Cada nuevo amanecer, era un día de vida más para aquellos primeros homínidos, que poco a poco van tomando conciencia de la importancia de atender a esas variaciones para poder comprender lo que sucede a su alrededor.
Pero a diferencia del Sol, que se puede observar siempre con la misma esfericidad, la Luna parece cambiar de forma a medida que pasan las noches, viéndose más o menos redonda según la fase en la que se encuentra.
Iniciando el ciclo lunar desde su aparente forma más completa y redondeada, similar a la del Sol (Luna Llena o Plenilunio), pasando por una posición en la que únicamente se muestra una pequeña porción semicircular de su superficie hacia la derecha (Cuatro Creciente), hasta desaparecer, dejándose de ver por completo (Luna Nueva o Novilunio o Luna negra), para luego volver a presentarse poco a poco ahora por la parte de la izquierda (Cuarto Menguante), hasta completar el ciclo con la Luna Llena de nuevo.
Un fenómeno astronómico que empezó a registrarse, dado su ciclo predecible de veintinueve días, durando una semana en cada fase. Tras comprobar cómo se iban sucediendo de forma exacta los cambios lunares, se pensó que esa podía ser una buena medida del tiempo, para poder, de alguna forma, comprender el cambiante mundo que les rodeaba.
Y así es como surgió el primer calendario, basado precisamente en las lunas, lo que permitía contar cada cuántos ciclos aparecería la abundante primavera o cuándo tendrían que emigrar por la aparición de los primeros fríos que anunciaban el duro invierno; lo que dio origen a los primeros registros sobre cambios estacionales.
Pero no han sido sólo estos fenómenos que se repiten con cierta regularidad los que han asombrado a la humanidad, dejando constancia, primero mediante pictogramas para pasar luego a la lengua escrita. En distintas latitudes encontramos registros de las apariciones de fenómenos atmosféricos extraños, como las auroras o de cuerpos cósmicos que, atravesando la gran bóveda celeste, como antiguamente se denominaba al cielo, van dejando una luminosa estela.
En cambio, otros muchos fenómenos pasaron desapercibidos pues carecían de regularidad suficiente, aunque gracias a las crónicas de la época tenemos noticias de ellos, tal y como auroras, terremotos, inundaciones o sequías.
Un mundo remoto lleno de cambios imprevisibles que intentaban ser comprendidos por nuestros antecesores, utilizando inicialmente para ello explicaciones basadas en grandes fuerzas de la naturaleza que se comportaban caótica y caprichosamente, muchas veces personificadas en sus deidades mitológicas, a los cuales en muchos casos se adoraba e incluso se realizaban ofrendas para obtener su beneplácito y alejar su ira.
Ejemplos de ello los tenemos repartido por toda la geografía del mundo en las tradiciones y culturas de nuestros antecesores, así podemos encontrar referencias a deidades como Thor, deidad del Trueno en la mitología nórdica; Namazu, deidad japonesa de los terremotos; o Eolo, deidad griega de los vientos.
Pero la curiosidad humana no se quedó ahí, el paso siguiente a la acumulación por años de estos minuciosos registros, fue buscar, en la medida de lo posible, algún tipo de explicación, una relación entre estos eventos externos que tenían tanta influencia en las condiciones de vida, afectando tanto a la caza como a la cosecha.
Quizás la relación más evidente se encuentre al observar diversos cambios en la naturaleza, a nivel climatológico que acarrea multitud de pequeñas variaciones en cuanto a disponibilidad de alimentos y agua, como a medida que lo hace cada una de las cuatro estaciones a lo largo del año.
En primavera, florecen las flores y surgen los frutos, a la vez que se aparean los animales para procrear; todo parece ser propicio para la vida.
En verano, se incrementan las temperaturas y disminuyen las lluvias y en algunos lugares el agua disponible es tan escasa que obliga a trasladarse hacia localizaciones más benignas.
En otoño, considerado como un tiempo de transición, donde se suceden los cambios de temperatura, con las frecuentes lluvias y la caída de las hojas de los árboles, es además cuando los pájaros emigran buscando lugares más cálidos.
En invierno, por contraposición al verano, es la época de más frío, donde la luz es más tenue, las noches más largas y la vegetación y los animales escasean en las latitudes más elevadas.
El interés ya no se limitaba a dejar por escrito aquellos fenómenos y tratar de darle un significado, sino que se empezó a buscar la posibilidad de predecirlos y con ello buscar alguna forma de prepararse tanto para remediar en lo posible las adversidades, como para aprovechar los buenos momentos.
Todavía no se regían por los años de 365 días, tal y como los conocemos hoy, sino que se guiaban por las estaciones, empezándose a usar para conocer la edad de cada uno, por el número de primaveras que había vivido, tal y como siguen usando todavía algunos pueblos que mantienen un contacto directo con la naturaleza.
Pero en la antigüedad no sólo se han interesado por la observación de los acontecimientos atmosféricos o astronómicos, sino también por todo aquel fenómeno que pudiese afectar al normal desarrollo de la vida, tal y como lo muestran los antiquísimos registros del nivel de las aguas con el que se intentaban predecir las inundaciones del Nilo en el Egipto antiguo.
Para ello se desarrolló un invento denominado nilómetro, a través del cual se realizaban mediciones anuales del nivel máximo de caudal alcanzado en la época de las lluvias en distintos lugares para saber si esa agua inundaría los campos o si ese año habría sequía.
Se calcula que en su momento hubo hasta quince nilómetros distribuidos en todo el curso del río, desde la isla de Elefantina (Asuán) en el Nilo Alto hasta el de Rawdan o Roda (El Cairo) en el delta del Nilo, pero ¿Cómo llegaron a la conclusión de que había pasado un año?
Para poder tener un buen sistema de predicción, primeramente, la humanidad debía desarrollar una medida efectiva del tiempo, para lo cual se inició una intensa carrera por mejorar el sistema de evaluación cada vez más preciso que aún hoy en día se continúa.
De ésta necesidad surgió el calendario lunar, donde un ciclo completo de la Luna se consideró como la unidad de medida del tiempo denominada mes lunar o lunación, de lo cual existen algunos registros en hueso del tiempo del paleolítico. Utilizado actualmente por algunas religiones, como la musulmana, para el cálculo de las fechas en que celebrar sus festividades más importantes como el Ramadán.
Los primeros habitantes del imperio egipcio lo abandonaron para empezar a calcular el tiempo en función del movimiento aparente del Sol, un sistema bastante simple de contabilizar el transcurrir de los días; de ésta medición surgió el calendario solar tan extendido en la actualidad.
Éste invento ha posibilitado situarnos en un presente, pudiendo conocer la distancia en siglos, lustros, décadas, años, meses o días que hay con respecto a un determinado acontecimiento del pasado.
Dicho calendario fue perfeccionado definiéndose con trescientos sesenta y cinco días e implantado por Julio César en todo el Imperio Romano en la primera mitad del siglo I a.C., estableciéndose cada 4 años los bisiestos, donde se añadía un día extra.
A pesar de lo ajustado de los cálculos todavía se producía cierto desfase con respecto al año natural o astronómico (el tiempo que tarda la Tierra en dar la vuelta al Sol), y no fue hasta que el Papa Gregorio XIII lo modificó implantando un nuevo calendario que lleva su nombre, siendo el más extendido y utilizado actualmente.
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