Array The griffin classics - Crimen y castigo

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Fiódor Dostoyevski es uno de los principales escritores de su época en la Rusia Zarista; la literatura de Dostoyevski explora la psicología humana en el complejo contexto político, social y espiritual de la sociedad rusa del siglo XIX. Walter Kaufmann citó las Memorias del subsuelo (1864), escritas con la amarga voz del anónimo «hombre subterráneo», como «la mejor obertura para el existencialismo jamás escrita». En el mismo sentido, el prestigioso intelectual y escritor austriaco Stefan Zweig consideró al escritor ruso como «el mejor conocedor del alma humana de todos los tiempos». Su obra, aunque escrita en el siglo XIX, refleja al hombre y la sociedad de hoy. Sigmund Freud dijo en su obra Dostoievski y el parricidio que el capítulo de «El gran inquisidor», de la novela Los hermanos Karamazov, era una de las cumbres de la literatura universal. Cabe resaltar, asimismo, la influencia ejercida sobre Nietzsche, quien afirmó: Dostoyevski, el único psicólogo, por cierto, del cual se podía aprender algo, es uno de los accidentes más felices de mi vida, más incluso que el descubrimiento de Stendhal.

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‑No: estoy estudiando ‑repuso el joven, un tanto sorprendido por aquel lenguaje ampuloso y también al verse abordado tan directamente, tan a quemarropa, por un desconocido. A pesar de sus recientes deseos de compañía humana, fuera cual fuere, a la primera palabra que Marmeladof le había dirigido había experimentado su habitual y desagradable sentimiento de irritación y repugnancia hacia toda persona extraña que intentaba ponerse en relación con él.

‑Es decir, que es usted estudiante, o tal vez lo ha sido ‑exclamó vivamente el funcionario‑. Exactamente lo que me había figurado. He aquí el resultado de mi experiencia, señor, de mi larga experiencia.

Se llevó la mano a la frente con un gesto de alabanza para sus prendas intelectuales.

‑Usted es hombre de estudios… Pero permítame…

Se levantó, vaciló, cogió su vaso y fue a sentarse al lado del joven. Aunque embriagado, hablaba con soltura y vivacidad. Sólo de vez en cuando se le trababa la lengua y decía cosas incoherentes. Al verle arrojarse tan ávidamente sobre Raskolnikof, cualquiera habría dicho que también él llevaba un mes sin desplegar los labios.

‑Señor ‑siguió diciendo en tono solemne‑, la pobreza no es un vicio: esto es una verdad incuestionable. Pero también es cierto que la embriaguez no es una virtud, cosa que lamento. Ahora bien, señor; la miseria sí que es un vicio. En la pobreza, uno conserva la nobleza de sus sentimientos innatos; en la indigencia, nadie puede conservar nada noble. Con el indigente no se emplea el bastón, sino la escoba, pues así se le humilla más, para arrojarlo de la sociedad humana. Y esto es justo, porque el indigente se ultraja a sí mismo. He aquí el origen de la embriaguez, señor. El mes pasado, el señor Lebeziatnikof golpeó a mi mujer, y mi mujer, señor, no es como yo en modo alguno. ¿Comprende? Permítame hacerle una pregunta. Simple curiosidad. ¿Ha pasado usted alguna noche en el Neva, en una barca de heno?

‑No, nunca me he visto en un trance así ‑repuso Raskolnikof.

‑Pues bien, yo sí que me he visto. Ya llevo cinco noches durmiendo en el Neva.

Llenó su vaso, lo vació y quedó en una actitud soñadora. En efecto, briznas de heno se veían aquí y allá, sobre sus ropas y hasta en sus cabellos. A juzgar por las apariencias, no se había desnudado ni lavado desde hacía cinco días. Sus manos, gruesas, rojas, de uñas negras, estaban cargadas de suciedad. Todos los presentes le escuchaban, aunque con bastante indiferencia. Los chicos se reían detrás del mostrador. El tabernero había bajado expresamente para oír a aquel tipo. Se sentó un poco aparte, bostezando con indolencia, pero con aire de persona importante. Al parecer, Marmeladof era muy conocido en la casa. Ello se debía, sin duda, a su costumbre de trabar conversación con cualquier desconocido que encontraba en la taberna, hábito que se convierte en verdadera necesidad, especialmente en los alcohólicos que se ven juzgados severamente, e incluso maltratados, en su propia casa. Así, tratan de justificarse ante sus compañeros de orgía y, de paso, atraerse su consideración.

‑Pero di, so fantoche ‑exclamó el patrón, con voz potente‑. ¿Por qué no trabajas? Si eres funcionario, ¿por qué no estás en una oficina del Estado?

