Mark Twain - El Príncipe y el mendigo

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El Príncipe y el mendigo: краткое содержание, описание и аннотация

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Un pequeño mendigo que, para esconder sus penurias, se adentra en los cuentos de príncipes y princesas. Una tarde, decide caminar hacia el palacio para poder hacer realidad su único deseo: ver a un príncipe de verdad. Pero un inesperado acto de bondad, realizado por un príncipe, daría vuelco no sólo a la vida del pequeño mendigo, sino también la del mismo príncipe. Ambientado en 1547, Mark Twain, a pesar de ser un escritor estadounidense, se forma esta pequeña ficción sobre la vida de Eduardo VI y, sobretodo, se centra en las duras, e inhumanas leyes que existían en esos tiempos. Considerado uno de los mejores escritores de Estados Unidos, Mark Twain dedicó la mayor parte de su vida a vivir aventuras, aventuras que se ven reflejadas en la mayoría de sus escritos.

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Nadie sonrió, todos se quedaron absolutamente perplejos y se miraron unos a otros con gran aflicción, pidiéndose consejo. ¡Miren!, esto era un atolladero, y no había nada en la historia inglesa que dijera cómo salir de él. No se hallaba presente el maestro de ceremonias, no había nadie que se sintiera seguro para aventurarse en aquel inexplorado mar ni para arriesgarse a intentar resolver este solemne problema. ¡Cielos! No había rascador hereditario. Entretanto, las lágrimas habían desbordado su dique y empezaron a rodar por las mejillas de Tom. La comezón en su nariz pedía alivio con más urgencia que nunca. Finalmente, la naturaleza derribó las barreras de la etiqueta: Tom elevó en su interior una plegaria de perdón por si obraba mal, y trajo consuelo a los afligidos corazones de sus cortesanos rascándose la nariz por sí mismo.

Terminada su comida, se acercó un lord y le presentó un recipiente de oro, ancho y plano, lleno de fragante agua de rosas, para que se limpiara la boca y los dedos, y, a su lado, milord el mastelero hereditario permanecía de pie con una servilleta. Tom contempló el recipiente, perplejo por un momento, luego lo llevó a sus labios y bebió un sorbo gravemente. En seguida se la devolvió al lord y dijo:

–No, no me gusta, milord, su sabor es agradable, pero le falta fuerza.

Esta nueva excentricidad de la perturbada mente del príncipe dejó doloridos los corazones de cuantos le rodeaban, pero el triste espectáculo no movió a nadie a risa.

La próxima inconsciente torpeza de Tom fue levantarse y dejar la mesa justo cuando el capellán tomó su lugar detrás de su silla, y, elevadas las manos y cerrados los ojos se disponía a comenzar la acción de gracias. Sin embargo, nadie pareció apercibirse de que el príncipe había hecho algo insólito.

A petición suya, nuestro amiguito fue ahora conducido a su gabinete particular, y lo dejaron solo y librado a su voluntad.

Pendientes de ganchos en el friso de madera estaban las diversas piezas de una brillante armadura de acero, cubierta toda de bellos dibujos exquisitamente incrustados en oro. Esta marcial panoplia pertenecía al verdadero príncipe, regalo reciente de la señora Para, la reina. Tom se puso las grebes, los guanteletes, el yelmo empenachado y otras piezas tales que pudiera revestirse sin ayuda, y por un momento pensó pedirla para completar el asunto, pero pensó en las nueces que había traído de la mesa, y en él, placer que sería comérselas sin nadie que le mirase y sin grandes hereditarios que le molestasen con sus servicios indeseables; así que volvió las lindas cosas a sus diversos lugares y pronto estuvo cascando nueces, sintiéndose casi dichoso por primera vez, desde que Dios, en castigo de sus pecados, lo había hecho príncipe. Cuando desaparecieron las nueces, dio con unos incitantes libros en un armario, entre ellos uno sobre la etiqueta de la corte inglesa. Aquello era un tesoro. Se tendió en un suntuoso diván y procedió a instruirse con verdadero afán. Dejémoslo allí por ahora.

8. La cuestión del sello

Cerca de las cinco Enrique VIII despertó de una siesta poco refrescante y se dijo entre dientes:

–¡Malos sueños, malos sueños! Mi fin está cerca, así lo dicen estos presagios, y mi débil pulso lo confirma. –Un fulgor perverso ardió en sus ojos, y murmuró–: Sin embargo, no he de morir sino hasta que él vaya por delante.

Sus servidores percibieron que estaba despierto, y uno de ellos le preguntó su deseo respecto al lord canciller, que esperaba fuera.

