Lucy Maud Montgomery - 100 Clásicos de la Literatura

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Sus conversaciones, sus expresiones, eran las que exige la más elemental cortesía mundana. ¡Tanto como habían sido una vez el uno para el otro! Y ahora nada. En cierta época de su vida les hubiese sido difícil pasar un momento sin dirigirse la palabra, aun en medio de la más concurrida reunión del salón de Uppercross.

Con excepción quizá del almirante y de Mrs. Croft, que parecían muy unidos y felices (Ana no conocía otro caso, ni siquiera entre los matrimonios), no había habido dos corazones tan abiertos, dos gustos tan similares, más comunidad de sentimientos, ni figuras más recíprocamente amadas. Ahora eran dos extraños. No; peor que extraños, porque jamás podrían llegar a conocerse. Era un exilio perpetuo.

Cuando él hablaba, era la misma voz la que ella escuchaba, y adivinaba los mismos pensamientos. Había gran ignorancia de asuntos navales entre los asistentes a la reunión. Lo interrogaban mucho, especialmente las señoritas Musgrove -que no parecían tener ojos más que para él-, acerca de la vida a bordo, las órdenes diarias, la comida, los horarios, etcétera, y la sorpresa ante sus relatos, al escuchar el nivel de comodidades que podía obtenerse, daban a la voz de él cierto lejano y agradable tono burlón, que recordaba a Ana los lejanos días cuando ella también era ignorante y suponía que los marineros vivían a bordo sin nada que comer, sin cocina para abastecerse, criados que aguardasen órdenes ni cubiertos que usar.

Mientras pensaba y escuchaba esto, se oyó un murmullo de Mrs. Musgrove, quien, sobresaltada por un profundo arrepentimiento, no pudo menos que decir:

-¡Ah, señorita Ana, si el cielo hubiera permitido vivir a mi pobre hijo, sería igual a nuestro amigo en la actualidad!

Ana reprimió una sonrisa y escuchó bondadosamente, mientras Mrs. Musgrove aliviaba su corazón un poco más, y, por unos momentos, le fue imposible seguir la conversación de los demás.

Cuando pudo permitir a su atención seguir sus naturales deseos, encontró a las señoritas Musgrove revisando una lista naval (propiedad de ellas, y la única que jamás había sido vista en Uppercross) y sentándose juntas para examinarla, con el propósito de encontrar los barcos que el capitán Wentworth había comandado.

-El primero fue el Asp, bien lo recuerdo; busquemos el Asp.

-No lo encontrarán ustedes ahí: estaba viejo y desvencijado. Fui el último en comandarlo. Apenas servía ya entonces. Por un año o dos fue considerado bueno para servicios locales y, con este propósito, fue enviado a las Indias Occidentales.

Las muchachas miraron sorprendidas.

-El Almirantazgo -prosiguió él- se entretiene en enviar de vez en cuando algunos centenares de hombres al mar en barcos que ya no sirven. Pero ellos tienen que cuidar muchísimas cosas, y entre los miles que de todos modos se irán al fondo, les es difícil distinguir cuál es el grupo que sería más de lamentar.

-¡Bah, bah! -exclamó el viejo almirante-. ¡Qué charlas sin sentido tienen estos jóvenes! Jamás hubo mejor goleta que el Asp en su tiempo. Entre las goletas de construcción antigua jamás encontrarán ustedes rival. ¡Dichoso quien la tuvo! El sabe que debe haber habido veinte hombres solicitándola por aquel entonces. ¡Dichoso quien obtuvo tan pronto algo semejante, no teniendo más interés que el suyo propio!

-Le aseguro, almirante, que comprendo mi suerte -respondió muy serio el capitán Wentworth-. Estaba tan contento con mi destino como usted habría podido estarlo. Era algo grande para mí, en aquella época, estar en el mar, algo muy grande. Deseaba hacer algo.

-Y por cierto lo hizo. ¿Para qué habría de permanecer en tierra seis meses un hombre joven como usted? Si un hombre no tiene esposa, pronto desea volver a bordo.

-Pero, capitán Wentworth -exclamó Luisa-. ¡Cuán humillado debe haberse sentido usted cuando, llegando a bordo del Asp, vio el viejo barco que se le destinaba!

