El ejército francés había llegado a San Quintín, dispuesto a liberarlo del sitio español en un abrir y cerrar de ojos. Agazapado en el bosque al principio, había abandonado su protección en ese momento e intentaba acercarse a la ciudad mientras su vanguardia cruzaba el río en barca.
Un grito atronador sorprendió a la avanzadilla francesa.
—¡Fuego!
Al momento una espesa nube de humo grisáceo ascendió a lo largo de la orilla. Los arcabuceros españoles, que junto a los piqueros y los mosqueteros formaban el cuerpo de élite, habían pillado desprevenido al enemigo.
—¡Preparaos, cargad de nuevo! —repitió el sargento con autoridad.
La segunda descarga sembró de muerte la margen izquierda del Somme. El intenso olor a pólvora quemada disimulaba el hedor de los cuerpos mutilados. Un amasijo de carnes y huesos carbonizados quedaba oculto bajo una densa humareda.
—¡España y Santiago!
De nuevo una rociada de pólvora y balas descargaba sobre las ya maltrechas huestes francesas. Los lamentos de los heridos y los gritos de los moribundos ahogaban el ensordecedor silbido de las balas. Apenas un reducido grupo de trescientos hombres logró alcanzar la ciudad.
La escuadra de Gonzalo, que se encontraba en la retaguardia con el objeto de evitar cualquier contraataque que pudiera venir de los sitiados, observaba en silencio el desarrollo de la contienda.
El estío se había dejado caer y un sol de justicia flagelaba los rostros de los soldados al tiempo que hacía relucir sus picas, yelmos y corazas.
Las tropas del monarca francés, Enrique II de Valois, asistieron con espanto a la cruenta escabechina de sus compatriotas. Instantes después, aprovechando la confusión creada entre los valones, el conde Egmont dirigió su caballería contra las filas francesas haciéndolas retroceder hasta el bosque. Un ejército de lanzas que superaban los cuatro metros de longitud con la cruz de san Andrés al frente, enseña de los tercios españoles, cubrió el campo de batalla.
—¡Santiago y España!
Una vez más aquel grito anunciaba una nueva arremetida de los españoles. La infantería de Felipe II comenzó el despliegue.
Los gritos de capitanes y sargentos recorrieron las compañías organizando la estrategia de combate. El batir de tambores junto al relincho de los caballos se hizo estremecedor.
Los franceses intentaron el contraataque. La embestida de su caballería fue rechazada por una descarga de arcabuceros españoles. Con la sangre fría y pese al elevado número de bajas, los valones recompusieron sus filas y volvieron a la carga. Con el rostro crispado, los hombres buscaban la muerte entre el frío acero toledano y el humo de la pólvora. Los caballos caían, destripados unos desjarretados otros, a pleno sol. Entretanto, la infantería española avanzaba en todo el frente. El propio duque de Saboya mandaba el centro. Los franceses comenzaron a retroceder y, a medida que fue aumentando la presión de la infantería, se batieron en retirada. Los sitiados observaron estremecidos cómo sus esperanzas de rescate se desvanecían como la brisa fresca del amanecer diluida por el abrasador sol de agosto.
—¡Mirad! Intentan una nueva embestida —se escuchó desde las murallas.
Un grupo de jinetes, empecinados, se caló las picas y avanzó hacia el frente, con los ojos inyectados en sangre, preparados para entablar combate cuerpo a cuerpo. Las dos alas del tercio español cayeron con violencia sobre ellos y las cargas de los arcabuceros no se dejaron esperar. Pese a los esfuerzos de los oficiales el miedo contagió a los franceses, que salieron precipitadamente de detrás del bosque.
