1 ...8 9 10 12 13 14 ...19 Brendan esperó, previendo que el cardenal se defendería o negaría la acusación, pero éste simplemente dijo:
—Tiene razón, sacerdote. Esa es la verdad.
—Si así lo entiende, me parece que ya ha confesado todo lo necesario.
El anciano lentamente se dio la vuelta para estar frente a frente con Brendan, con los apagados ojos muy abiertos.
—Entienda esto, Brendan —dijo con voz entrecortada—: el mismísimo Satanás estuvo ahí. Usted luchó contra el mismísimo Satanás.
Brendan estudió el rostro del hombre y vio ahí un auténtico miedo, además de algo que no sabía interpretar.
—Supongo que está hablando metafóricamente, padre —dijo; hizo una pausa y frunció el ceño cuando el cardenal negó con la cabeza—. ¿Werner Pale?
Ahora el cardenal asintió. Brendan se pasó la mano por el pelo negro que le llegaba a los hombros y bajó la mirada, resistiendo el impulso de decir algo displicente o sarcástico que después pudiera lamentar. Al fin levantó la mirada y dijo:
—No, padre. Pale era un asesino psicópata y un ser humano completamente inútil, no Satanás. Creer eso no es más que su manera de eludir la responsabilidad personal por lo que pasó. Eso es lo que hizo Henry Vanderklaven y es lo que mató a su esposa.
El cardenal abrió aún más los ojos y sus manos empezaron a temblar junto con su voz.
—Pero, ¿y si tengo razón, Brendan? ¿Y si era Satanás?
—Lo que usted crea a mí no me incumbe, su eminencia —respondió Brendan sin alterarse—. Crea lo que le dé paz, pero luego no me pida que ayude a resolver los conflictos que siguen ahí.
El anciano aspiró hondo y exhaló con mucha lentitud. Sus temblores disminuyeron y se arrellanó cansinamente en el banco.
—Me gustaría mucho saber qué pasó después —dijo en voz tan baja que Brendan difícilmente entendió sus palabras.
—¿Acaso Vanderklaven no le contó?
El viejo suspiró, se produjo un sonoro traqueteo en sus pulmones y habló.
—Henry Vanderklaven se metió una bala en el cerebro poco después de volver de Europa, como tres meses después de que trascendieron los acontecimientos de que hemos estado hablando. Creo que fue por algo que usted le dijo o le hizo.
Brendan buscó en su interior alguna lástima por Henry Vanderklaven, un hombre que, de acuerdo con su sistema de creencias, se había sentenciado a la condenación eterna. No sintió nada. Creía que el hombre no había hecho nada por sí mismo salvo acabar con su vida. Descubrió que ya no creía en infiernos o cielos, excepto esos creados por la conciencia y las acciones humanas vivientes, y acaso nunca había creído. Su fe siempre había consistido en vivir cada día como un ser humano que procura estar a la altura del ejemplo de Cristo, no en recompensas o castigos eternos. Lo que sí creía y sabía era que Vanderklaven había creado un infierno para los demás que aún los atormentaba, y le alegraba que ya no estuviera vivo.
—¿Brendan? —dijo suavemente el cardenal—. ¿Qué pasó?
—Después de que Lisa se fugó por segunda vez y vino al refugio infantil, le prometí que estaría a salvo de toda clase de demonios (humanos o no) hasta que yo hubiera investigado para intentar determinar la verdad —dijo Brendan en un tono uniforme que no dejaba traslucir la agitación que una vez más se levantaba en su interior—. Le fallé. No sólo se suicidó su madre a consecuencia de mis torpes preguntas, sino que Werner Pale, actuando bajo las órdenes de su padre, la secuestró una segunda vez mientras yo estaba ocupado tratando de defenderme de la excomunión. Luego el padre, la hija y Pale se fueron a Europa. Por lo que respecta a los cuerpos policiales y las agencias de asistencia a menores, el asunto estaba fuera de su jurisdicción. Pero no era una circunstancia con la que yo pudiera vivir. Le prometí a Lisa que no le harían daño. Los busqué y los encontré. Los detalles son lo de menos. Lo importante es que finalmente hallé la manera de que Henry Vanderklaven encarara el hecho de que el amigo en el que confió para levantar su negocio de muerte lo traicionó con su esposa y violó reiteradamente a su hija. Vio, finalmente, cómo su propia avaricia lo cegó, destruyó a su esposa y le ganó el odio de su hija. No sabía que se hubiera suicidado. A pesar de su aparente fanatismo, por lo visto no creía en el perdón, ni siquiera para sí, y seguramente tampoco creía en la redención.
