Arturo Pérez-Reverte - El caballero del jubón amarillo
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Doce cornudos, digo comediantes,
que todo diz que es uno, y otra media
docena de mujeres de comedia,
medias mujeres de los doce de antes.
Se disponía el capitán a presentar excusas y seguir su camino, algo corrido por el enredo, cuando la esposa, con intención de picar a su acosador dándole celos o por ese juego sutil y peligroso en que a menudo se complacen las mujeres, agradeció con palabras dulces la intervención de Alatriste, mirándolo de abajo arriba mientras lo invitaba a visitarla alguna vez en el teatro de la Cruz, donde esos días se daban las últimas representaciones de una comedia de Rojas Zorrilla. Sonreía mucho al decirlo, mostrando sus dientes blanquísimos y el óvalo perfecto de la cara, que sin duda Luis de Góngora, el enemigo mortal de don Francisco de Quevedo, habría trocado en nácar y aljófares menudos. Y Alatriste, perro viejo en ése y otros lances, entrevió en su mirada una promesa.
El caso es que allí estaba ahora, dos meses después, en el vestuario del corral de la Cruz, tras haber gozado varias veces de aquella promesa -el estoque del representante Cózar no salió a relucir más- y dispuesto a seguir haciéndolo, mientras don Gonzalo Moscatel, con quien se había cruzado en ocasiones sin otras consecuencias, lo fulminaba con mirada fiera traspasada de celos. María de Castro no era de las que cuecen la olla con un solo carbón: seguía sacándole dinero a Moscatel, con mucho martelo pero sin dejarlo llegar a mayores -cada encuentro en la puerta de Guadalajara le; costaba al carnicero una sangría en joyas y telas finas-, y al mismo tiempo recurría a Alatriste, de quien el otro ya. Conocía de sobras la reputación, para tenerlo a distancia. Y así, siempre esperanzado y siempre en ayunas, el carnicero -alentado por el marido de la Castro, que amén de! gran actor era pícaro redomado y también le escurría la bolsa, como a otros, con veladas promesas- porfiaba contumaz, sin renunciar a su dicha. Por supuesto, Alatriste sabía que, Moscatel al margen, él no era el único en gozar de los favores de la representante. Otros hombres la frecuentaban, y se decía que hasta el conde de Guadalmedina y el duque de Sessa habían tenido más que verbos con ella; que, como decía don Francisco de Quevedo, era hembra de a mil ducados el tropezón. El capitán no podía competir con ninguno en calidad ni en dineros; sólo era un soldado veterano que se ganaba la vida como espadachín. Mas, por alguna razón que se le escapaba -el alma de las mujeres siempre le había parecido insondable-, María de Castro le concedía gratis lo que a otros negaba o cobraba al valor de su peso en oro:
Mas hay un punto, y notadle:
es que se da sin más fueros,
a los moros por dineros
y a los cristianos, de balde.
Y así, Diego Alatriste descorrió la cortina. No estaba enamorado de aquella mujer, ni de ninguna otra. Pero María de Castro era la más hermosa que en su tiempo pisara los corrales de comedias, y él tenía el privilegio de que a veces fuera suya. Nadie iba a ofrecerle un beso como el que en ese instante le ponían en la boca, cuando un acero, una bala, la enfermedad o los años lo hicieran dormir para siempre en una tumba.