Gonzalo permanecía en silencio con la vista concentrada en el enemigo. Tenía las piernas abiertas, descansando sobre sus rodillas medio dobladas y descargando toda su furia a través del cañón de su arcabuz. El humo de la pólvora le había irritado los ojos hasta hacerle llorar. Entonces creyó que las lágrimas le engañaban. Se frotó el ojo derecho y volvió a mirar. Ahora no tenía duda alguna. Allí estaba. Un arcabucero francés apuntaba al conde Egmont. Estaba lejos, pero dentro de su distancia de tiro, o al menos así lo creía. No lo pensó dos veces. Con el ojo recién limpio de pólvora apuntó en una fracción de segundo y apretó el gatillo. Cuando la nube de pólvora se desvaneció vio como el conde le dirigía una amplia sonrisa de gratitud. Él le correspondió con una leve inclinación de cabeza. Aquel incidente sería el inicio de una cordial amistad, pero no podía sospechar, ni siquiera imaginar, cómo le iba a afectar en años posteriores.
Había atardecido y la desolación había invadido los alrededores de San Quintín: los cadáveres y las extremidades de los caballos se amontonaban sobre la explanada; más de seis mil soldados franceses habían perecido y dos mil eran hechos prisioneros.
En el cielo, dos enormes columnas de humo ocultaban el sol.
La conjura,
21 de febrero de 1565
El carruaje enfiló lentamente el inicio de la calle. Las losas irregulares que conformaban el piso de la calzada hacían saltar, con gran estrépito, las ruedas contra el suelo. María se aferró a su asiento a medida que las sacudidas provocadas por los baches la zarandeaban de un lado a otro en el interior del vehículo.
El palacio presentaba elegante factura: era un edificio renacentista, de finales del siglo quince, construido con pequeños sillares de piedra. Dos torres cuadradas situadas en los extremos y rematadas con una rica crestería flanqueaban la fachada principal.
María miró a través de la ventanilla del carruaje. Situado en una plazoleta, el solemne edificio presidía la explanada. No lejos de allí, apenas unas calles más abajo, se podía escuchar el tañido de las campanas llamando a la oración. Durante un instante pensó que la búsqueda de su padre por fin tendría un final feliz. Se sintió relajada, como cuando se sentaba frente a su clavicordio. Entonces una extraña sensación se apoderó de ella: era como si volviera a ser la niña que recibía las lecciones de música de su padre. En su memoria se reprodujeron los momentos en que tocaban y reían juntos mientras poco a poco el sol se ocultaba en la lejanía. Todo parecía ahora muy lejano en el tiempo.
El desvelado interés de su padre por cultivar su talento le había llevado a estudiar con el maestro Francisco Salinas en Salamanca, recibiendo de él clases magistrales de teclado. Aquel magisterio, junto a la protección de su padrino, el Duque de Alba, le permitió cuatro años atrás la oportunidad de desempeñar un trabajo en la corte.
Sumida en sus pensamientos, llegó frente al palacio. Cuando el carruaje se detuvo, abrió la portezuela y bajó cautelosamente.
Sonrió. Notó como un nudo se formaba en su garganta mientras descendía del coche. Elevó la vista y reparó, durante un instante, en el escudo de armas que presidía la fachada. La linajuda familia Mendoza había unido sus apellidos a los del príncipe de Éboli, hombre de confianza de su majestad Felipe II.
Penetró en el edificio y accedió a un patio interior con dos galerías de columnas bajo arcos rebajados. María cruzó el patio y se dirigió a una de las estancias situada en la galería inferior. Se detuvo en la entrada, mientras un criado la anunciaba.
Tenía dieciocho años. Sus llamativos ojos azules, brillantes, como si un mar en calma los hubiera inundado, aparecían bajo unas cejas rubias delicadamente perfiladas.
—¿Se puede? —preguntó el fámulo asomándose a la habitación—. La dama que esperabais acaba de llegar.
—Hacedle pasar —respondió el noble.
El conde Egmont se levantó nada más entrar la joven y avanzó a su encuentro; era un hombre maduro, de aspecto cálido. Había llegado a Madrid el día anterior para tratar asuntos sobre los Países Bajos con su majestad Felipe II y se había alojado en la residencia de su amigo, el príncipe de Éboli.
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