Me sentí encolerizado e incapaz de seguir hablando. No sólo no le creía a Ricardo. Ahora había comenzado a dudar de Arlette. Me imaginé que me había estado otorgando la distinción de ponerme unos hermosos cuernos. Estaba en su cuarto de trabajo. Seguía fumando, de pie, mirando la ventana, a pesar de que afuera todo era oscuridad.
Abrí mi lado de la cama y me acosté. Aunque no dormí muy bien, amanecí más relajado, y con apetito. Miré a Arlette con afecto. Ya estaba vestida, aunque con cara de no haber dormido bien. Mis celos se habían apaciguado.
-Creo que Ricardo debería entregarse a la policía- le dije, mientras me vestía-. Si es culpable, es lo que corresponde. Si es inocente, no podrá probarlo estando arrancado. Después que lo detengan podrá conseguir la libertad bajo fianza y contratar un abogado que investigue a fondo el fraude. Es lo que cualquier persona decente haría, ¿no te parece?
-Pienso lo mismo- me contestó escuetamente-. Voy a tratar de convencerlo.
Estaban reunidos en la cocina cuando bajé.
-¿Les preparo unos huevos para desayunar?- les ofrecí, con buena disposición.
-Quique, lo lamento, pero te dejo- el rostro de Arlette mostraba frialdad-. Nos vamos fuera de la ciudad.
Apreté mis puños y la clara de los huevos saltó por el aire.
AL FRÍO DE LA NOCHE
El profesor Schmidt terminó su whisky y le pidió al anfitrión el teléfono de la casa para llamar a un taxi. Ya eran pasadas las doce de la noche y los comensales comenzaban a retirarse. La comida había sido muy conversada, con gran animación y todos pendientes de las opiniones del profesor Schmidt, el invitado de honor. Había venido a esa pequeña universidad situada casi en la frontera con Canadá, en el estado de Massachusetts, para dictar un curso de invierno durante el receso del mes de enero. El enseñaba ciencias políticas en Princeton, había ganado una cátedra de por vida y su curriculum estaba nutrido de publicaciones, conferencias internacionales y consultorías a muchos gobiernos europeos. Era una autoridad en materias relacionadas con el nuevo orden mundial que se estaba gestando después de la crisis del petróleo de 1973. De origen alemán, se radicó en Estados Unidos donde hizo la mayor parte de su carrera académica. Ya estaba cercano a la edad del retiro, aunque energías y ambición no le faltaban para aceptar cuánta invitación le llegara.
-Por ningún motivo, profesor- le dijo enfático Williams, otro de los invitados a la cena. Era un hombre joven, de unos treinta y cinco años, delgado y enjuto-. No pida taxi, yo lo puedo llevar y con mucho gusto.
-Muchas gracias, pero no quisiera molestarlo. Vivo bastante lejos, en una casa que arrendé en las afueras del pueblo. Una casa muy rural. Está en el camino de Woodstock.
-No es ningún problema. De hecho, yo también voy en esa dirección.
-Bueno, en ese caso, encantado. Le acepto su amabilidad.
Se despidieron del resto de los participantes, del dueño de casa y su esposa. La noche estaba extremadamente helada. Soplaba un viento gélido, de aquéllos que se llevan las nubes, convierten la nieve reciente en hielo duro y bajan la temperatura a muchos grados bajo cero. De hecho, los informes del tiempo habían alertado a la población a cuidarse de las posibles y severas hipotermias. Se anunciaban temperaturas de treinta grados bajo cero.
Subieron al auto de Williams, quien puso en marcha el vehículo y activó la calefacción al máximo. El interior del coche estaba muy helado. Todavía quedaban resto de hielo en el parabrisas como resultado de la nevada de la noche anterior. El profesor Schmidt se subió el cuello de su chaquetón, se forró con la bufanda hasta la boca y se cubrió la cabeza hasta las orejas con un gorro de lana.
-Hay que precaverse del frío-, le comentó a Williams-. A mi edad, ya tengo setenta años, los enfriamientos pueden ser muy peligrosos. El año pasado estuve un mes en una clínica por una bronconeumonía rebelde.
-Por supuesto, pero no se preocupe. La calefacción ya va a empezar a entibiarnos. Demora un poco, pero responde.
El paisaje nocturno era hermoso. Había luna creciente que iluminaba los campos blancos. Más allá se advertía una mancha oscura, probablemente un bosque de pinos, con sus copas cubiertas con la nieve congelada. Todavía se veían algunas casas iluminadas, cada vez más escasas.
