Vicente Blasco Ibáñez - La araña negra, t. 4

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Allí estaba su plan, magnífico, sorprendente, digno por lo difícil y aventurado de los romancescos tiempos, el cual, de un solo golpe y en muy pocos días, le colocaría a mayor altura que todos sus afortunados compañeros.

La esperanza de conquistar con tan singular golpe de mano la fortuna hasta entonces esquiva, exaltaba al conde hasta el delirio.

Era rico; pero esto no le bastaba, y pronto sería universalmente célebre, que era lo que constituía su felicidad.

Aquella exaltación patriótica que le dominaba, había cambiado su exterior lo mismo que su carácter. Tenía en los ojos ese brillo propio de la fiebre que consume a los hombres empeñados en realizar por sí solos una empresa que raya en lo imposible, y tan obsesionado estaba por su proyecto, que oía mal y contestaba peor cuando le hablaban de algo que no fuese la conquista de Gibraltar.

Su familia era la que mejor notaba la transformación operada en el conde; sus distracciones, que muchas veces tomaban en la mesa del comedor un carácter cómico, y sus terribles e injustificadas cóleras, que ponían en conmoción toda la casa y que estallaban los días en que Baselga se desalentaba en su plan, convencido de los insuperables inconvenientes que se oponían a su realización.

Pretextando un viaje de inspección a sus posesiones de Castilla, para que ninguno de sus contados amigos pudiera concebir sospechas acerca del objeto de su excursión, abandonó Madrid y estuvo tres días en Gibraltar, teniendo que salir forzosamente pasado este tiempo, a causa de las indicaciones de la Policía inglesa, a quien debió llamar un tanto la atención las preguntas algo indiscretas y el examen interesado y detenido de cuantas obras fuertes pudo ver.

El viaje sólo sirvió para que el conde se indignase todavía más contra los ingleses que expulsaban a un español del suelo de su Península, y para que se convenciese de la imposibilidad de su empresa. Esto puso a Baselga de un humor endiablado, y tanto su servidumbre como su familia sufrieron por algunos días las consecuencias de aquel viaje, que les resultaba misterioso.

El apoyo prometido del padre Claudio fué en adelante su única esperanza, y esperó pacientemente a que éste le concediera el ansiado auxilio.

Tan vehemente era este deseo, que el conde, que nunca había apetecido las visitas del poderoso jesuíta, cuyo verdadero carácter creía ya conocer, las esperaba ahora con tanta impaciencia como la devota baronesa, desesperándose al ver que el padre Claudio no cumplía sus promesas.

El, tan altivo y deseoso poco antes de ir rompiendo poco a poco sus relaciones con los jesuítas, fué en busca del reverendo padre a la casa residencia de la Orden, pero en ninguna de sus visitas logró encontrar al padre Claudio. Parecía que lo había tragado la tierra o que se ocultaba intencionadamente, deseando con su ausencia excitar los deseos del conde.

Por esto la alegría de éste fué grande cuando Quirós le comunicó el recado del reverendo padre, y más aún cuando el criado le anunció su visita.

Entró el padre Claudio en el despacho, siempre sonriente y haciendo reverencias, y tras él apareció un hombrecillo moreno, de pelo rojizo, nerviosa movilidad, y una expresión en el rostro algo siniestra, que pretendía corregir con una sonrisa estúpida.

Miraba a todas partes con azoramiento no exento de curiosidad, y tuvo su vista fija algún tiempo en las vistas de Gibraltar, que adornaban el despacho del conde, diciendo después con acento atolondrado, de marcada pronunciación extranjera:

– ¡Oh! Está bien; muy bien.

El padre Claudio, después de saludar a Baselga, tomó asiento con su acompañado junto a la mesa de trabajo, y con voz misteriosa preguntó:

– ¿Estamos seguros aquí? ¿Podrá oirnos alguien?

– No acostumbran mis criados a escuchar tras las puertas; pero, sin embargo, tomaremos precauciones.

Y el conde, a quien le iba gustando mucho aquel misterio, por lo mismo que le presagiaba cosas muy interesantes, levantóse y salió del despacho, oyéndosele cerrar una puerta lejana y viniendo después a hacer lo mismo con la de la habitación.

