Ted se agachó y sacó el libro. Lo puso sobre una rodilla y luego se inclinó para que la capucha lo protegiera de la lluvia. Entonces empezó a leer y una voz amortiguada empezó a sonar en los auriculares de Slim.
Por unos segundos, Slim ajustó el control de frecuencia, seguro de que estaba recibiendo algo más que la voz de Ted. Las palabras eran un galimatías, pero los gestos de Ted se ajustaban al aumento y caída de la entonación, así que Slim se sentó en la hierba a escuchar. Ted estuvo perorando varios minutos, hizo una pausa y luego volvió a empezar. Slim fue perdiendo la atención mientras luchaba por dar sentido a las palabras. Para cuando Ted imploró en inglés: «Por favor, dime que me perdonas», Slim llevaba un buen rato estudiando la suave sucesión de las olas, pensando en otras cosas.
Slim se sentó al tiempo que Ted devolvía el libro al bolsillo de su abrigo. Después de una última mirada al mar, Ted se dio la vuelta para volver al coche, con la cabeza baja. Slim empezó a guardar su material en una bolsa. Tenía un hormigueo en los dedos y estaba desconcertado. Sentía que algo no iba bien, como si se hubiera entrometido en un acto que era privado y no debía haber compartido nunca. Mientras observaba al coche de Ted salir del estacionamiento, sabía que debía perseguirlo, que esa noche podía ser la noche en que Ted cayera en los brazos de una amante hasta entonces invisible, pero estaba paralizado, atrapado en sus propias aguas revueltas por la amenaza de lo que las palabras de Ted podrían revelar.
Esa noche, sin haber tomado aún ninguna decisión sobre qué hacer con la misteriosa grabación, Slim soñó con olas que rompían y brazos de color gris azulado que salían de las gélidas profundidades para arrastrarlo al fondo.
Consciente de que llegaba su expulsión, Slim había aprovechado todo lo que había podido del ejército y, durante los quince años pasados, y especialmente los cinco desde que renunció a una serie de trabajos de camionero mal pagados y aún menos interesantes para establecerse como investigador privado, había hecho un buen uso de sus contactos. Al final de la mañana del día siguiente, con un bol de copos de avena en la mano (aromatizados con una chorro de whisky) hizo una llamada a un viejo amigo especializado en idiomas y traducciones.
Mientras esperaba que le respondiera, volvió de nuevo a la cama y se puso su viejo portátil sobre las rodillas. Internet, rastreando un poco, empezaba a revelar respuestas.
Cramer Cove no estaba listada entre los mejores sitios turísticos de Lancashire desde hacía más de treinta años. Según un sitio web sobre legislación local, se prohibió el baño después del verano de 1952, cuando la poderosa resaca se llevó tres vidas en unas pocas semanas. Al quedar prohibida oficialmente cualquier actividad, una sentencia de muerte recayó sobre Cramer Cove como lugar de veraneo, mientras lugareños y turistas abandonaban al tiempo la pintoresca cala por las arenas más anodinas, pero más seguras de Carnwell y Morecombe. Aun así, algunos valientes se habían resistido, ya que había otras cuatro muertes conocidas desde principios de la década de 1980 y, aunque las circunstancias que las rodeaban eran más misteriosas, todas se habían atribuido oficialmente a ahogamientos por accidente.
A medida que se alargaba el rastro de la tragedia, Slim se iba sintiendo más reticente a profundizar en su investigación. Su experiencia activa durante la Guerra del Golfo en 1991 había destruido mucha de su curiosidad. Había un piso para el que el ascensor debería estar deshabilitado permanentemente y ya sentía haberlo sobrepasado, pero ahora estaba en nómina de otros y su renta no se iba a pagar sola.
Comparó fechas con edades. Ted Douglas tenía cincuenta y seis años, así que en 1984 habría tenido veintitrés.
Y ahí estaba.
25 de octubre de 1984, Joanna Bramwell, veintiún años, supuestamente ahogada en Cramer Cove.
¿Estaba Ted lamentando un amor perdido? Según los detalles que Slim había pedido a Emma Douglas, se conocieron y casaron en 1989. Para entonces, Joanna Bramwell ya llevaba muerta cinco años.
A Slim le gustó que no hubiera ninguna aventura. Era algo mucho más normal, algo anticlimático en muchos sentidos.
Internet se limitaba a dar un nombre y una causa de muerte, así que Slim dio vida a su viejo Honda Jazz en una gélida mañana y condujo hasta la biblioteca de Carnwell para hurgar en los archivos microfilmados del periódico.
Las tres víctimas posteriores a Joanna eran una adolescente, una niña y una señora mayor. Cuando Slim llegó a la página que debería haber mostrado un artículo acerca de la muerte de Joanna, encontró la página arruinada, como si estuviera dañada por agua, con las palabras pegadas unas a otras, ilegible.
El bibliotecario al cargo dijo que no había otra copia, a pesar de las protestas de Slim. Su pregunta sobre la causa del daño recibió un encogimiento de hombros como respuesta.
—¿Está buscando un artículo sobre una chica muerta? —preguntó el bibliotecario, un hombre más de treinta años, con especto de novelista frustrado, con un jersey de cuello alto, una bufanda de adorno y gafas metálicas—. Tal vez alguien no quiere usted lo lea.
—No, tal vez no —dijo Slim.
El joven bibliotecario guiñó un ojo, como si fuera una especie de juego.
—¿O tal vez la persona a quien usted está buscando descubrir preferiría que siguieran sin molestarla?
Slim mostró una sonrisa forzada y lo que consideraba la risita esperada, pero, cuando salió de la biblioteca, todo era frustración. Parecía que Joanna Bramwell realmente quería que siguieran sin molestarla.
El ejército, con toda su rigidez y sus normas, había enseñado habilidades a Slim y le había hecho un maestro de multitud de disfraces que podía asumir a voluntad. Armado con un sujetapapeles, un cuaderno en blanco y un bolígrafo tomado prestado indefinidamente de la oficina local de correos, estuvo varias horas paseando y bebiendo, simulando ser un investigador para un documental de historia local, llamando a una puerta tras otra, haciendo preguntas solo a aquellos lo suficientemente mayores como para poder saber algo y diciendo tonterías para desviar la atención de aquellos demasiado jóvenes que no.
Nueve calles y ningún indicio importante después, volvió a su piso, bebido y agotado, y encontró en el teléfono fijo una llamada perdida de Kay Skelton, su amigo traductor del ejército, que ahora trabajaba como lingüista forense.
Le llamó.
—Es latín —dijo Kay—. Pero incluso más arcaico de lo habitual. El tipo de latín que normalmente no conoce ni siquiera la gente que habla latín.
Slim tuvo la sensación de que Kay estaba simplificando un concepto complicado que podría no entender, pero este continuó explicando que las palabras eran una llamada a un muerto, un lamento por un amor perdido. Ted imploraba un recuerdo, una resurrección, una vuelta.
Kay había escaneado la transcripción en línea y había encontrado una cita directa en una publicación de 1935 titulada Pensamientos sobre la muerte .
—Es probable que tu objetivo encontrara el libro en una tienda de objetos usados —afirmó Kay—. Ha estado descatalogado durante cincuenta años. ¿Quién quiere algo así?
Slim no tenía una respuesta, porque, francamente, no lo sabía.
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