Arturo Pérez-Reverte - Corsarios De Levante

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Corsarios de levante es el sexto libro de la serie `Las aventuras de El Capitán Alatriste`, que Arturo Pérez Reverte comenzó a escribir allá por el año de nuestro señor de 1996. Pardiez como pasa el tiempo.
Como los anteriores Libros, Corsarios de Levante pretende hacernos vivir uno mas de los aspectos de la vida del siglo XVII. Y en esta ocasión Arturito nos lleva por las aguas del Mediterráneo, Donde Turcos, Españoles, Venecianos, Franceses, Ingleses y demás se pasaban el día comerciándo y degollándose. Para ello nos embarca con Alatriste y el ya crecidito Iñigo en una galera, ` La Mulata `, y nos lleva de paseo en plan barquita de recreo. No cuento más, que no es menester de estas líneas, pero decir que el que no quiera ver tripas, oler mal y pasar miedo entre deguellos y voto a tales, mejor lea otra cosa.

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– Ten cuidado, Íñigo -susurró el capitán Alatriste-. Y buena suerte.

Sentí que su mano se posaba en mi hombro, y que la de Copons me daba un suave pescozón, antes de que se alejaran de mí y bajaran al esquife por la escala de la banda diestra. Distraído poniéndome un coselete de acero, balbucí un tardío «buena suerte» que ya no escucharon. El piquete, todo de arcabuceros, iba partido en dos mangas, al mando una del alférez Muelas y la otra con el capitán Alatriste de cabo; quedando el sargento Albaladejo para regir a los sesenta soldados que permaneceríamos a bordo. A medida que los hombres se acomodaban en las embarcaciones, oíamos sus palabras en voz baja, juramentos ahogados cuando se empujaban o pisaban unos a otros, el sonido de los remos encajándose en los toletes y el roce metálico de las armas, amortiguado por los trapos que las envolvían. El plan era que los arcabuceros desembarcasen en la playita de una cala minúscula que, según el piloto, estaba allí mismo, en línea recta ante nuestra proa, a la parte de levante de la isla, y cuya boca era de apenas ciento cincuenta pasos de anchura, aunque el saco resultara limpio y sin escollos ni piedras sueltas que embarazasen en la oscuridad. El piquete pisaría allí tierra para, luego de atravesar la isla en dirección sudoeste, desplegarse en torno al lugar donde estaban los corsarios, a fin de escopetearlos y estorbarles, además de la fuga al campo, el acceso a la torre y al único pozo de agua, cuando con la primera luz del día la Mulata, bogando a la sorda hasta rodear la isla, cerrase la salida por mar y, tras cañonear un poco, diera el abordaje. Entre el cuarto de prima y el cuarto de media, aprovechando el filo de la luna y dos marineros muy buenos nadadores que teníamos a bordo -uno de ellos cierto Ramiro Feijoo, bravo buzo de galera, luego famoso por dar barreno a un bajel turco en el asedio de La Mámora -, se había hecho con el bote pequeño un reconocimiento de la cala grande o puerto, situado al mediodía de la isla. Asomándose a su punta de levante, nuestros hombres confirmaron que eran dos las embarcaciones que allí estaban, que una era saetía y la otra más pequeña, tal vez tartana o feluca, y que la saetía no parecía en condiciones de hacerse a la mar, pues estaba escorada, como si hubiera dado al través o estuviese despalmando.

– Al remo la gente -dijo el capitán Urdemalas, cuando el esquife y el bote desaparecieron en la oscuridad-. Zafarrancho sin un ruido ni un grito… Que preparen y artillen batayolas.

Se movieron los remos en el agua mientras encajábamos colchonetas, paveses y pedreros de borda en los filaretes de ambas bandas, y el maestre artillero y sus ayudantes disponían, a proa, las tres piezas de la corulla. A poco, en cuanto regresaron las embarcaciones y quedaron a remolque, nuestro capitán de mar y guerra dio nuevas órdenes, el timonero metió la caña a una banda, y siempre a la sorda, sin voces ni silbatos, la Mulata hizo ciaboga, remando de un lado y aguantando del otro. Así, con todo el silencio posible, hicimos moverse muy despacio la estrella polar hasta dejarla a nuestra espalda, poniendo proa a una punta rocosa, no muy alta, cuya masa oscura se perfilaba cerca. Y de ese modo, barajando la isla, pendiente el piloto del escandallo y con resguardo a la orilla para no encontrarnos con un seco o una piedra imprevista, rodeamos Lampedusa hacia el sur.

Había un conejo a seis o siete pasos. Asomaba la cabeza por la boca de la madriguera, enhiestas las orejas, mirando alrededor. Y mientras observaba al conejo en la luz indecisa del amanecer, Diego Alatriste apoyó la barbilla en el mocho del arcabuz, que tenía cargado con pólvora y una bala en el caño. El arma estaba mojada, como los arbustos, las piedras y la tierra sobre la que llevaba tumbado más de una hora, mientras el último relente de la noche le caía encima, humedeciendo su ropa. Sólo la cazoleta y la llave, cubiertas con un trapo encerado, así como la mecha que guardaba enrollada en la escarcela, permanecían secas. Alatriste se movió un poco para desentumecer las piernas y apretó los dientes, dolorido. La antigua herida de la cadera, vieja de cuatro años -Gualterio Malatesta junto a la Plaza Mayor, en Madrid-, se resentía cuando estaba mucho rato inmóvil con humedad. Por un instante se entretuvo en la idea de que ya no estaba para aguantar relentes ni amaneceres al sereno; siendo el caso que, en los últimos tiempos, de unos y otros llevaba unos cuantos. Bellaco oficio, tuvo la tentación de pensar, pero alejó la idea y no lo hizo. Lo habría pensado de conocer algún otro oficio. Mas no era el caso.

