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Arturo Pérez-Reverte: El puente de los asesinos

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Arturo Pérez-Reverte El puente de los asesinos

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Cruza el puente de los Asesinos con Arturo Pérez-Reverte y vive la trepidante conspiración para asesinar al dogo de Venecia. «Diego Alatriste bajó del carruaje y miró en torno, desconfiado. Tenía por sana costumbre, antes de entrar en un sitio incierto, establecer por dónde iba a irse, o intentarlo, si las cosas terminaban complicándose. El billete que le ordenaba acompañar al hombre de negro estaba firmado por el sargento mayor del tercio de Nápoles, y no admitía discusión alguna; pero nada más se aclaraba en él.» Nápoles, Roma y Milán son algunos escenarios de esta nueva aventura del capitán Alatriste. Acompañado del joven Íñigo Balboa, a Alatriste le ordenan intervenir en una conjura crucial para la corona española: un golpe de mano en Venecia para asesinar al dogo durante la misa de Navidad, e imponer por la fuerza un gobierno favorable a la corte del rey católico en ese estado de Italia. Para Alatriste y sus camaradas -el veterano Sebastián Copons y el peligroso moro Gurriato, entre otros-, la misión se presenta difícil, arriesgada y llena de sorpresas. Suicida, tal vez; pero no imposible.

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– ¿Todos bien? -preguntó.

Un breve quejido de Gurriato al incorporarse reveló que no todos lo estábamos. Su primer adversario, más rápido que los otros, había tenido ocasión de meterle media cuarta de acero en las costillas cuando el moro le fue encima, antes de ser despachado. No parecía araño serio, nos aclaró el mogataz rechinándole los dientes mientras se metía un dedo en el estrago para calcular lo hondo. Pero estorbaba. Le improvisamos un vendaje con nuestros lienzos de faltriquera, apretando para detener la hemorragia. Se tenía derecho, muy entero, y no requirió nuestra ayuda cuando pasamos el portillo, saliendo a la playa de guijarros nevados.

– Démonos prisa, rediós -urgía Copons.

El aire frío y salino -olía a moho, fango y algas- me despejó los ojos y el campanario, helando el aguanieve de mis ropas y la sangre del centinela que, mezclada con la del moro Gurriato, me quedaba en las manos. Ante nuestra vista, la laguna parecía una vasta llanura desierta y negra, sin una sola luz, cuyo borde se agitaba en la orilla con una fosforescencia de espuma. La línea de costa, perceptible en la oscuridad gracias al manto de nieve, se perdía describiendo una curva hacia la masa oscura de los muros del Arsenal. Miré por última vez hacia San Francisco de la Viña por si veía aparecer a gente de Roque Paredes; pero supe que no vendría nadie.

– ¡Avivad!… ¡Avivad!

Corrimos de nuevo, esta vez por los guijarros blancos que crujían bajo nuestras botas. Yo avanzaba con la daga todavía en la mano, crispado por la tensión y la incertidumbre, preguntándome si la gente de Paoluccio Malombra habría cumplido su compromiso. Asustado, lo confieso, por la idea de vernos sin retirada posible, librados a nuestra suerte en aquella ciudad enemiga que con tanta profusión habíamos jalonado de cadáveres.

– Cagüen mi santo -oí exclamar a Copons.

Parecía un punto conmovido, y me extrañó el tono, por lo inusual. Miré alrededor, inseguro de si alarmarme más o esperanzarme con aquello. La Celestia se estrechaba hacia su extremo, en una punta rocosa que hacía las veces de espigón. Y allí, al término de la playa nevada, alcancé a divisar la forma oscura de una embarcación sin luces que se balanceaba en la marejadilla.

– ¿Son los nuestros? -pregunté.

– ¿Y quién si no?… Aprieta, que más nos vale.

Sosegado, feliz, agarré del brazo al moro Gurriato para ayudarlo a recorrer el último trecho. Y entonces, con el egoísmo del superviviente, pensé por primera vez en la suerte que estaría corriendo el capitán Alatriste.

– Es lo que creo -concluyó Gualterio Malatesta-. Faliero nos vendió a todos. Tal vez lo descubrieron y cambió de caballo a media cabalgada, o estaba en ello desde el principio.

– Pensaba que era pariente vuestro.

– Sí… Pero ya veis. Las familias no son lo que eran.

Diego Alatriste esbozó una sonrisa en la oscuridad. El sicario era, como él mismo, una sombra arrimada a la pared, junto al pontón de San Moisés.

– Hay cosas -añadió Malatesta- que tal vez no sabremos nunca.

Frente a ellos, más allá del muelle desierto y las palinas de madera que se erguían verticales con sus monteras de nieve sobre el agua, el canal grande era un tajo negro, ancho, partiendo la masa oscura de los edificios que lo orillaban.

