Arturo Pérez-Reverte - El Capitán Alatriste

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En esta primera aventura, Diego Alatriste deberá cumplir un misterioso encargo entre conspiraciones, azares y emboscadas en estrechos callejones, entre el brillo de los aceros, en las tabernas donde Francisco de Quevedo compone sonetos entre pendencias y botellas de vino, y en los corrales de comedias donde las representaciones de Lope de Vega terminan a cuchilladas. Acción, historia y aventura se dan cita en estas páginas inolvidables.

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Pero la mayor sorpresa aún estaba por venir. Porque el poeta había gritado el nombre de Alatriste al entrar en liza; y el Rey nuestro señor, que iba de sobresalto en sobresalto, vio que, al oírlo, Carlos de Inglaterra y el duque de Buckingham se iraban el uno al otro.

– ¡Alatruiste! -exclamó el de Gales, con aquella pronunciación suya tan juvenil, cerrada y británica. Y tras inclinarse un momento por la barandilla de la ventana, echó una ávida ojeada a la situación allá abajo, en el patio, y luego se volvió de nuevo hacia Buckingham, y después al Rey. En los pocos días que llevaba en Madrid había tenido tiempo de estudiar algunas palabras y frases sueltas del castellano, y fue de ese modo como se dirigió a nuestro monarca:

– Diesculpad, Siure… Hombrue ese y yo tener deuda… Mi vida debo.

Y acto Seguido, tan flemático y sereno como si estuviese en un salón de su palacio de Saint James, se quitó el sombrero, ajustó los guantes, y requiriendo la espada miró a Buckingham con perfecta sangre fría.

– Steenie -dijo.

Después, acero en mano, sin demorarse más, bajó los peldaños de la escalera seguido por Buckingham, que también desenvainaba. Y Don Felipe Cuarto, atónito, no supo si detenerlos o asomarse de nuevo a la ventana; así que cuando recobró la compostura que estaba a punto de perder, los dos ingleses se veían ya en el patio del corral de comedias, trabándose a estocadas con los cinco hombres que cercaban a Francisco de Quevedo y Diego Alatriste. Era aquél un lance de los que hacen época; de modo que aposentos, gradas, cazuela, bancos y patio, estupefactos al ver aparecer a Carlos y Buckingham herreruza en mano, resonaron al instante con atronador estallido de aplausos y gritos de entusiasmo. Entonces el Rey nuestro señor reaccionó por fin, y puesto en pie se volvió a sus gentiles hombres, ordenando que cesara de inmediato aquella locura. Al hacerlo se le cayó un guante al suelo. Y eso, en alguien que reinó cuarenta y cuatro años sin mover en público una ceja ante los imprevistos ni alterar el semblante, denotaba hasta qué punto el monarca de ambos mundos estuvo aquella tarde, en el corral del Príncipe, en un tris de perder los papeles.

XI. EL SELLO Y LA CARTA

Los gritos de las guardias española, borgoóna y tudesca al hacer el relevo en las puertas de Palacio llegaban hasta Diego Alatriste por la ventana abierta a uno de los grandes patios del Alcázar real. Había una sola alfombra en el piso desnudo de madera, y sobre ella una mesa enorme, oscura, cubierta de papeles, legajos y libros y de aspecto tan solemne como el hombre sentado tras ella. Aquel hombre leía cartas y despachos metódicamente, uno tras otro, y de vez en cuando escribía algo al margen con una pluma de ave que mojaba en el tintero de loza de Talavera. Lo hacía sin interrupción, como si las ideas fluyesen sobre el papel con tanta facilidad como la lectura, o la tinta. Llevaba así largo rato, sin levantar la cabeza ni siquiera cuando el teniente de alguaciles Martín Saldaña, acompañado por un sargento y dos soldados de la guardia real, condujo ante él a Diego Alatriste por corredores secretos, retirándose después. El hombre de la mesa seguía despachando cartas, imperturbable, como si estuviera solo; y el capitán tuvo tiempo sobrado para estudiarlo bien. Era corpulento, de cabeza grande y tez rubicunda, con un pelo negro y fuerte que le cubría las orejas, barba oscura y cerrada sobre el mentón y enormes bigotes que se rizaban espesos en los carrillos. Vestía de seda azul oscura, con realces de trencilla negra, zapatos y medias del mismo color; y sobre el pecho lucía la cruz roja de Calatrava, que junto a la golilla blanca y una fina cadena de oro eran los únicos contrastes en tan sobria indumentaria.