Miró a los camaradas emboscados cerca, tan quietos como él -de Sebastián Copons, agazapado tras unos arbustos, veía sólo las alpargatas-, y observó luego la torre de piedra que se recortaba en el cielo gris, de nubes bajas. Habían llegado allí tras el desembarco, caminando una milla con mucha cautela, sin ser sentidos. Había dos centinelas en la torre, uno dormido y otro adormilado; pero no pudo averiguarse si eran ingleses o no, porque Sebastián Copons y el alférez Muelas los degollaron silenciosamente en la oscuridad, ris, ras, sin darles tiempo a abrir la boca para decir nada, ni en la parla inglesa ni en ninguna otra. Después, con prohibición de moverse, hablar o encender cuerdas de arcabuces hasta que llegase el momento -el terral podía llevar su olor hasta la playa-, los veinte hombres se habían desplegado alrededor de la cala grande que hacía de puerto de la isla, y que ahora podía verse con la primera luz: una ensenada o puerto capaz de acoger con holgura ocho o diez galeras, con boca ancha de casi media milla, que dentro se dilataba a manera de trébol en tres caletas amplias. Y en la del centro, que era la más grande y arenosa, había una saetía algo tumbada hacia tierra, con gúmenas tendidas a tres anclas, a la playa misma y a las rocas de la parte de levante. Era de cubierta corrida, grande, sin bancos y levantada de popa, de las que ya no usaban remos sino que lo fiaban todo a la vela, dejando espacio a la artillería en los costados. Tenía tres palos, el mayor de vela cuadra a manera de bajel, y las otras dos latinas, con las entenas bajas y aferradas en cubierta. También artillaba cuatro cañones en cada banda, aunque ahora estuvieran trincados en la parte escorada hacia tierra. Era evidente que le despalmaban el casco por la banda de afuera, a fin de reparar las tracas por avería, necesidad de calafate o podredumbre, o librarlas del caracolillo que allí se adhería; detalle principal en una embarcación corsaria, necesitada de velocidad y limpieza de líneas para atacar y huir sin trabas.

La saetía no estaba sola. Cerca de ella y a poniente de la misma cala había una feluca fondeada, su proa apuntando a la brisa suave que le llegaba de tierra. Era más pequeña que la saetía y de velas latinas, con la típica inclinación del trinquete hacia proa. No tenía aspecto corsario y estaba desprovista de artillería; quizás se trataba de una presa. Las cubiertas de las embarcaciones parecían desiertas, pero en la playa humeaba una pequeña fogata en torno a la que se movían algunos hombres. Un torpe descuido, pensó Alatriste, aquel humo y la luz visible por la noche. Típica arrogancia de ingleses, si de veras eran tales. Se hallaban cerca, aunque sus voces apenas podían oírse con la brisa contraria. Los distinguía bien, a ellos y a los cuatro que estaban al extremo de la cala, en una punta rocosa de poca elevación, junto a uno de los sacres o moyanas de la saetía, desembarcado para defender allí la entrada de visitantes inoportunos. Pero el mar se veía desierto hasta el horizonte, y la Mulata, estuviera donde estuviese -acercándose a la cala, esperaba Alatriste por su bien y el de sus diecinueve compañeros-, todavía no daba señales de vida.

El conejo salió de la madriguera, inmovilizándose ante una tortuga de tierra que se arrastraba, flemática, y luego siguió camino de un salto, hasta desaparecer en los arbustos. Diego Alatriste cambió de postura, frotándose la cadera dolorida. Lástima de conejo correteando, se dijo, y no espetado en un asador. Tenía frío y un hambre de mil diablos, concluyó malhumorado, atento a los corsarios que desayunaban a gusto. Miró hacia la derecha, donde el alférez Muelas estaba escondido junto al brocal del único pozo de la isla, y cambió con él una silenciosa ojeada. El alférez encogió los hombros y miró el mar vacío. Por un momento, Alatriste consideró la idea de que la galera no apareciese y el piquete quedara allí, a su suerte. La idea lo hizo torcer el mostacho. No habría sido la primera vez. Contó los corsarios que podía ver en la playa: quince en total, aunque tal vez quedaran otros fuera de su vista, sin contar los cuatro del cañón y los que hubiese a bordo de las embarcaciones. Demasiados para tenerlos a raya con los arcabuces -habían desembarcado con seis cargas por hombre, lo justo para la escopetada- durante mucho rato. Disparado aquello, todo sería conversación de espada y daga. Así que más valía, concluyó, que el capitán Urdema las cumpliera como los buenos.

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