‑¿Que por qué no estoy en una oficina, señor? ‑dijo Marmeladof, dirigiéndose a Raskolnikof, como si la pregunta la hubiera hecho éste‑ ¿Dice usted que por qué no trabajo en una oficina? ¿Cree usted que esta impotencia no es un sufrimiento para mí? ¿Cree usted que no sufrí cuando el señor Lebeziatnikof golpeó a mi mujer el mes pasado, en un momento en que yo estaba borracho perdido? Dígame, joven: ¿no se ha visto usted en el caso… en el caso de tener que pedir un préstamo sin esperanza?

‑Sí… Pero ¿qué quiere usted decir con eso de «sin esperanza»?

‑Pues, al decir «sin esperanza», quiero decir «sabiendo que va uno a un fracaso». Por ejemplo, usted está convencido por anticipado de que cierto señor, un ciudadano íntegro y útil a su país, no le prestará dinero nunca y por nada del mundo… ¿Por qué se lo ha de prestar, dígame? Él sabe perfectamente que yo no se lo devolvería jamás. ¿Por compasión? El señor Lebeziatnikof, que está siempre al corriente de las ideas nuevas, decía el otro día que la compasión está vedada a los hombres, incluso para la ciencia, y que así ocurre en Inglaterra, donde impera la economía política. ¿Cómo es posible, dígame, que este hombre me preste dinero? Pues bien, aun sabiendo que no se le puede sacar nada, uno se pone en camino y…

‑Pero ¿por qué se pone en camino? ‑le interrumpió Raskolnikof.

‑Porque uno no tiene adónde ir, ni a nadie a quien dirigirse. Todos los hombres necesitan saber adónde ir, ¿no? Pues siempre llega un momento en que uno siente la necesidad de ir a alguna parte, a cualquier parte. Por eso, cuando mi hija única fue por primera vez a la policía para inscribirse, yo la acompañé… (porque mi hija está registrada como… ) ‑añadió entre paréntesis, mirando al joven con expresión un tanto inquieta‑. Eso no me importa, señor ‑se apresuró a decir cuando los dos muchachos se echaron a reír detrás del mostrador, e incluso el tabernero no pudo menos de sonreír‑. Eso no me importa. Los gestos de desaprobación no pueden turbarme, pues esto lo sabe todo el mundo, y no hay misterio que no acabe por descubrirse. Y yo miro estas cosas no con desprecio, sino con resignación… ¡Sea, sea, pues! Ecce Homo. Óigame, joven: ¿podría usted… ? No, hay que buscar otra expresión más fuerte, más significativa. ¿Se atrevería usted a afirmar, mirándome a los ojos, que no soy un puerco?

El joven no contestó.

‑Bien ‑dijo el orador, y esperó con un aire sosegado y digno el fin de las risas que acababan de estallar nuevamente‑. Bien, yo soy un puerco y ella una dama. Yo parezco una bestia, y Catalina Ivanovna, mi esposa, es una persona bien educada, hija de un oficial superior. Demos por sentado que yo soy un granuja y que ella posee un gran corazón, sentimientos elevados y una educación perfecta. Sin embargo… ¡Ah, si ella se hubiera compadecido de mí! Y es que los hombres tenemos necesidad de ser compadecidos por alguien. Pues bien, Catalina Ivanovna, a pesar de su grandeza de alma, es injusta… , aunque yo comprendo perfectamente que cuando me tira del pelo lo hace por mi bien. Te repito sin vergüenza, joven; ella me tira del pelo ‑insistió en un tono más digno aún, al oír nuevas risas‑. ¡Ah, Dios mío! Si ella, solamente una vez… Pero, ¡bah!, vanas palabras… No hablemos más de esto… Pues es lo cierto que mi deseo se ha visto satisfecho más de una vez; sí, más de una vez me han compadecido. Pero mi carácter… Soy un bruto rematado.

‑De acuerdo ‑observó el tabernero, bostezando.

Marmeladof dio un fuerte puñetazo en la mesa.

‑Sí, un bruto… Sepa usted, señor, que me he bebido hasta sus medias. No los zapatos, entiéndame, pues, en medio de todo, esto sería una cosa en cierto modo natural; no los zapatos, sino las medias. Y también me he bebido su esclavina de piel de cabra, que era de su propiedad, pues se la habían regalado antes de nuestro casamiento. Entonces vivíamos en un helado cuchitril. Es invierno; ella se enfría; empieza a toser y a escupir sangre. Tenemos tres niños pequeños, y Catalina Ivanovna trabaja de sol a sol. Friega, lava la ropa, lava a los niños. Está acostumbrada a la limpieza desde su más tierna infancia… Todo esto con un pecho delicado, con una predisposición a la tisis. Yo lo siento de veras. ¿Creen que no lo siento? Cuanto más bebo, más sufro. Por eso, para sentir más, para sufrir más, me entrego a la bebida. Yo bebo para sufrir más profundamente.

Inclinó la cabeza con un gesto de desesperación.

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