Aunque Gaspar de Guzmán, tercer conde de Olivares, no sería nombrado duque hasta dos años más tarde, ya estaba en el segundo de su privanza. Era grande de España y su poder, a los treinta y cinco años, resultaba inmenso. El joven monarca, más amigo de fiestas y de caza que de asuntos de gobierno, era un instrumento ciego en sus manos; y quienes podían haberle hecho sombra estaban sometidos o muertos. Sus antiguos protectores el duque de Uceda y fray Luis de Aliaga, favoritos del anterior Rey, se hallaban en el destierro; el duque de Osuna, caído en desgracia y con sus propiedades confiscadas; el duque de Lerma esquivaba el cadalso gracias al capelo cardenalicio -vestido de colorado para no verse ahorcado, decía la copla-, y Rodrigo Calderón, otro de los hombres principales del antiguo régimen, había sido ejecutado en la plaza pública. Ya nadie estorbaba a aquel hombre inteligente, culto, patriota y ambicioso, en su designio de controlar los principales resortes del imperio más poderoso que seguía existiendo sobre la tierra.

Fáciles son de imaginar los sentimientos que experimentaba Diego Alatriste al verse ante el todopoderoso privado, en aquella vasta estancia donde, aparte la alfombra y la mesa, la única decoración consistía en un retrato del difunto Rey Don Felipe Segundo, abuelo del actual monarca, que colgaba sobre una gran chimenea apagada. En especial tras reconocer en el personaje, sin la menor duda ni demasiado esfuerzo, al más alto y fuerte de los dos enmascarados de la primera noche en la puerta de Santa Bárbara. El mismo a quien el de la cabeza redonda había llamado Excelencia antes de que se marchara exigiendo que en el asunto de los ingleses no corriese demasiada sangre.

Ojalá, pensó el capitán, la ejecución que le reservaban no fuera con garrote. Tampoco es que bailar al extremo de una soga fuese plato de gusto; pero al menos no lo despachaban a uno con aquel torniquete ignominioso dando vueltas en el pescuezo, y la cara de pasmo propia de los ajusticiados, con el verdugo diciendo: perdóneme vuestra merced que soy un mandado, y etcétera, que mal rayo enviase Cristo al mandado y a los hideputas que lo mandaban, que por otro lado siempre eran los mismos. Sin contar con el obligado trámite previo de mancuerda, brasero, juez, relator, escribano y sayón, para obtener una confesión en regla antes de mandarlo a uno bien descoyuntado al diablo. Lo malo era que con instrumentos de cuerda Diego Alatriste cantaba fatal; así que el procedimiento iba a ser penoso y largo. Puesto a elegir, prefería terminar sus días a hierro y por las bravas, que a fin de cuentas era el modo decente en que debía hacer mutis un soldado: viva España y demás, y angelitos al cielo o a donde tocara ir. Pero no estaban los tiempos para golosinas. Se lo había dicho en voz baja un preocupado Martín Saldaña, cuando fue a despertarlo a la cárcel de Corte para conducirlo temprano al Alcázar:

– A fe mía que esta vez lo veo crudo, Diego.

– Otras veces lo he tenido peor.

– No. Peor no lo has tenido nunca. De quien desea verte no se salva nadie dando estocadas.

De cualquier modo, Alatriste tampoco tenía con qué darlas. Hasta la cuchilla de matarife le habían quitado de la bota cuando lo apresaron después de la reyerta en el corral de comedias; donde, al menos, la intervención de los ingleses evitó que allí mismo lo mataran.

– En pas ahora esteumos -había dicho Carlos de Inglaterra cuando acudió la guardia a separar a los contendientes o a protegerlo a él, que en realidad fue todo uno. Y tras envainar volvió la espalda, con Buckingham, desentendiéndose del asunto entre los aplausos de un público entusiasmado con el espectáculo. A Don Francisco de Quevedo lo dejaron ir por orden personal del Rey, a quien por lo visto había gustado su último soneto. En cuanto a los cinco espadachines, dos escaparon en el tumulto, a uno se lo habían llevado herido de gravedad, y dos fueron apresados con Alatriste y puestos en un calabozo cercano al suyo. Al salir con Saldaña por la mañana, el capitán había pasado junto a ese mismo calabozo. Vacío.

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