Arturo Pérez-Reverte - El Capitán Alatriste
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Todo Madrid era una gran fiesta, y la curiosidad popular había convertido la casa de las Siete Chimeneas en pintoresca romería. Grupos de curiosos subían por la calle de Alcalá hasta la iglesia del Carmen Descalzo, congregándose al otro lado ante la residencia del embajador inglés, donde algunos alguaciles mantenían blandamente alejada a la gente que aplaudía el paso de cualquiera de las carrozas que iban y venían desde las cocheras de la casa. Se pedía a gritos que el príncipe de Gales saliera a saludar; y cuando a media mañana un joven rubio se asomó un momento a una de las ventanas, lo acogió estruendosa ovación, a la que el mozo correspondió con un gesto de la mano, tan gentil que de inmediato le ganó la voluntad del populacho congregado en la calle. Generoso, simpático, acogedor con quien sabía llegarle al corazón, el pueblo de Madrid había de dispensar al heredero del trono de Inglaterra, durante los meses que pasó en la Corte, siempre idénticas muestras de aprecio y benevolencia. Otra hubiera sido la historia de nuestra desgraciada España si los impulsos del pueblo, a menudo generoso, hubieran primado con más frecuencia frente a la árida razón de Estado, el egoísmo, la venalidad y la incapacidad de nuestros políticos, nuestros nobles y nuestros monarcas. El cronista anónimo se lo hace decir a ese mismo pueblo en el viejo romance del Cid, y uno recuerda con frecuencia sus palabras cuando considera la triste historia de nuestras gentes, que siempre dieron lo mejor de sí mismas, su inocencia, su dinero, su trabajo y su sangre, viéndose en cambio tan mal pagadas: «Qué buen vasallo que fuera, si tuviese buen señor».
El caso es que el entusiasta vecindario madrileño acudió aquella mañana a festejar al de Gales, y yo mismo estuve allí acompañando a Caridad la Lebrijana, que no quería perderse el espectáculo. No sé si les he contado que la Lebrijana tenía por entonces treinta o treinta y cinco años y era una andaluza vulgar y hermosa, morena, todavía de trapío y buenas trazas, ojos grandes, negros y vivos, y pecho opulento, que había sido actriz de comedias durante cinco o seis años, y puta otro tanto en una casa de la calle de las Huertas. Cansada de aquella vida, con las primeras patas de gallo había empleado sus ahorros en comprar la taberna del Turco, y de ella vivía ahora con relativas decencia y holgura. Añadiré, sin que sea faltar a ningún secreto, que la Lebrijana estaba enamorada hasta los tuétanos de mi señor Alatriste, y que a tal título le fiaba en condumio y materia líquida; y que la vecindad del alojamiento del capitán, comunicada por la misma corrala con la puerta trasera de la taberna y la vivienda de la Lebrijana, facilitaba que ambos compartieran cama con cierta frecuencia. Cierto es que el capitán siempre se mostró discreto en mi presencia; pero cuando vives con alguien, a la larga esas cosas se notan. Y yo, aunque jovencito y de Oñate, nunca fui ningún pardillo.
Aquel día, les contaba, acompañé a Caridad la Lebrijana por las calles Mayor, Montera y Alcalá, hasta la residencia del embajador inglés, y allí nos quedamos con la muchedumbre que vitoreaba al de Gales, entre ociosos y gentes de toda condición convocadas por la curiosidad. Convertida la calle en mentidero más zumbón que las gradas de San Felipe, pregonaban sus bebidas aguadores y alojeros, vendíanse pastelillos y vidrios de conserva, se instalaban improvisados bodegones de puntapié para saciar el hambre por unas monedas, pordioseaban los mendigos, alborotaban criadas, pajes y escuderos, corrían todo tipo de especies e invenciones fabulosas, se parloteaban en corros los acontecimientos y los rumores de palacio, y eran alabados el cuajo y la audacia caballeresca del joven príncipe, haciéndose todos lenguas, y en especial las mujeres, de su elegancia y figura, así como las demás prendas de su persona y la de Buckingham. Y de ese modo, animadamente, muy a la española, iba transcurriendo la mañana.
– ¡Tiene buen porte! -decía la Lebrijana, después que vimos al presunto príncipe asomarse a la ventana-. Talle fino y donaire… ¡Hará linda pareja con nuestra infanta!