—Y ahora… ¿dónde está la muchacha?
—En Nueva York. Felizmente casada y madre de un hijo. Trabaja para una agencia privada de servicios sociales para la infancia.
En eso el anciano volvió a voltear lentamente para ver a Brendan y estudiar su rostro unos momentos. Al fin dijo:
—Ah, sí. La misma agencia, supongo, para la que usted ha hecho tan buen trabajo, la que dirige la exmonja con la que se rumora que tiene usted una… ¿relación?
—No creo que eso forme parte de esta historia, su eminencia, ¿o sí? El hecho es que Lisa ahora está a salvo y tiene una vida propia. Sigue teniendo pesadillas, pero ésas se irán con el tiempo.
El cardenal movió ligeramente la cabeza en señal de asentimiento.
—Y… ¿Werner Pale? —preguntó.
—Está muerto. Yo lo maté.
Brendan vio al hombre reaccionar con lo que podría haber sido sorpresa, pero también algo que no pudo determinar del todo.
—¿Usted, sacerdote, mató a este mercenario?
—Él estaba tratando de matarme a mí. Peleamos, y tuve suerte. Había planeado prenderme fuego, pero fue él quien cayó en las llamas.
Una vez más el viejo cardenal, aparentemente absorto en sus pensamientos, guardó silencio unos minutos. Al fin dijo:
—He oído decir que desde que nos dejó ha matado a varios hombres. ¿Es posible que haya cambiado tanto, sacerdote?
—No me toca a mí decir cuánto he cambiado, su eminencia. No he hecho daño a nadie que no intentara hacerme daño a mí o, en ocasiones, a un niño. Ya le he dicho lo que quería saber. ¿Está satisfecho?
—¿Le gustaría escuchar lo que me ha pasado en los últimos cinco años?
—Si siente la necesidad de contármelo, escucharé.
—Dios me ha dado la espalda, Brendan. Fui injusto con usted, y por eso he sido castigado. Si bien es cierto que la decisión de excomulgarlo vino de Roma, la misma gente me culpó a mí en última instancia, pues conocían la verdad de la que usted hablaba. A menudo me siento como si se me hubiera excomulgado como a usted. No he tenido paz en estos cinco años.
—Me suena a que ha estado ocupado castigándose a usted mismo, su eminencia. Cometió un error, y Dios lo perdonará. ¿Dónde está su fe?
El cardenal sacudió la cabeza con impaciencia y renovado vigor.
—Fue más que un simple error. Es cierto que nunca creí que la muchacha estuviera poseída, y sin embargo, lo mandé a realizar un rito sagrado simplemente para aplacar a su padre. Eso es blasfemia, sacrilegio. No necesito nada más el perdón de Dios, Brendan: también el de usted.
—Lo tiene.
—Escuche mi confesión.
—Creo haberlo hecho ya.
—En el confesionario. Por favor.
—No, su eminencia. Esta es la segunda vez que me pide realizar un rito sagrado en circunstancias inapropiadas. La…
—¡Precisamente!
—…primera vez ninguno de los dos creía en lo que estábamos haciendo, y las consecuencias fueron una muerte y mi excomunión. Ahora que me han excomulgado, las autoridades eclesiásticas no reconocerían la santidad de ninguna confesión que usted hiciera ante mí. No entiendo qué es lo que verdaderamente quiere, pero sí sé que no puede ser el sacramento de la confesión.
El viejo cardenal se puso de pie despacio, se giró para quedar frente a Brendan y se irguió. Sus ojos se pusieron de pronto muy brillantes.
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