–¡Que entre, que entre! –exclamó el rey con presteza.

El lord canciller entró y se arrodilló ante el lecho del rey, diciendo:

–He dado orden, y, conforme al mandato del rey, los pares del reino, ataviados, se encuentran ahora en el tribunal de la Cámara, donde, habiendo confirmado la sentencia al duque de Norfolk, esperan humildemente lo que plegue a Su Majestad que se haga en este asunto.

El rostro del rey se iluminó de feroz júbilo. Dijo:

–Levántame. En persona voy a presentarme ante mi Parlamento, y con mi propia mano sellaré el decreto que me libra de…

Le falló la voz, una palidez cenicienta borró el color de sus mejillas, y los servidores le recostaron sobre sus almohadas, y apresuradamente lo asistieron con tonificantes. A poco, dijo lleno de pesar:

–¡Ah, cuánto he esperado esta dulce hora! que llega demasiado tarde, y me veo privado de esta ocasión tan codiciada. ¡Pero apresúrate, apresúrate! que otros hagan este feliz oficio, ya que a mí se me niega. Doy mi gran sello en comisión: elige tú los lores que han de componerla, y anda a tu trabajo. ¡Apresúrate! Antes que salga el sol y se ponga de nuevo, tráeme su cabeza para que yo la vea.

–Conforme al mandato del rey, así se hará. ¿Querrá Su Majestad ordenar que el sello me sea devuelto, de manera que pueda llevar adelante el negocio?

–¡El sello! ¿Quién guarda el sello sino tú?

–SuMajestad, hace dos días que me lo quitó, diciendo que no habría de utilizarse sino hasta que su propia real mano lo usara sobre el decreto del duque de Norfolk.

–Sí, en verdad así lo hice: Lo recuerdo. ¿Qué hice de él?... Estoy muy débil… En estos días la memoria me es traidora tan frecuentemente… Es extraño, extraño…

El rey comenzó a mascullar inarticuladamente, meneando de tiempo en tiempo su canosa cabeza débilmente, y tratando de recordar lo que había hecho del sello. Por fin, milord Hertford se aventuró a arrodillarse y a ofrecer información:

–Señor, si me permite la osadía, varios de los presentes recuerdan, como yo, cómo puso el gran sello en manos de Su Alteza el Príncipe de Gales para que lo guardase hasta el día que…

–¡Cierto, ciertísimo! –Interrumpió el rey–. Ve por él. ¡Ve el tiempo vuela!

Lord Hertford voló hacia Tom, pero volvió ante el rey después de mucho rato, turbado y con las manos vacías. Se expresó de esta suerte:

–Me duele, mi señor el rey, ser portador de tan graves y aflictivas noticias, pero es voluntad de Dios que el príncipe permanezca trastornado, y no recuerda haber recibido el sello. Así he venido al punto a decírselo, creyendo que sería perder un tiempo precioso, y además en vano, que alguno intentara registrar la larga serie de cámaras y salones que pertenecen a Su Alteza Real…

Un gruñido del rey interrumpió al lord en este punto. Al cabo de un rato dijo Su Majestad, con acento de profunda tristeza:

–No lo molesten más, pobre niño. La mano de Dios se ha posado con fuerza sobre él y mi corazón se deshace en amorosa compasión, y en pesar de no poder llevar su carga sobre mis propios viejos hombros cargados de dolor, y traerle la paz.

Cerró sus ojos, comenzó a musitar y pronto calló. A poco volvió a abrirlos y miró vagamente en torno, hasta que su mirada descansó en el arrodillado lord canciller. Instantáneamente su rostro se encendió de ira:

–¿Qué? ¡Tú aquí todavía! Por la gloria de Dios, si no vas en seguida a lo de ese traidor, tu mitra holgará mañana por falta de cabeza que adornar.

El tembloroso canciller respondió:

–¡Imploro el perdón de Su Majestad! Sólo esperaba por el sello.

–¿Has perdido el juicio, hombre? El sello pequeño, que antaño solía yo llevar conmigo de viaje, está en mi tesoro. Y, puesto que el gran sello ha desaparecido, ¿no bastará? ¿Has perdido el juicio? ¡Vete! Y escucha: no vuelvas aquí hasta que me traigas su cabeza.

El pobre canciller no tardó en retirarse de esta peligrosa vecindad; ni perdió tiempo la comisión en dar el ascenso real a la obra del esclavizado Parlamento, y designado el día siguiente para la decapitación del primer par de Inglaterra, el desafortunado duque de Norfolk.

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