Joan Johnston - La novia huída

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Con tres hermanos mandones y sobreprotectores vigilándola permanentemente, Tate Whitelaw encontraba imposible convertirse en mujer. Todavía pensaban en ella como una niñita. Por lo tanto Tate dejó la propiedad familiar para caer directamente en los brazos viriles de Adam Philips. ¡Ella le demostraría a todo el mundo que era una adulta con todas las de la ley!
Lo último que el endurecido ranchero Adam Philips quería era socorrer una damisela en apuros. ¡Ya había tenido bastante de mujeres perdidas! Pero sus instintos protectores prevalecieron. Pronto se encontró consolando a Tate en sus brazos… y en su cama. Y cuando los hermanos de ella aparecieron, escopetas en mano, verse atrapado le pareció, repentinamente, una buena idea…

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– Esta es Tate Whitelaw, María. Va a ser mi nueva administradora. Se alojará en la habitación de invitados. Tate, te presento a mi asistenta, María Fuentes.

– Buenos días, María -saludó Tate en español.

– ¿Habla español? -preguntó María.

– Ya he dicho todo lo que sé -dijo Tate, sonriendo.

María se volvió hacia Adam y dijo en español:

– Es muy bonita. Y muy joven. ¿Quiere usted que me ocupe de ser su acompañanta?

– Soy muy consciente de su edad, María -contestó Adam en español, impaciente-. Pero no necesita una carabina.

La mujer mejicana arqueó una ceja con gesto incrédulo. Siguió hablando en español.

– Usted es un hombre, señor Adam. Y los ojos de la chica le sonríen. Sería duro para cualquier hombre rechazar su invitación, ¿no?

– ¡No! -replicó Adam, y añadió-. Quiero decir que no se me ocurriría aprovecharme de ella. No tiene idea de lo que dice con sus ojos.

María arqueó la ceja aún más.

– Si usted lo dice, señor Adam.

Tate había tratado de seguir la conversación en español, pero las únicas palabras que había reconocido eran «María», «señor Adam», «carabina» y «no». La expresión del rostro de María dejaba muy claro que desaprobaba el que Tate fuera a vivir en la casa con Adam. Pero ella no necesitaba ni carabinas ni vigilantes. Podía cuidar perfectamente de sí misma sin necesidad de nadie.

Afortunadamente, no tuvo necesidad de interrumpir la conversación. Una llamada a la puerta de la cocina lo hizo por ella. La puerta se abrió antes de que alguien contestara y un joven vaquero asomó la cabeza al interior. Tenía los ojos marrones, el pelo castaño y un rostro tan moreno que parecía de cuero.

– ¿Adam? Te necesitan en el establo para que eches un vistazo a la yegua Brake of Day. Está teniendo algunos problemas con el parto.

– De acuerdo, Buck. Iré dentro de un minuto.

En lugar de irse, el joven vaquero permaneció donde estaba, sin apartar la mirada de la agradable visión en ceñidos vaqueros y camiseta que se hallaba de pie en la cocina de Adam. Pasó al interior, se quitó el sombrero y dijo:

– Mi nombre es Buck, señorita.

Tate sonrió y alargó una mano.

– Tate Wh… Whatly.

El vaquero estrechó su mano y se quedó allí quieto, sonriéndole tontamente.

Adam gruñó interiormente. Debería haber contado con aquella complicación, pero no lo había hecho. Tate iba a conquistar a todos los vaqueros del rancho. Pasó rápidamente junto a ella y puso una mano sobre el hombro de Buck para animarlo a salir.

– Vamos.

– ¿Puedo ir con vosotros? -preguntó Tate.

Buck habló antes de que Adam pudiera hacerlo.

– Por supuesto, señorita -dijo el vaquero-. Nos encantará.

Adam no pudo añadir nada, excepto:

– Puedes venir. Pero no te entrometas. ¿Qué clase de problema tiene la yegua? -preguntó, volviéndose hacia Buck mientras se encaminaban al establo.

– Está tumbada y le cuesta respirar

Nada más entrar en el establo, Tate se dio cuenta de que la yegua tenía problemas. Se agachó junto a ella con gesto preocupado y le acarició la cabeza.

– Tranquila, bonita. Sé que es duro. Tú relájate y verás como todo va bien.

Adam y Buck intercambiaron una mirada de grata sorpresa ante la tranquilidad con que Tate se había dirigido a la yegua. Esta alzó la cabeza y relinchó suavemente en respuesta al sonido de la voz de Tate. Luego volvió a tumbarse, dejando escapar un largo gruñido.