II. LA CASA DE LA CALLE FRANCOS
La mañana siguiente tuvimos granizada de arcabuces. Aunque más bien la tuvo el capitán Alatriste con Caridad la Lebrijana, en el piso superior de la taberna del Turco, mientras abajo oíamos las voces. O la voz, pues el gasto de pólvora corría por cuenta de la buena mujer. El asunto, naturalmente, iba a circo de la afición de mi amo al teatro, y el nombre de María de Castro salió a relucir con epítetos -atizacandiles, tusona, barragana fueron los más comedidos que oí- que en boca de la Lebrijana no dejaban de tener su miga, pues a fin de cuentas la tabernera, que a los casi cuarenta años conservaba morenos encantos de quien tuvo y retuvo, había ejercido sin empacho de puta varios años, antes de establecerse, con dineros ahorrados en afanes y trabajos, como honesta propietaria de la taberna situada entre las calles de Toledo y el Arcabuz. Y aunque el capitán nunca hubiese hecho promesas ni propuestas de otra cosa, lo cierto es que al regreso de Flandes y Sevilla mi amo había vuelto a instalarse, conmigo, en su antigua habitación de la casa que la Lebrijana poseía sobre la taberna; aparte que ella le había calentado los pies y algo más en su propia cama durante el invierno. Eso no era de extrañar, pues todo el mundo sabía que la tabernera seguía enamorada del capitán hasta las cachas, e incluso le guardó ausencia rigurosa cuando lo de Flandes; que no hay mujer más virtuosa y fiel que la que deja el cantón a tiempo, vía convento o puchero, antes de acabar llena de bubas y recogida en Atocha. A diferencia de muchas casadas que son honestas a la fuerza y sueñan con dejar de serlo, la que pateó calles sabe lo que deja atrás, y cuánto, con lo que pierde, gana. Lo malo era que, además de ejemplar, enamorada, aún jarifa y hermosa de carnes, la Lebrijana también era mujer brava, y los devaneos de mi amo con la representante le habían removido la hiel.
No sé lo que dijo el capitán aquella vez, si es que dijo algo. Conociendo a mi amo, estoy seguro de que se limitó a aguantar la carga a pie firme, sin romper filas ni abrir la boca, muy a lo soldado viejo, aguardando a que escampara. Que tardó, pardiez, porque al lado de la que allí hubo, la del molino Ruyter y el cuartel de Terheyden juntas fueron cosa chica, oyéndose términos de los que no se usan ni contra turcos. Al cabo, cuando la tabernera empezó a cascar cosas -hasta abajo llegaba el estrépito de loza rota-, el capitán requirió espada, sombrero y capa, y salió a tomar el aire. Yo estaba, como todas las mañanas, sentado a una mesa junto a la puerta, aprovechando la buena luz para darle un repaso a la gramática latina de don Antonio Gil, libro utilísimo que el dómine Pérez, viejo amigo del capitán y mío, habíame prestado para mejorar mi educación, descuidada en Flandes. Que a los dieciséis años cumplidos, y pese a tener resuelta intención de dedicarme al oficio de las armas, el capitán Alatriste y don Francisco de Quevedo insistían mucho en que conocer algo de latín y griego, hacer razonable letra e instruirse con la lectura de buenos libros, permitían a cualquier hombre despierto llegar allí donde no podía llegarse con la punta de la espada; y más en una España en la que jueces, funcionarios, escribanos y otros cuervos rapaces estrangulaban a la pobre gente inculta, que era casi toda, bajo montañas de papel escrito para despojarla y saquearla más a sus anchas. El caso es que allí me hallaba, como digo, copiando miles, quem dux laudat, Hispanus est, mientras Damiana, la moza de la taberna, fregaba el suelo, y los habituales de aquella hora, el licenciado Calzas, recién llegado de la plaza de la Provincia, y el antiguo sargento de caballos Juan Vicuña, mutilado en Nieuport, jugaban al tresillo con el boticario Fadrique, apostándose unos torreznos y un azumbre de vino de Arganda. Acababa de dar un cuarto de las doce el vecino reloj de la Compañía cuando sonó arriba el portazo, se oyeron los pasos del capitán en la escalera, miráronse unos a otros los camaradas, y moviendo reprobadores las cabezas retornaron a los naipes: pregonó bastos Juan Vicuña, entró con espadilla el boticario y remató Calzas con punto cierto, llevándose la mano. En ésas me había levantado yo, tapando el tintero tras cerrar el libro, y tomando al paso mi gorra, mi daga y mi tudesquillo, de puntas para no ensuciarle el suelo a la fregatriz, salí en pos de mi amo por la puerta que daba a la calle del Arcabuz.
