1 ...6 7 8 10 11 12 ...22 Los jueces no tardarán en alcanzarla entonando en silencio el lema de Brisea, un grito de guerra al desplegar las alas negras: «Grazna la justicia de los cuervos».
—Más bien la muerte, hijos de…
Una sombra aparece en medio del camino. No es un juez, es un carro. Un carro tirado por un chaval en bicicleta. La última oportunidad de Eileen, quien busca la manera de explicar que necesita protección, temerosa de que decida entregarla. Pero esa zona está, en su mayoría, habitada por isleños y descendientes. No le puede denegar la ayuda, se podría considerar traición, si bien la traición es algo que se ha tergiversado demasiado en ese país.
Eileen echa a correr en dirección al carro, a medida que se aproxima, la figura que monta la bicicleta se torna más clara. El chico rondará su edad, de piel morena y rizos alborotados, tiene el ceño fruncido y ella no advierte el terror tatuado en ese rostro hasta que se detiene frente a él y lo obliga a dejar de pedalear.
—¡Me lleve la Isla con ella! —Una expresión que solo usa la gente más anciana de Honingal y que, pese a la situación, ha estado a punto de hacer reír a la chica—. ¿Qué te ocurre?
—Tienes que ayudarme. No alces la voz…
—¡Que te apartes! —insiste él, gira el manillar para intentar esquivarla.
—No. Ayúdame, por favor —ruega Eileen, casi con un hilo de voz, porque, si grita, está segura de que la localizarán al instante.
Las gruesas cejas del chico bailan como si también meditaran al son de sus pensamientos. Luego suspira y traga saliva, le echa un vistazo al carro del que tira, tapado con una lona verde. Nervioso, ni siquiera se fija en la sangre, la suciedad y los arañazos que revisten la piel de Eileen.
—Es que no puedo…
—Unos jueces me están persiguiendo.
—¿Cómo? —Una nota demasiado aguda—. ¡Huye, entonces! ¡Nos meterás en un lío!
—¡Por favor…!
—Es que…
Eileen no es muy inteligente, pero sí espabilada, ya no le pasan tan desapercibidas esas miradas inquietas hacia el carro. Cree oír a los jueces y lo intenta por última vez, al fin y al cabo, el chico no parece tan tonto como para revelar qué esconde por culpa de una desconocida.
—Si no me muevo de aquí me pillarán, te relacionarán conmigo y descubrirán lo que ocultas.
—Yo… no estoy ocultando nada.
—Mientes fatal. Decide… —Captan los cascos de los caballos—. ¡Decide!
—Entra por detrás. Tú no hablas, yo tampoco. —La voz le tiembla y, por un momento, Eileen se pregunta si ese chaval no será más peligroso que la propia justicia de la Arga.
Sin embargo, la chica se guía por su instinto, allí solo huele el pánico de una presa, asiente, rodea el carro y se introduce bajo la lona. El fuerte olor a pescado le provoca una arcada silenciosa, aunque sigue escurriéndose entre los animales marinos que el joven ha conseguido pescar para camuflarse del todo.
Y el carro se pone de nuevo en marcha al tiempo que Eileen se topa con una mirada vacía, ahoga un grito e intenta alejarse lo máximo posible del cadáver que tiene los labios entreabiertos y apesta tanto como la pesca. Se lleva las manos a la boca y se la presiona, aprieta mucho más, hasta sentir los dientes contra la carne, cuando se vuelven a detener y se escucha la voz apagada del chico y las inconfundibles de los jueces.
«¿Te has cruzado con una chica…?».
«… el camino despejado…».
«¿Podemos echar un vistazo al…?».
Negativas.
Tensión.
El cadáver es el confidente de Eileen, angustiada y consciente de que ha confiado en un asesino. Un chico de maneras torpes y desfasadas que ha cometido el peor crimen contra una persona. En la manga de su extraño vestuario, hay bordado un cuervo y una flecha: el símbolo de la resistencia isleña. Un símbolo ilegal que ya no se utiliza.
«Si ve algo…».
«La gente puede llegar a ser muy peligrosa…».