Tate sostuvo la cabeza de la yegua mientras Adam la examinaba.

– Son gemelos.

– ¡Qué maravilla! -exclamó Tate.

– Uno de los dos está mal colocado, bloqueando la salida -de hecho, asomaba un casco de cada uno de los potros.

– ¡Seguro que el veterinario conseguirá que salgan!

La expresión del rostro de Adam se ensombreció.

– Se ha ido para asistir a la boda de su hija -tal y como estaban los potros, no sabía si podría salvar a alguno.

La excitación de Tate desapareció para ser sustituida por un mal presentimiento. Se había encontrado una vez con aquel problema, y el resultado estuvo a punto de ser un desastre. Garth logró salvar a la yegua y los dos potros de milagro.

– Habrá qué sacrificar a uno para salvar al otro -dijo Adam con frialdad.

– ¿Te refieres a destruirlo? -preguntó Tate. No se animaba a decir «desmembrarlo», aunque eso era lo que Adam estaba sugiriendo.

– No puedo hacer otra cosa -Adam se volvió hacia el vaquero y dijo-. Trae un poco de cuerda, Buck.

Tate acarició el cuello de la yegua, tratando de mantenerla calmada. Alzó la mirada y vio el temor que había en los ojos de Adam. A pesar de que formaban parte de la vida cotidiana en un rancho, nunca era fácil tomar aquellas decisiones.

Tate no sabía si intervenir, pero existía una pequeña posibilidad de que el segundo potro se salvara.

– Mi hermano Garth pasó por esto hace no mucho. Pudo salvar a los dos potros…

Buck llegó en ese momento, interrumpiéndola.

– Aquí está la cuerda, Adam. ¿Necesitas que te ayude?

– No estoy seguro. Pero, por si acaso, te agradecería que te quedaras.

Buck apoyó el pie en el borde de una de las tablas del establo y los brazos en la barandilla, observando a Adam mientras éste se arrodillaba junto a la yegua y empezaba a hacer un nudo con la cuerda.

Adam se detuvo un momento y miró a Tate. Esta volvía a morderse el labio inferior mientras seguía acariciando el cuello de la yegua.

– Si sabes algo que pueda servir para salvar a los dos potros -dijo-, estoy dispuesto a intentarlo.

El rostro de Tate se iluminó al oírlo.

– ¡Sí! Sí se algo -dijo, explicándole a continuación a Adam cómo había recolocado Garth a los potros.

– No estoy seguro de que…

– ¡Puedes hacerlo! -exclamó Tate, animándolo-. ¡Sé que puedes!

La brillante mirada de Tate hizo que Adam se sintiera capaz de mover montañas. En cuanto a salvar a los potros… Al menos merecía la pena intentarlo.

Media hora más tarde, el sudor había humedecido casi por completo la camisa de Adam. Sólo se había detenido un momento para ponerse un pañuelo en torno a la frente para impedir que la sal del sudor le llegara a los ojos. Trabajó en silencio, eficientemente, consciente de la delicadeza de su misión.

Tuvo un momento de esperanza cuando terminó. Pero una vez colocados los potrillos, la yegua parecía demasiado agotada como para empujar. Adam miró a Tate con gesto de pesar, sintiendo el peso del fracaso en cada centímetro de su cuerpo.

– Lo siento.

Tate no escuchó sus disculpas. Tomó la cabeza de la yegua en su regazo y empezó a canturrearle y a susurrarle cosas, probablemente brujerías, pensó Adam, hasta que, milagrosamente, la yegua parió al primer potrillo.

Adam supo que su sonrisa debía ser tan tonta como la de Tate, pero no le importó. Buck se encargó de limpiar al primer potrillo mientras Tate continuaba con sus canturreos hasta que salió el segundo. Buck también se hizo cargo de éste mientras Tate seguía con la yegua y Adam se hacía cargo del posparto.

Cuando terminó, fue a un fregadero que se hallaba en un extremo del establo a lavarse. Se secó las manos con una toalla antes de bajarse las mangas de la camisa.

Observó con admiración a Tate mientras ésta animaba a la yegua a levantarse para conocer a sus potrillos. La yegua chupó primero a uno y luego al otro. Unos minutos después ambos potrillos estaban bajo su vientre, mamando.

Los ojos de Tate se encontraron con los de Adam a través del establo. Este abrió los brazos y Tate se dirigió a él de inmediato. Adam la rodeó por la cintura con los brazos y Tate se agarró a él con fuerza mientras daba rienda suelta a las lágrimas que había contenido durante el difícil parto de la yegua.

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