Vicente Blasco Ibáñez - La araña negra, t. 7

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Sólo había un medio para que las buenas madres lograsen aquietar a aquel diablillo imponiéndole un poco de calma.

Cuando más rebelde se mostraba y con más tenacidad desobedecía a las maestras, bastaba llamarla y decirla al oído que iban a llamar a Alvarez, para que inmediatamente se pintara en su rostro una expresión de terror y permaneciera quieta todo el tiempo que la permitía su afán por agitarse y molestar a los demás.

Aquello suponía, para la niña, la llegada del coco, y tanto era el miedo que profesaba al Alvarez desconocido, que muchas veces permanecía quieta, no atreviéndose a subir a la terraza, ni a bajar a los cuartos solitarios, temiendo que se le apareciera el monstruo horrible al que tanto temía la baronesa.

La infeliz crecía odiando cada vez más al que era su padre, y si alguna vez pensaba en la posibilidad de encontrar en el porvenir a aquel don Esteban Alvarez, estremecíase de horror como el preso que piensa en la posibilidad de ser condenado a muerte.

No; ella no encontraría nunca a tal monstruo. Le rogaría al buen Dios de que le hablaban las religiosas y al Santo Ángel de la Guarda que apartase siempre de su paso a tan terrible malvado, y su súplica sería atendida.

Esto era lo único que la consolaba, produciéndola gran tranquilidad.

Creció en aquel convento, sin que ocurriera en su vida otro accidente notable que los quince días que hubo de pasar fuera de Valencia, en un pueblo de la huerta, a causa del bombardeo que sufría la ciudad levantada en cantón contra el Gobierno de la República, a semejanza de otros puntos de España.

Las vida campestre, y no exenta de necesidades, que llevaron durante aquellos días las religiosas y las pocas alumnas a quienes sus familiares no habían sacado del colegio, divirtió bastante a María, que no creía en una existencia más allá de los muros del establecimiento de la Saletta.

La vida reglamentaria y monótona del colegio borró en poco tiempo las aficiones adquiridas en aquel corto período de aire libre y agitación campestre, y cuando ya tenía cerca de nueve años y comenzaba a considerar al coco de Alvarez como un ser fantástico inventado por la baronesa y las religiosas para hacerle miedo, encontróse con aquel hombre terrible en el despacho de la directora.

VII

La primera época de colegiala

Ya sabemos de qué modo Esteban Alvarez vió a su hija en el convento de Nuestra Señora de la Saletta y cómo le recibió la asustada María.

Fugitivo de Madrid, después del golpe de Estado del 3 de enero, detúvose algunas horas en Valencia, y dejando en su hospedaje a Perico, el fiel compañero de aventuras políticas, fué al colegio a ver a aquella niña, cuyo recuerdo no le había abandonado en ninguna circunstancia.

Sabía de mucho tiempo antes el lugar adonde la baronesa había llevado a su sobrina para evitar que él pudiese verla, y desde entonces había formado el propósito de ir en busca de María; pero la vida de continua agitación y no menos zozobra que le hacían llevar las difíciles circunstancias por que atravesaba la República, impidiéronle cumplir este deseo, que únicamente pudo realizar cuando, en vez de ser poderoso y respetado, veíase convertido en un fugitivo sobre el que sus enemigos podían cebarse.

Terribles impresiones había experimentado Alvarez en su vida agitada y aventurera; muchas veces se había visto a dos pasos de la muerte y sabía cómo era esa angustia terrible que se experimenta al sentir próximo el fin de la vida; pero, a pesar de esto, llegó al summum del dolor cuando contempló a su hija asustada en su presencia, como si estuviera enfrente de un verdugo y temblando de pies a cabeza.

Terminó aquella violenta escena del modo que ya sabemos, y si terriblemente emocionado salió del colegio el infeliz padre, no fué menor la impresión experimentada por la niña en tal entrevista.

A pesar de que para ella pasaban los sucesos como vistas de linterna mágica, difuminándose y perdiéndose el recuerdo con la misma prontitud que las fantasmagorías, la huella de aquella escena se conservó fresca y en relieve en su memoria durante mucho tiempo.

Por fin había visto al monstruo, a aquel hombre terrible que tanto miedo le causaba a su tía la baronesa.

Cuando recordaba sus ojos llameantes por la indignación, su rostro congestionado por la ira y las iracundas palabras que con ademán amenazador arrojaba a la directora y al padre Tomás, la niña se estremecía, comprendiendo lo justificado del miedo que todos parecían tener a aquel gran diablazo, enemigo de Dios.

Pero había algo en tal escena que preocupaba a la niña y la hacía dudar, sobre la maldad de aquel hombre: era el cariño, la ternura que la había demostrado.

Intentó besarla, estrecharla entre sus brazos con un enternecimiento visible… pero, ¡bah! Ella, a pesar de su poca malicia, adivinaba lo que tales manifestaciones podían significar. Quería halagarla con su dulzura, para así arrebatarla mejor, llevándosela lejos, muy lejos del colegio y de las buenas madres, a sus antros horribles, donde perpetraba seguramente toda clase de maldades. Pero… había hecho algo más que ella ya no podía explicarse tan fácilmente.

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