Avanzaron durante unos diez minutos, siguiendo las instrucciones del profesor.
De pronto el auto hizo como un estertor y se desvió bruscamente hacia la berma. Todo quedó en silencio. Williams soltó una maldición y le dijo a Schmidt:
-¡Diablos! Parece que tenemos una panna de rueda delantera.
-¡Pero no puede ser!-, le replicó Schmidt, intranquilo-. ¡Qué mala suerte!
-No se preocupe-, lo tranquilizó Williams-. Sólo tomará algunos minutos cambiar la rueda.
Williams se bajó del coche, miró la rueda delantera y confirmó con su cabeza que estaba desinflada. Se dirigió al baúl trasero del auto. Schmidt se arropó más con su chaquetón y no quiso bajarse hasta saber más. Williams tardaba en aparecer, lo que intranquilizó más al profesor. Por fin el otro apareció y se mostró preocupado.
-Tenemos un problema. No está la gata. Es inexplicable. Debería estar. Disculpe, profesor, y no se preocupe. Volveré a la casa de nuestro amigo y pediré ayuda. Soy buen corredor. En treinta minutos estaré de vuelta. No se mueva del auto. Abríguese bien.
Williams cerró la puerta, no sin antes retirar las llaves del contacto. El profesor Schmidt sintió una fuerte desazón. No le gustó nada el panorama. De hecho, experimentó indignación con Williams. Le pareció un irresponsable aunque, es cierto, las ruedas pueden pincharse cuando menos uno espera, pero no tener la gata era una enorme torpeza. Repasó lo que sabía de este Williams. No lo conocía de antes, a pesar de que él mencionó haber sido alumno de ciencias políticas en Princeton. No lo recordaba, pero no era extraño. Los alumnos de postgrado pueden optar por distintas asignaturas y profesores. Se lo presentaron como ayudante de investigación de uno de los académicos invitados a la comida. Algo hablaron de su trabajo, pero le pareció que era de bajo perfil, más bien tenía que manipular estadísticas, preparar cuadros numéricos para otros profesores de mayor nivel. Todo muy necesario en una investigación, pero lo que realmente se valoraba en el ambiente era la calidad de los análisis, las conclusiones, las contribuciones teóricas.
A la indignación, comenzó a acosarlo la angustia. El frío volvió a atormentarlo. La detención del motor significó que también la calefacción desapareció. ¿Por qué no dejó el motor andando? Se sentía muy vulnerable. ¿Cómo diablos se metió en esa situación? No se veía un alma, todo era descampado, una combinación de manchas blancas y oscuras. De la angustia pasó al terror. ¿Sería posible que estuviera cerca de su final? Pensó en su familia, su esposa y dos hijas, sus nietos. ¿Sería posible que les faltara por una torpeza menor? Eran una familia muy unida y se cuidaban entre ellos. Se amaban profundamente. Le aterró la idea de que lo perdieran. La inmovilidad de estar sentado en ese lugar inhóspito le pareció que era lo peor que le había pasado. Debería moverse, caminar, activar su organismo. Se bajó del auto y sintió las ráfagas de viento cortando su rostro como hojas de afeitar. Le dio a su bufanda varias vueltas en torno a la cabeza, tapándola casi por completo.
Comenzó a caminar a paso rápido. En pocos minutos sintió que se le escapaban lágrimas, pero que inmediatamente se convirtieron en hielos duros. Herían sus ojos. También sintió hielos en torno a su boca. Era su aliento que se transformaba también. Todo su cuerpo comenzó a congelarse, especialmente sus pies y sus piernas. Mantuvo el ritmo de sus pasos, sin saber ya adónde se dirigía. Pensó que quizás si encontrara un bosque, podría ser menos helado que la intemperie en que estaba. Divisó la mancha oscura y avanzó hasta llegar a un bosque. Los ojos congelados apenas le permitían alguna visión. Ante los primeros árboles salió del camino y se internó. Efectivamente, el frío disminuyó levemente, pero le pareció que más podía ser fruto de su imaginación. La superficie bajo el bosque no le hizo las cosas menos difíciles. Sintió que se movía con dificultad, sus miembros no le obedecían. Su mente estaba confusa y ya no razonaba bien. Perdió la noción del tiempo que había transcurrido desde que se bajó del auto. De pronto sus pies tropezaron con un tronco. El piso cedió y se desplomó como bulto inerte.
Читать дальше