– También he dudado de vuestra merced -confesó Alatriste.

Un crujido gutural. Sonaba, queda, la risa chirriante del siciliano.

– Con razón, supongo… En cierto momento no me habría importado cambiar de bando, si alguien me hubiese hecho una buena oferta. Ese fue el error del pobre Lorenzaccio: no confiarse a mí… Debió de creerme más leal a mis principios de lo que soy.

– Espero que ese bellaco esté muerto.

– Ah, de eso no tengo la menor duda… Aquella cuchillada que le dio vuestra merced le abrió la gorja un palmo, delante de mis narices… Todavía tengo sangre en la cara, del chorro que salió.

Aventurándose un paso fuera del portal donde se resguardaban, Malatesta reconoció los alrededores. Diego Alatriste le fue detrás, estudiando la orilla del canal. Aparte alguna ventana iluminada a un lado y a otro, todo parecía desierto. Tranquilo.

– Reaccionasteis bien -siguió diciendo el italiano-. Ni yo mismo habría sido tan rápido con la daga… Y el pistoletazo fue muy oportuno. Tuvo en respeto a los de dentro el tiempo suficiente para quitarnos de en medio. El único reproche es que el tiro sonó a un palmo de mis orejas, cuando no lo esperaba. ¡Giuraddío!… Tengo el oído derecho como un parche de tambor flojo.

Caminaban ahora muy juntos buscando los rincones más oscuros, rozándose los hombros, atentos al menor ruido que surgiera a su espalda. El viento helado que corría a lo largo del canal hizo que Alatriste lamentase otra vez haber dejado caer su capa durante la fuga. Enfriado tras el sudor de la carrera, a trechos tiritaba bajo el coleto de piel de búfalo. Sin embargo, concluyó resignado, aquello no tenía remedio. En todo caso, se dijo, mejor fortuna era sentir frío que hallarse tumbado en la nieve con las entrañas abiertas y no sentir nada en absoluto.

– Oí lo que le pasaba a la gente del palacio ducal -comentó-. A Martinho de Arcada y los suyos.

– Yo también lo oí… Mala suerte para ellos.

Una punzada amarga. Alatriste hizo esfuerzos por alejar los pensamientos que le venían a la cabeza. Rostros amigos cuya suerte le era incierta. En el acto rechazó la idea, haciéndose violencia. No era bueno que sentimientos de esa clase le alterasen el pulso y la vista. No en tales circunstancias, junto a un Gualterio Malatesta del que, pese a la coyuntura, no lograba fiarse del todo.

– El resto también habrá caído -dijo pensativo-. Los del Arsenal y la aljama.

Se mostró de acuerdo Malatesta, con mucha indiferencia y desapego. En Venecia, opinó, estaban lejos de hacerse las cosas a medias. Si a esas horas quedaba alguno vivo, aparte Diego Alatriste y él mismo, estaría pasando un mal rato.

– No me apetece conocer la cárcel de los Plomos -concluyó-. Con mis últimas experiencias en Madrid, en tratos de cuerda anduve bien servido.

Se había detenido sobre el pontón mismo, silueta oscura sobre el suelo blanco, mientras Diego Alatriste vigilaba los alrededores. Allí no había góndola ni gondolero, y el canal se ensanchaba ante ellos, infranqueable. El único puente para cruzar era el de Rialto, que se hallaba lejos y, sin duda, vigilado. Observando los edificios en sombras, Alatriste pensó en donna Livia Tagliapiera. Le habría gustado saber qué era de ella, a tales horas. También se preguntó si la cortesana se hallaría en el bando de los traidores, o de los traicionados.

– Mañana todo zumbará como una colmena -opinó Malatesta, regresando del pontón-. Imaginaos: los venecianos frotándose las manos mientras piden explicaciones al embajador de España, y unos cuantos compatriotas vuestros expuestos al público, colgados entre las columnas de San Marcos o echando la sopa ante el verdugo -dirigió en torno una ojeada suspicaz- Así que procuremos no ser nosotros.

– También puede ocurrir de otra manera -dijo Alatriste.

– ¿De cuál?

– Que se haga a la sorda.

– ¿Qué os hace pensar eso?

– Nada en particular. Pero es cierto que todo se ha llevado a cabo con mucha discreción. ¿No os parece?… La ciudad entera debería estar patas arriba, y ya veis. A salvo el dogo, si es que alguna vez corrió peligro real, Venecia parece en calma. Vuestra merced y yo deberíamos tener detrás a cientos de hombres, pero no es así. Nos echaron encima lo justo. Como si fuéramos poco peligrosos.

Un breve silencio. Malatesta consideraba aquello por lo menudo.

– ¿O no quisieran escandalizar demasiado?

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