-Ya conocía el barco de antes -respondió él sonriendo-. No tenía más descubrimientos que hacer en él que los que tendría usted en una vieja pelliza, prestada entre casi todas sus amistades, y que un buen día se la prestaran a usted también. ¡Ah! ¡Era muy querido el viejo Asp para mí! Hacía cuanto yo deseaba. Tuve siempre esa seguridad. Sabía que habíamos de irnos al fondo juntos o salir de él siendo algo; nunca tuve un día de mal tiempo mientras lo comandé; después de haber tomado suficientes corsarios como para pasarlo bien, tuve la buena suerte, a mi regreso el otoño siguiente, de toparme con la fragata francesa que deseaba. La traje a Plymouth, y esto también fue obra de la buena fortuna. Estuvimos sondeando seis horas cuando súbitamente se levantó un vendaval que duró cuatro días y que hubiera terminado con el viejo Asp en menos de lo que tardo en decirlo.

“Nuestro encuentro con la Gran Nación no hubiera mejorado la situación. Veinticuatro horas más y yo hubiera sido un valiente marino, el capitán Wentworth, en un pequeño párrafo de una columna de los periódicos. Y, habiendo perdido la vida en el primer viaje, nadie me hubiera recordado.

Ana debía ocultar sus sentimientos, mientras las señoritas Musgrove podían ser tan sinceras como lo deseaban en sus exclamaciones de compasión y horror.

-Y entonces -dijo Mrs. Musgrove quedamente, como pensando en voz alta- fue cuando se dirigió al Laconia y se encontró con nuestro pobre muchacho. Carlos, querido mío -haciendo señas para que le prestara atención-, pregunta al capitán Wentworth cuándo se encontró con tu pobre hermano. Siempre lo olvido.

-Creo que fue en Gibraltar, madre. Dick fue dejado enfermo en Gibraltar con una recomendación de su anterior capitán para el capitán Wentworth.

-¡Oh! Di al capitán Wentworth que no debe temer mencionar a Dick delante de mí; por el contrario, para mí será un placer oír hablar de él a tan buen amigo.

Carlos, importándole más el asunto que a su madre, asintió con la cabeza y se fue.

Las muchachas se habían puesto a buscar al Laconia y el capitán Wentworth no pudo evitar tomar el precioso volumen en sus manos para evitarles molestias, y una vez más leyó en voz alta su nombre y los demás pormenores, comprobando que también el Laconia había sido un buen amigo, uno de los mejores.

-¡Ah, eran días muy gratos aquellos en que comandaba el Laconia! ¡Cuán rápidamente hice dinero en él! ¡Un amigo mío y yo tuvimos tan agradable travesía desde las islas occidentales! ¡Pobre Harville! Ustedes saben cómo necesitaba dinero, aun más que yo. Tenía mujer. Era un muchacho excelente. Jamás olvidaré su felicidad. Sufría todo por amor a ella. Deseé encontrarlo nuevamente en el verano siguiente, cuando yo tenía todavía la misma suerte en el Mediterráneo.

-Ciertamente, señor -dijo Mrs. Musgrove-, fue un día feliz para nosotros cuando lo hicieron a usted capitán de aquel barco. Nunca olvidaremos lo que usted hizo.

Sus sentimientos la hacían hablar en voz alta, y el capitán Wentworth, oyendo sólo parte de lo que decía, y no teniendo probablemente en su pensamiento a Dick Musgrove, quedó en suspenso, como esperando algo.

-Habla de mi hermano -dijo una de las muchachas-. Mamá está pensando en el pobre Ricardo.

-Pobre chico -continuó Mrs. Musgrove-. Se había puesto tan serio; sus cartas eran excelentes mientras estuvo bajo su mando. Hubiera sido dichoso si nunca lo hubiese abandonado a usted. Puedo asegurarle, capitán Wentworth, que hubiéramos sido muy felices todos nosotros si así hubiese sido.

Una momentánea expresión del capitán Wentworth, mientras hablaba, una rápida mirada de sus brillantes ojos, un gesto de su hermosa boca, bastaron para probar a Ana que en lugar de compartir los deseos de Mrs. Musgrove respecto a su hijo, había tenido, a no dudarlo, mucho deseo de verse libre de él; pero esto fue un movimiento tan rápido que ninguno que no lo conociera tanto como ella pudo notarlo. Un instante después, dominándose, tomó aire serio y reposado, y casi de inmediato, encaminándose al sofá, ocupado por Ana y Mrs. Musgrove, se sentó al lado de ésta y empezó en voz baja una conversación con ella, acerca de su hijo, haciéndolo con simpatía y gracia naturales, mostrando la mayor consideración por todo lo que había de real y sincero en los sentimientos de los padres.

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