofrecer un
retrato feroz del canadiense mostrando en toda su crudeza tanto su carácter errático, brutal y desconcertante como la esencia de su singular talento para componer canciones y una generosidad nada autocomplaciente, sino que consiguió plasmar de manera apasionada e intensa
cuatro décadas de rock por las que brillan con luz propia, además de Young, prácticamente la totalidad de sus allegados, colaboradores y tanto los músicos de su generación como los que recogieron el testigo de su talento. Neil Young, nacido en Canadá en 1945 en el seno de una familia desestructurada, padeció de muy joven la polio, que lo dejaría marcado física y psicológicamente. Muy pronto empezó a aflorar una pasión por la música que lo llevaría a los veinte años a liderar la primera de sus míticas formaciones,
Buffalo Springfield. No tardaría en empezar a grabar en solitario y con la superbanda de estrellas Crosby, Stills & Nash, colaboración que lo llevó a la fama mundial, aunque también suscitó innumerables tensiones fruto de la confrontación de egos, muchos de ellos enardecidos por las drogas y la pulsión creativa. Un Young cada vez más ermitaño, esquivo y atormentado por los frecuentes ataques de epilepsia, que lo dejaban destrozado, fue encontrando progresivamente su voz, sobre todo cuando se unió a los erráticos Crazy Horse, banda con la que ha compartido algunos de sus mejores momentos. Sin embargo, más allá de los datos oficiales, de los éxitos sobradamente conocidos, McDonough también desvela la parte más oscura de Young, sus fracasos amorosos, su lucha por ayudar a sus dos hijos con parálisis cerebral o su inveterada tendencia a desaparecer sin dar explicaciones y dejar a todo el mundo colgado La heteróclita e imprevisible obra de Young es una de las más originales y arriesgadas de todos los tiempos. Su estilo ha basculado de una obsesiva atención por el detalle y la producción minuciosa a la búsqueda del momento mágico de la interpretación en directo sin apenas filtros de producción o ensayos previos. En 1995 entró en el Salón de la Fama del Rock y sigue al pie del cañón, reinventándose con cada disco, fiel a su máxima
"es mejor quemarse que apagarse lentamente".

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Esta también es, por supuesto, una historia sobre el rock and roll: lo que significa para Young y lo que ha significado para mí. ¿Es raro cambiar o es el único modo de sobrevivir? Y ¿es mejor quemarse que apagarse lentamente?

—¿Cuáles crees que son tus defectos?

—Joder, ¿cuánto tiempo tienes?

—De sobra.

—Bueno, pues yo no tengo tanto tiempo, así que vuelve a escuchar el resto de las cintas y punto. Ya te contarán los demás todo sobre mis defectos, y seguro que estarán en lo cierto; todos ellos.

—Qué fácil ha sido. Mira, así me ahorro tener que contrastar la información.

—Je, je.

—¿Te consideras una persona reservada?

—No, no, no. ¿Tú crees que lo soy?

—Joder, reservado de cojones.

—«Reservado.» ¿A qué te refieres? ¿En qué sentido? Hostia, es que no paras de hacer preguntas, ¡es que es toda mi puta vida! Cuando me miras, pienso: «Coño, este tío ha hablado con todo el mundo que conozco, joder; con gente de la que ya me había olvidado».

Te los he puesto a todos en bandeja. Te he cedido a todos mis amigos. Ahora soy yo el responsable, o sea que espero que el libro de los cojones sea bueno, porque, si no, voy a quedar como un capullo. Uf, Jimmy, no me gustaría nada estar en tu pellejo.

—Eeeeeeeeh, que esto va tocando a su fin, así que ahora no me jodas.

—Me ha gustado ese comentario; muy alentador, sí, señor. He intentado cooperar contigo de la mejor manera que he podido, pero ahora me alegro de estar a punto de acabar. Solo de pensarlo llego al nirvana, pero me he propuesto completar esta tarea hasta el punto que sea factible hacerlo, que es precisamente este momento. Después ya…

Es difícil escribir un relato sobre mí, porque esta no es más que la primera parte.

—Quiero que eso figure en el libro, en la portada.

—¿Que es la primera parte? Tú mandas, tío. Es tu libro.

—¿Qué?

—Digo que es tu libro, así que tú sabrás lo que haces con él, je, je, je.

CAPÍTULO 2 MR. BLUE Y MR. RED

«Pasa. Está abierto.» Me hallaba frente a la puerta mosquitera, con la mano en alto a punto de llamar, cuando esa voz incorpórea procedente del interior me invitó a entrar de manera un tanto brusca. Hacía un calor sofocante, típico de Florida.

Una vez dentro, me encontré cara a cara con Rassy Young, una mujer menuda y muy seria, ataviada con un conjunto de poliéster poco favorecedor que, amorrada a la pantalla que tenía delante, con un refresco en una mano y el mando en la otra, no le quitaba ojo a un torneo de tenis. Dado que estaba de espaldas a la puerta y que tenía la tele a todo volumen, le pregunté alzando la voz que cómo se había percatado de mi presencia. Sin desviar la mirada del partido, Rassy me indicó con el pulgar el lugar de la repisa de la chimenea donde tenía instalado su particular sistema de seguridad: un retrato enmarcado de la familia de Neil colocado en el ángulo exacto para que pudiera ver el reflejo de cualquier intruso que invadiera la entrada de su casa.

