Fiona Grace - Asesinato en la mansión

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Asesinato en la mansión: краткое содержание, описание и аннотация

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«Muy entretenido. Recomiendo encarecidamente añadir de manera permanente este libro a la biblioteca de cualquier lector que aprecie un misterio muy bien escrito con algunos giros imprevistos y una trama inteligente. No te decepcionará. ¡Es una manera excelente de pasar un fin de semana de invierno!».
–-Books and Movie Reviews, Roberto Mattos (sobre Asesinato en la mansión)
ASESINATO EN LA MANSIÓN (UN MISTERIO COZY DE LACEY DOYLE – LIBRO 1) es la novela debut de una encantadora nueva serie de misterio cozy escrita por Fiona Grace.
Lacey Doyle, de 39 años y recién divorciada, necesita un cambio drástico. Necesita dejar su trabajo, dejar atrás a su horrible jefa y a la ciudad de Nueva York, y alejarse del ritmo acelerado de su vida. Ha decidido cumplir una antigua promesa infantil que se hizo a sí misma, por lo que tiene el objetivo de dejarlo todo atrás y revivir unas encantadoras vacaciones de las que gozó en su infancia en el pintoresco pueblo costero de Wilfordshire, en Inglaterra.
Wilfordshire es exactamente como lo recordaba, con su arquitectura intemporal, las calles empedradas y la naturaleza a sólo unos pasos de distancia. A Lacey no le apetece nada volver a casa… y, de repente, decide quedarse y darle una oportunidad a su sueño de infancia: abrirá su propia tienda de antigüedades.
Por fin tiene la sensación de que su vida se encamina en la dirección correcta… hasta que su mejor cliente aparece muerto.
Todos sospechan de Lacey al ser la recién llegada, y de ella depende limpiar su buen nombre.
Ahora tiene un negocio que manejar, unos vecinos convertidos en enemigos, un panadero de lo más sensual al otro lado de la calle, y un misterio que resolver… ¿Está siendo esta nueva vida lo que Lacey quería que fuese?
¡El libro #2 de la serie ―MUERTE Y UN PERRO― ya puede reservarse!

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–Siempre y cuando pueda hacerlo ―contestó el taxista de manera tensa, apartándose de la acera.

«Pues vaya con la hospitalidad británica», pensó Lacey.

*

Llegaron a Wilfordshire dos horas más tarde, tal y como le había prometido el taxista, y Lacey se despidió de «do’ciento’ y cincuenta y ci’co pavo’». Pero lo alto del precio y la actitud para nada amigable del taxista perdieron importancia en cuando Lacey salió del coche y tomó una gran bocanada del fresco aire marino. Olía tal y como lo recordaba.

El modo en que los olores y los sabores podían evocar recuerdos tan intensos siempre le había parecido de lo más remarcable, y esta vez no fue una excepción. El aire salado consiguió que una oleada de felicidad libre de cualquier preocupación creciese en su interior, una felicidad que no había sentido desde la marcha de su padre. Fue una sensación tan fuerte que estuvo a punto de tumbarla de espaldas, y la ansiedad que la reacción de su familia ante aquel viaje improvisado había sembrado en su interior desapareció sin más. Lacey estaba justo donde necesitaba estar.

Se dirigió a la calle principal del pueblo. La llovizna que había rodeado el aeropuerto de Heathrow había desaparecido por completo, y el último atisbo de la puesta de sol lo bañaba todo en una luz dorada, otorgándole un aire mágico. Era tal y como lo recordaba: dos líneas paralelas de antiguas casitas de campo de piedra construidas justo al borde de la acera que la invadían con sus cristaleras abullonadas. Ninguna de las tiendas se había modernizado desde su última visita, manteniendo todavía lo que parecían sus carteles de madera originales que se balanceaban sobre las puertas. Cada tienda era única y vendían de todo, desde ropa de niños de boutique hasta artículos de mercería, desde productos de pastelería hasta pequeños paquetes de café. Hasta había una «tienda de dulces» de estilo antiguo, llena de grandes tarros de cristal repletos de caramelos de colores que podían comprarse de manera individual «por un centavo».

Era abril y el pueblo estaba decorado con banderines de colores para las próximas celebraciones de Semana Santa, unos banderines que habían colgado entre las tiendas y por encima de las calles. Y también había mucha gente ―la multitud que provocaba el fin de la jornada laboral, pensó Lacey― sentada en los bancos de pícnic que había delante de los pubs, bebiendo una cerveza, o frente a las cafeterías en las mesas de las terrazas, comiendo postres. Todos parecían animados, y su conversación alegre ofrecía un agradable sonido de fondo, casi como ruido blanco.

Sintiendo una tranquilizadora sensación de que estaba haciendo lo correcto, Lacey sacó el teléfono y le hizo una fotografía a la calle principal. Parecía una postal, con la franja plateada de océano brillando en el horizonte y el cielo hermosamente pintado de rosa, así que la envió al grupo familiar Chicaz Doyle . Había sido Naomi quien le había puesto el nombre, y en su momento Lacey había hecho una mueca al oírlo.

