H. Lovecraft - En las montañas de la locura

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Un grupo de exploradores parte a la Antártida, un mundo completamente nuevo y sin explorar; emocionados y esperanzados por encontrar nuevas formas de contribuir al el mundo científico. Sin embargo, poco saben de los horrores a los que se verán expuestos: pesadillas inimaginables convertidas en realidad, que podrían cambiar la historia y el curso de la humanidad por completo. La imaginación de Lovecraft no nos defrauda en esta novela de terror y suspenso, donde seres terroríficos nos acechan a cada cambio de capítulo.

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Las crónicas que enviamos detallan el agotador vuelo de cuatro horas sin escalas que hizo nuestra escuadrilla el 21 de noviembre por encima de la alta plataforma de hielo, entre los gigantescos picos que se alzaban al oeste y el inexplorado silencio que nos devolvía el eco de los motores. El viento sólo nos molestó un poco y la brújula nos ayudó a atravesar el único denso banco de niebla que encontramos. Cuando avistamos una enorme elevación entre los 83° y los 84° de latitud, supimos que habíamos llegado al glaciar Beardmore, el mayor valle glaciar del mundo, y que el mar helado daba paso a una costa montañosa. Por fin nos estábamos adentrando en el mundo blanco del extremo sur, muerto desde hacía eones, y antes de darnos cuenta divisamos el pico del monte Nansen, que se alzaba a lo lejos por el este hasta una altura de casi cuatro mil quinientos metros.

La exitosa instalación de la base sur sobre el glaciar, a 86° 7’ de latitud y 174° 23’ de longitud este, y las rápidas y eficaces perforaciones y voladuras llevadas a cabo en diversos sitios a los que accedimos en trineo y aeroplano, son ya historia; igual que el arduo y triunfal ascenso al monte Nansen llevado a cabo por Pabodie y dos estudiantes graduados —Gedney y Carroll— entre los días 13 y 15 de diciembre. Nos hallábamos a unos dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar, y cuando los sondeos revelaron terreno sólido a sólo cuatro metros por debajo de la nieve y el hielo en ciertos puntos, utilizamos el dispositivo para fundir el hielo, colocamos cargas y volamos con dinamita algunos sitios donde ningún explorador había pensado obtener muestras de mineral. Los granitos precámbricos y las areniscas de los cerros obtenidas de ese modo confirmaron nuestra teoría de que la meseta era similar a la gran masa del continente que había al oeste, pero ligeramente distinta de las partes que quedaban al este, al sur de Sudamérica, que entonces pensábamos que formaban parte de un continente separado y más pequeño dividido del otro por la franja helada de los mares de Ross y de Weddell, aunque Byrd ha demostrado posteriormente que nuestra hipótesis era falsa.

En algunas de las areniscas dinamitadas y extraídas después de que la perforación revelase su naturaleza hallamos varios fragmentos fósiles muy interesantes —sobre todo helechos, algas, trilobites, crinoideos y moluscos como língulas y gasterópodos— que parecían tener gran relevancia para entender la historia primigenia de la región. También encontramos una extraña marca triangular y estriada de unos treinta centímetros de diámetro por la parte más ancha, que Lake reconstruyó a partir de tres fragmentos de pizarra obtenidos con la voladura más profunda. Dichos fragmentos procedían de una punta al oeste, cerca de la cordillera de la Reina Alexandra; y Lake, como biólogo, pareció considerarlas extrañamente interesantes y desconcertantes, aunque desde mi punto de vista de geólogo no se diferenciaban de las rizaduras dejadas por las olas y que aparecen con relativa frecuencia en las rocas sedimentarias. Dado que la pizarra es sólo una formación metamórfica en la que se ha insertado un estrato sedimentario, y puesto que la presión produce peculiares efectos distorsionadores en todos los restos que puedan hallarse en ella, no vi motivos para extrañarse tanto por la depresión estriada.

El 6 de enero de 1931, Lake, Pabodie, Danforth, los seis estudiantes, cuatro mecánicos y yo sobrevolamos el Polo Sur en dos de los aeroplanos y tuvimos que aterrizar bruscamente por un viento repentino que, por suerte, no se convirtió en la típica tormenta. Fue, como han explicado todos los periódicos, uno de los muchos vuelos de observación, en los que intentamos discernir rasgos topográficos en áreas inexploradas. Nuestros primeros vuelos resultaron decepcionantes, aunque nos proporcionaron algunos ejemplos magníficos de los fantásticos y engañosos espejismos de las regiones polares, que habíamos tenido ocasión de disfrutar brevemente durante la travesía hasta allí. Las montañas flotaban en el cielo a lo lejos como ciudades encantadas, y a menudo todo aquel mundo blanco se disolvía en una tierra dorada, plateada y escarlata de sueños dunsanianos y expectativas aventureras, bajo la magia del sol de medianoche. Los días nublados teníamos considerables dificultades para volar, pues la tierra nevada y el cielo se fundían en un extraño vacío opalescente en el que ningún horizonte visible parecía señalar la unión de ambos.

Al final, decidimos poner en práctica nuestro plan original de volar mil cien kilómetros al este con los cuatro aeroplanos y establecer una nueva base en un lugar que probablemente se hallaría en lo que habíamos tomado erróneamente por la división continental más pequeña. De ese modo podríamos obtener muestras geológicas para establecer comparaciones. Nuestra salud seguía siendo excelente; el zumo de lima compensaba las carencias de la monótona dieta a base de comida salada y de lata, y las temperaturas, por lo general por encima de cero, nos permitían pasarnos sin las pieles más gruesas. Estábamos a mitad de verano y, si nos dábamos prisa e íbamos con cuidado, podríamos concluir el trabajo en marzo y no tener que pasar una tediosa invernada mientras durase la larga noche antártica. Varias ventiscas violentas nos habían azotado desde el oeste, pero no habíamos sufrido grandes daños gracias a la habilidad de Atwood para diseñar rudimentarios cobertizos y cortavientos para los aeroplanos con pesados bloques de hielo y reforzar el campamento principal con nieve. Nuestra buena suerte y nuestra eficacia resultaron de hecho casi extraordinarias.

El mundo exterior sabía, claro, de nuestro programa, y supo también de la extraña y obstinada insistencia de Lake en que hiciésemos un viaje de prospección al oeste —o más bien al noroeste— antes de trasladarnos a la nueva base. Al parecer había meditado mucho y con una osadía radical y alarmante sobre la marca estriada hallada en la pizarra, y había detectado en ella ciertas contradicciones en la naturaleza y el período geológico que habían despertado su curiosidad y su interés por hacer nuevos sondeos y voladuras en la formación que se extendía al oeste y de la que procedían los fragmentos desenterrados. Estaba convencido de que la marca era la huella de algún organismo desconocido, voluminoso, radicalmente inclasificable y muy evolucionado, pese a que la roca que la contenía era lo bastante antigua —cámbrica o incluso precámbrica— para excluir la existencia no sólo de vida superior y evolucionada, sino de cualquier tipo de vida por encima del estadio unicelular o como mucho del de los trilobites. Dichos fragmentos, con la extraña marca, debían de tener entre quinientos y mil millones de años.

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