Anduvimos por la fuente de los Relatores hasta la plazuela de Antón Martín; y como para darle razón a la Lebrijana -yo seguía al capitán muy apesadumbrado- subimos luego hasta el mentidero de representantes. Era éste uno de los tres famosos de Madrid, siendo los otros el de San Felipe y las losas de Palacio. El que hoy nos ocupa estaba en el cuartel habitado por gentes de pluma y teatro, en un ensanchamiento empedrado en la confluencia de la calle del León con las de Cantarranas y Francos. Había cerca una posada razonable, una panadería, una pastelería, tres o cuatro buenas tabernas y figones, y cada mañana se daba cita allí el mundillo de los corrales de comedias, autores, poetas, representantes y arrendadores, amén de los habituales ociosos y la gente que iba a ver caras conocidas, a los galanes de la escena o a las comediantas que salían a la plaza, cesta al brazo o con sus criadas detrás, o se regalaban en la pastelería después de oír misa en San Sebastián y dejar su limosna en el cepillo de la Novena. El mentidero de representantes gozaba de justa fama porque, en aquel gran teatro del mundo que era la capital de las Españas, el lugar resultaba gaceta abierta: se comentaba en corros tal o cual comedia escrita o por escribir, corrían pullas habladas y en papeles manuscritos, se destrozaban reputaciones y honras en medio credo, los poetas consagrados paseaban con amigos y aduladores, y los jóvenes muertos de hambre perseguían la ocasión de emular a quienes ocupaban, defendiéndolo cual baluarte cercado de herejes, el Parnaso de la gloria. Y lo cierto es que nunca dióse en otro lugar del mundo semejante concentración de talento y fama; pues sólo por mencionar algunos nombres ilustres diré que allí vivían, en apenas doscientos pasos a la redonda, Lope de Vega en su casa de la calle de Francos y don Francisco de Quevedo en la del Niño; calle esta última donde había morado varios años don Luis de Góngora hasta que Quevedo, su enemigo encarnizado, compró la vivienda y puso al cisne de Córdoba en la calle. Por allí anduvieron también el mercedario Tirso de Molina y el inteligentísimo mejicano Ruiz de Alarcón: el Corcovilla a quien la bilis propia y la aversión ajena barrieron de los escenarios cuando sus enemigos reventaron El Anticristo , destapando en pleno corral de comedias una redoma de olor nauseabundo. También el buen don Miguel de Cervantes había vivido y muerto cerca de Lope, en una casa en la calle del León esquina a Francos, justo frente a la panadería de Castillo; y entre la calle de las Huertas y la de Atocha estuvo la imprenta donde Juan de la Cuesta hizo la primera impresión de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Eso, sin olvidar la iglesia en la que reposan hoy los restos del manco ilustre, la de las Trinitarias, donde Lope de Vega decía misa, y en cuya comunidad de monjas moraron una hija suya y otra de Cervantes. Por no faltar a lo español y a lo ingrato, conceptos siempre parejos, señalaré que también estaba cerca el hospital donde el capitán y gran poeta valenciano Guillén de Castro, autor de Las mocedades del Cid , moriría cinco años más tarde, tan indigente que hubo que enterrarlo de limosna. Y pues de miseria hablamos, recordaré a vuestras mercedes que el infeliz don Miguel de Cervantes, hombre honradísimo que apenas pidió otra cosa que pasar a las Indias alegando su condición de mutilado en Lepanto y esclavo en Argel, y ni siquiera eso obtuvo, había fallecido diez años antes de lo que ahora narro, el dieciséis del siglo, pobre, abandonado de casi todos, siendo llevado a su sepulcro de las Trinitarias por aquellas mismas calles sin acompañamiento ni pompas fúnebres -ni relación pública hubo de sus exequias-, y luego arrojado al olvido de sus contemporáneos; pues hasta mucho más tarde, cuando en el extranjero ya devoraban y reimprimían su Quijote , no empezamos aquí a reivindicar su nombre. Final este que, salvo contadas excepciones, nuestra desgraciada estirpe acostumbró siempre a deparar a sus mejores hijos.
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