«Astuto, ¿eh?», dijo Rassy, haciendo énfasis en el «eh» como una canadiense de pura cepa. Me acordaría de Rassy más adelante, cuando Neil me comentara lo seguro que se sentía en su barco cuando se cruzaba con desconocidos en alta mar. «Tú los ves antes de que te vean ellos a ti; y además, vengan por donde vengan», decía entusiasmado.

Rassy vivía sola. Su tormentosa relación de diecinueve años con Scott Young, el padre de Neil, tocó a su fin en 1959 y nunca se volvió a casar. «El matrimonio no me interesa en absoluto, da demasiados quebraderos de cabeza. Yo me organizo la vida como quiero.» Rassy era una mujer orgullosa y, a pesar de que ya habían transcurrido más de treinta años desde aquella ruptura, aún tenía fresca la humillación sufrida; Rassy jamás le perdonaría a Scott tal traición, ni siquiera al final de sus días.

Los últimos años no la habían tratado bien. Rassy, una mujer independiente y terca, había sido una apasionada del golf y de la caza, pero ahora un cáncer la mantenía confinada en la butaca del salón. Desde allí observaba el declive paulatino de su jardín y veía pasar de largo los pájaros a los que tanto le gustaba dar de comer. «Ya no hago nada, puñetas», dijo con un suspiro. «De vez en cuando empiezo a hacer alguna cosa, pero me quedo a medias y soy incapaz de acabarla, y eso es algo que no puedo soportar.» Rassy aseguraba no tener miedo a la muerte. «Me incinerarán y me echarán a la basura. Ya lo tengo todo pagado», dijo riendo. «Cuatrocientos ochenta y cinco dólares; es el alto precio que hay que pagar por morirse.»

Hacía ya unas cuantas décadas que Rassy había abandonado Winnipeg para instalarse en Florida, en este modesto bungalow de New Smyrna Beach, que, al igual que Rassy, no era ningún derroche de lujo; no había más que unos muebles austeros y unos cuantos cachivaches llenos de polvo. Neil le había comprado aquella casa a su madre y corría con los gastos de por vida, y no hacía falta mirar mucho para sentir su presencia. La pared del salón estaba repleta de sus discos de oro; sobre una mesa cercana a la butaca de Rassy, reposaban cubiertos de polvo los casetes que el archivista Joel Bernstein había recopilado expresamente para ella años atrás, donde quedaba patente el eclecticismo del que Rassy hacía gala a la hora de elegir sus temas favoritos del catálogo de su hijo. Por ejemplo, «Sedan Delivery», un demoledor tema roquero que, para desgracia de sus ancianos vecinos, disfrutaba escuchando a todo trapo cuando lavaba el coche.

Las frases de Rassy iban salpicadas con toda una letanía de exclamaciones del tipo «¡Mecachis!» o «¡Recórcholis!» y aderezadas con un léxico repleto de atentados lingüísticos, como «sotedero» en vez de sótano o «tornamentas» en vez de tormentas. Al género country/western lo llamaba «la música de las vacas». Rassy era capaz de maldecir como un camionero y de beber como un cosaco. Desde que tuvo que renunciar a sus adorados cigarrillos Black Cat Plain —una marca canadiense especialmente alta en nicotina— a Rassy solo le quedaban los vicios líquidos. «¿Qué haría yo sin Coca-Cola?», se preguntaba mientras abría lata tras lata. En algún momento de la tarde, más bien temprano, la Coca-Cola siempre acababa cediendo el puesto al whisky canadiense con agua. «Bueno, ¡si no me tomo una copa me va a dar algo!», gritaba mientras iba rumbo a la cocina arrastrando los pies. El hecho de que yo fuera abstemio no hizo sino aumentar su desconfianza.

«Dejad paso a la madre del artista», espetaba autoritaria en los conciertos de su hijo, regañando al primer pringado del backstage que pillaba porque no le habían traído una cerveza. Nadie se libraba de la ira de Rassy. Hay camareras en New Smyrna Beach que todavía tiemblan al recordar la experiencia de servirle un filete. Tenía fichados a todos sus vecinos, pues cada uno de ellos parecía hacer algo que le molestara.

Hoy tenía pensado delatar a un colega de su quinta por haber regado el césped durante el período de racionamiento de agua y amenazaba a otra pobre desgraciada por no ocuparse como era debido de un montón de leña rebelde. «Vaya con la pánfila de la vecina de al lado; menudo criadero de ramitas se ha montado», dijo Rassy con un carraspeo, mientras observaba desde la ventana trasera el inofensivo montón de leña. «Me pone de los nervios.»

Una dama de armas tomar, aunque tras esa apariencia de bulldog se ocultaba un alma sensible. «Rassy era una señora», comentaba Nola Halter, una de sus amigas íntimas. «Sus modales eran impecables; cada vez que nos juntábamos, luego siempre acababa llamando por teléfono o enviando una nota o algún regalo. Rassy siempre tenía en cuenta a los demás. No por soltar improperios a mansalva una deja de ser una señora. Yo le tenía mucho aprecio y la entendía bien. Había mucha gente que no, pero a Rassy le importaba un bledo.»

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