Es tal y como lo recordaba , añadió bajo aquella imagen perfecta.

Un momento más tarde, su teléfono pitó al recibir una respuesta. Naomi había contestado.

Parece que has acabado por error en el Callejón Diagon, hermanita .

Lacey suspiró. Una respuesta sarcástica típica en su hermana, y algo que debería haberse esperado. Porque por supuesto que Naomi no podía alegrarse por ella y ya está, ni tampoco sentirse orgullosa de cómo había tomado las riendas de su vida.

¿Has usado un filtro? , le llegó un momento más tarde de parte de su madre.

Lacey puso los ojos en blanco y guardó el teléfono. Tomó una profunda bocanada de aire para relajarse, decidida a no permitir que le agriasen el humor. La diferencia en la calidad del ambiente en comparación con el aire contaminado de Nueva York que había estado respirando aquella misma mañana resultaba absolutamente asombrosa.

Siguió avanzando por la calle, haciendo resonar los tacones sobre los adoquines de piedra. Su siguiente objetivo era encontrar una habitación de hotel para el número todavía no decidido de noches que iba a quedarse. Se detuvo frente a la primera posada que encontró, The Shire , pero vio que habían girado el cartel de la puerta en el que ahora se leía: «Lleno». No pasaba nada; la calle principal del pueblo era larga y, si a Lacey no le fallaba la memoria, había muchos sitios entre los que escoger.

La siguiente posada, Laurel’s , estaba pintada de un tono rosa como de algodón de azúcar, y su cartel afirmaba que su situación era de «Sin disponibilidad». Palabras distintas, pero el mismo sentimiento, aunque esta vez el ver el cartel le provocó un destello de pánico en el pecho a Lacey.

Se obligó a hacerlo a un lado. Entre la joyería y la librería, el Seaside Hotel estaba completamente reservado, y más allá de la tienda especializada en acampadas y del salón de belleza, el Carol’s B’n’B tampoco tenía ninguna habitación. Y ésa fue la temática hasta que Lacey se encontró al final de la calle.

Esta vez sí que la invadió el pánico. ¿Cómo había sido tan estúpida de ir hasta allí sin preparar nada de antemano? Se había pasado toda su carrera profesional organizando cosas, ¡e iba y fallaba en la organización de sus propias vacaciones! No tenía ninguna de sus pertenencias, y ahora ni siquiera tenía una habitación. ¿Acaso iba a tener que dar media vuelta, despedirse de otros «do’ciento’ pavo’» por el viaje en taxi hasta Heathrow, y coger el siguiente vuelo a casa? No le sorprendía en lo más mínimo que David hubiese incluido una cláusula de mantenimiento entre esposos; ¡estaba claro que no se podía confiar en ella en temas de dinero!

Lacey se dio la vuelta, con la mente inundada por una espiral de pensamientos ansiosos, y miró con expresión desamparada el camino que había recorrido como si pudiese hacer aparecer otra posada de la nada. Sólo entonces se percató de que el edificio que hacía esquina y frente al que se encontraba era precisamente una posada: The Coach House .

Se aclaró la garganta, sintiéndose como una tonta, y recuperó la compostura. Cruzó la puerta.

El interior tenía el aspecto clásico de un pub: mesas grandes de madera, una pizarra con el menú del día escrito con tiza blanca en cursiva, y una máquina tragaperras con luces llamativas en la esquina. Lacey se acercó a una barra cuyas estanterías estaban repletas de botellas de vino y de la que colgaba una hilera de copas con efectos ópticos llenas de una variedad de alcoholes de distintos colores. Todo era muy pintoresco, incluso el viejo borracho que dormitaba con la cabeza sobre la barra con los brazos a modo de almohada.

La camarera era una chica delgada de cabello rubio pálido recogido en un moño informal en lo alto de ella cabeza y que parecía demasiado joven para trabajar en un bar. Lacey decidió que debía deberse a que allí la edad mínima para beber era más baja y no al hecho de que, cuanto más envejecía ella, más con cara de bebé veía a todo el mundo.

–¿Qué puedo servirle? ―preguntó la camarera.

–Una habitación ―contestó Lacey―. Y un vaso de prosecco.

Le apetecía celebrarlo.

Pero la camarera negó con la cabeza.

–Estamos llenos durante Semana Santa. ―Abría tanto la boca al hablar que Lacey pudo ver claramente el chicle que estaba masticando―. Todo el pueblo lo está. Son vacaciones escolares y muchísima gente se trae a los críos a Wilfordshire. No tendremos nada disponible durante al menos dos semanas. ―Hizo una pausa―. ¿Así que será sólo el prosecco?

Lacey se agarró a la barra para no perder el equilibrio. El estómago le dio un vuelco; ahora sí que se sentía como la mujer más estúpida sobre la faz de la Tierra. No le sorprendía que David la hubiese dejado; era un desastre sin el más mínimo atisbo de organización. Una pobre excusa como persona. Allí estaba, haciendo ver que era una adulta independiente en el extranjero cuando en realidad ni siquiera lograba hacerse con una habitación de hotel por sí misma.

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