– Ahora – dijo, volviendo a sentarse – , ya estamos seguros de que nadie nos oye. Diga usted cuanto quiera, padre Claudio.

Este se detuvo antes de contestar, como si saborease un golpe de efecto, y al fin dijo, dando cariñosas palmaditas en la espalda de su acompañante, que instintivamente tomaba la actitud de un perro acariciado:

– Este señor, que usted ve aquí, es el capitán Patricio O’Conell, caballero inglés que está de guarnición en Gibraltar.

Prodújose en el conde el efecto esperado por el jesuíta. En su rostro retratóse la alegría y miró cariñosamente al capitán irlandés, examinando con atención su personilla.

Baselga, a pesar de que estaba predispuesto a impresionarse favorablemente, no pudo menos de reconocer con su buen ojo de soldado que aquel hombre tenía poco de militar. Era vivaracho y desgarbado en demasía, y, además, llevaba afeitado el labio superior, demasiado grueso y prolongado, ostentando unas patillas rojas y lacias, que le daban más aire de comerciante británico injertado en mercader judío, que de capitán del bravo ejército que con Wellington se cubrió de gloria en Waterlóo.

Pero el conde estaba inclinado a verlo todo por su lado bueno, e internamente excusó al extranjero, diciéndose que en el ejército inglés, aunque había buenos mozos, también se veían figuras raquíticas y extrañas, lo que no impedía que se batieran bien cuando llegaba la ocasión.

Baselga, algo emocionado, había murmurado un cumplido, extendiendo su mano al extranjero.

– Tanto gusto en conocer a usted, señor conde – decía el capitán, con su acento extranjero, que cuidaba de extremar – . El padre Claudio me ha hablado mucho de usted y de su magnífico plan, y tantos deseos siento de ayudarle en su empresa, que he solicitado una licencia de mis jefes, pretextando deseos de conocer las principales ciudades de Andalucía, tan sólo por venir a verle.

– ¡Eh! ¿Qué le parece a usted? – dijo el padre Claudio – . Le prometí ayudarle en su patriótica empresa, y aquí me tiene usted, con el socorro apetecido, pues le traigo nada menos que a uno de los más valientes oficiales del ejército inglés. El capitán O’Conell, cual buen irlandés, es ferviente católico, como nosotros, y también lo son todos los soldados irlandeses de la guarnición de Gibraltar, que pasan de ochocientos. Por esto es casi seguro que todos ellos tomarán parte en nuestra santa empresa. ¿No es así, amigo O’Conell?

– Así es, reverendo padre.

Baselga estaba entusiasmado con aquellas seguridades, y se sentía tan feliz, que hasta creía estar soñando. Aquello de poder disponer de casi la cuarta parte de las tropas del Peñón, le causaba una felicidad próxima al desvanecimiento.

Una cosa le llamaba la atención en el capitán irlandés, y era la facilidad con que se expresaba en castellano.

– ¿Está usted mucho tiempo en la Península, capitán? – le preguntó – . Habla usted muy bien nuestro idioma.

– ¡Oh! Es usted muy indulgente, pues conozco que lo hablo bastante mal. Estoy más de un año en Gibraltar, pero yo tengo gran afición a los idiomas, y, además, conocía desde mi niñez muchas palabras del español. Mi padre fué también militar, e hizo la guerra en España contra los franceses, a las órdenes del duque de Wellington.

Baselga, a quien preocupaba algo aquella facilidad de lenguaje, se tranquilizó, e impaciente por conocer las probabilidades de éxito de su plan, entró directamente a tratar de la conquista del Peñón, su tema favorito.

El tenía en su imaginación ultimado todo su plan. Se había procurado todo lo escrito sobre las célebres fortalezas de Gibraltar y sobre las costumbres militares en dicha plaza; había visto por sus propios ojos en el mismo teatro de operaciones todo lo que le había permitido la policía inglesa, y, para dar el golpe, únicamente necesitaba quien estuviese en combinación con él dentro de la ciudad y le ayudase en el momento decisivo. ¿Estaba conforme el capitán O’Conell en ser su auxiliar?

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