Y se enjugaba las lágrimas con la punta de la toquilla. Como la mayor parte del público femenino, estaba de parte del enamorado; pues la audacia de su gesto había ganado las voluntades, y todos consideraban el asunto cosa hecha.
– Lástima que ese boquirrubio sea hereje. Pero eso lo arregla un buen confesor, y un bautismo a tiempo -la buena mujer, en su ignorancia, creía que los anglicanos eran como los turcos, que no los bautizaba nadie-… ¡Pueden más dos mamellas que dos centellas!
Y se reía, agitando aquel pecho opulento que a mi me tenía fascinado, y que en cierto modo -entonces me resultaba difícil explicarlo- me recordaba el de mi madre. Recuerdo perfectamente la sensación que me producía el escote de Caridad la Lebrijana cuando se inclinaba a servir la mesa y la blusa insinuaba, moldeados por su propio peso, aquellos volúmenes grandes, morenos y llenos de misterio. Con frecuencia me preguntaba qué haría el capitán con ellos cuando me mandaba a comprar algo, o a jugar a la calle, y se quedaba solo en casa con la Lebrijana; y yo, bajando la escalera de dos en dos peldaños, la oía a ella reír arriba, muy fuerte y alegre.
En ésas estábamos, aplaudiendo con entusiasmo a toda figura que se asomaba a las ventanas, cuando apareció el capitán Alatriste. Aquélla no era, ni mucho menos, la primera noche que pasaba fuera de nuestra casa; de modo que yo había dormido a pierna suelta, sin inquietud alguna. Pero al verlo ante la casa de las Siete Chimeneas intuí que algo ocurría. Llevaba el sombrero bien calado sobre la cara, la capa envuelta en torno al cuello y las mejillas sin rasurar a pesar de lo avanzado de la mañana; él, que con su disciplina de viejo soldado tan cuidadoso era de una digna apariencia. Sus ojos claros también parecían cansados y recelosos al mismo tiempo, y se le veía caminar entre la gente con el gesto suspicaz de quien, de un momento a otro, espera una mala pasada. Tras las primeras palabras pareció más relajado, cuando aseguré que nadie había preguntado por él, ni durante la noche ni por la mañana. La Lebrijana dijo lo mismo respecto a la taberna: ni desconocidos ni preguntas. Después, al apartarme un poco, la oí inquirir en voz baja en qué malos pasos andaba metido de nuevo. Volvime a mirarlos con disimulo, la oreja atenta; pero Diego Alatriste se limitaba a permanecer silencioso, mirando las ventanas del embajador inglés con expresión impasible.
Había también entre los curiosos gente de calidad, sillas de manos, literas y coches, incluso dos o tres carrozas con damas y sus dueñas acechando tras las cortinillas; y los vendedores ambulantes se acercaban a ofrecerles refresco y golosinas. Al echarles un vistazo me pareció reconocer uno de los carruajes: era oscuro, sin escudo en la portezuela, con dos buenas mulas en los arreos. El cochero charlaba en un corro de curiosos, así que pude ir hasta el estribo sin que nadie me importunase. Y allí, en la ventanilla, una mirada azul y unos tirabuzones rubios bastaron para darme la certeza de que mi corazón, que palpitaba alocadamente hasta querérseme salir del pecho, no había errado.
– A vuestro servicio -dije, afirmando la voz a duras penas.
Ignoro cómo, con los pocos años que por aquel entonces tenía Angélica de Alquézar, alguien puede llegar a sonreír como ella lo hizo esa mañana ante la casa de las Siete Chimeneas; pero lo cierto es que lo hizo. Una sonrisa lenta, muy lenta, de desdén y de sabiduría infinita al mismo tiempo. Una de aquellas sonrisas que ninguna niña ha tenido tiempo de aprender en su vida, sino que son innatas, hechas de esa lucidez y esa mirada penetrante que en las mujeres constituye exclusivo patrimonio; fruto de siglos y siglos de ver, en silencio, a los hombres cometiendo toda suerte de estupideces. Yo era entonces demasiado joven para advertir lo menguados que podemos ser los varones, y lo mucho que puede aprenderse en los ojos y en la sonrisa de las mujeres. No pocos percances de mi vida adulta se habrían resuelto a mayor satisfacción de haber dedicado más tiempo a tal menester. Pero nadie nace enseñado; y a menudo, cuando gozas de las debidas enseñanzas, es demasiado tarde para que éstas sirvan a tu salud o a tu provecho.
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