«Que pase una buena tarde, Lior Zadiz».
Lior Zadiz, el asesino de isleños.
Grabado a fuego, será el protagonista de varias pesadillas esa misma noche, Eileen lo sabe mientras el carro reanuda el trayecto. Lo sabe mientras espera a que pase un tiempo prudencial. Lo sabe mientras desciende en marcha, sin avisar, con una agilidad que le hubiera gustado demostrar antes.
Eileen lo sabe y lo deja ir.
Porque han intercambiado sus secretos.
Ambos valen demasiado y, a la vez, nada.
Distrito Los Caminos. Vala, capital de Brisea
Mats Ehart se siente perdido, esa sensación siempre se acrecienta cuando se encuentra en un espacio cerrado. Las paredes de la habitación parecen estrecharse, le recuerdan que son una especie de celda: un castigo por su falta de control. Mats Ehart está perdido, aunque él no quiera reconocerlo. Por suerte, Aster permanece a su lado, una tumba de secretos, porque es la única que lo escucha escaparse por la ventana cada vez que se escabulle de sus padres, buscando un aliento que ni siquiera respira en los pequeños detalles.
La maqueta en miniatura de un caballo de metal lo mira desde el suelo. Está rodeado de un mar de piezas, tan diminutas, tan complejas en su composición, que hasta el relojero más hábil se habría puesto nervioso. Para Mats todo guarda sentido: una rueda dentada a la izquierda, el tornillo un poco más apretado de lo habitual y el hueco de la carga autónoma accesible pero invisible.
Le aburren los trabajos de clase, nunca pierde la oportunidad de evidenciarlo ante cualquiera. Sin embargo, Mats es consciente de que hay una razón de más por la que no soporta hacerlos: su destino marcado por las leyes de la Arga. No será un mal artífice cuando acabe la Escuela Argámica, de hecho, tercero tampoco le está sabiendo a mucho; pero que le hayan negado el saber si podría haberse dedicado a otro oficio…
Al hundirse la Isla, fuente principal y única de la argamea, la Arga decidió que los que tenían relación con ella y sus familias se encargarían de mantenerla. Serían los responsables de la posible ruina del país si no impedían que se extinguiera en un futuro. Los isleños se la habían llevado y a los que permanecieron en tierra les quedó una sola opción, un pago incuestionable por el supuesto delito de sus congéneres: trabajar y recuperar la argamea costara lo que costara. Incluso la libertad.
—Esto es increíble —dice Aster, asombrada, en cuanto entra en el dormitorio.
Mats se encorva más y frunce el ceño, aunque ese silencio forzado no logrará que su hermana se dé por vencida.
—¿Es una de las prácticas de Avances Mecánicos?
—Da muy mal rollo que conozcas tan bien mi horario.
—Esa asignatura la compartes con los de segundo, con Garnet, ¿recuerdas?
—Garnet… —Finge pensarlo. Sabe, sin duda, quién es.
—Garnet Ederle. Mecánica de segundo.
—¡Ah, sí! Un día le pedí dar una vuelta y casi me suelta un bofetón. —Mats suspira, teatral, mientras alza una pieza a contraluz—. Otro me habría dado la profesora Itimad. —Ella arquea una ceja—. La Escuela la trajo como profesora invitada, ya ni recuerdo de dónde venía… Un país muy lejos de Nimre. Esa mujer es más irónica que tu amiguita y tiene tanto carácter que todavía me sorprende haber sobrevivido para contarlo.
—Razones no les faltan, porque tú nunca sales «a dar una vuelta» con nadie.
—Bichejo, ¿por quién me tomas?
Aster no responde y Mats escucha el susurro de las ruedas de la silla, entiende por qué se ha acercado, pero se resiste a girarse. Ambos saben que él es bueno en lo suyo, en ser artífice, una ocupación que todos creen un trabajo demasiado delicado y técnico, en cambio, Mats lo ve absolutamente creativo, un espejo de quién es: sencillo equivocarse, complicado arreglarlo. ¿Se puede amar y odiar algo al mismo tiempo, con la misma intensidad?
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