Pamela Aidan - Solo quedan estas tres

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Solo quedan estas tres: краткое содержание, описание и аннотация

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Uno de los héroes más queridos de la literatura romántica sigue siendo un misterio incluso para los fans más devotos de Jane Austen… hasta ahora. Pamela Aidan nos relata, con magistral pluma, los conocidos acontecimientos de Orgullo y Prejuicio desde el punto de vista de su protagonista, Fitzwilliam Darcy.
En Sólo quedan estas tres, la última entrega de esta trilogía, Darcy continúa con el viaje en el que está intentando conocerse a sí mismo, después de que Elizabeth Bennet rechace su propuesta de matrimonio, y en el que tratará de convertirse en el caballero que desea ser. Afortunadamente, el destino les concederá a ambos una nueva oportunidad cuando se vuelven a encontrar en su finca de Derbyshire. Allí, Darcy intentará convencer de nuevo a su amada… si su antiguo némesis, George Wickham, se lo permite.

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La respuesta de Collins a su oferta fue exactamente como había temido, pero la mirada de alivio de su esposa fue suficiente para confirmar sus sospechas de que la tacañería de su tía en lo referente a sus empleados había ocasionado ciertas incomodidades en la casa parroquial. Si Elizabeth iba a visitar a su amiga con frecuencia, aquello no podía continuar así. Darcy le volvió a asegurar a su anfitrión que era un placer para él y luego guardó silencio. Elizabeth… en Rosings. ¿Vendría a menudo? ¿Se la encontraría siempre allí cuando él hiciera su visita anual? Le lanzó otra mirada furtiva.

Se encontraba mirando directamente a Fitzwilliam, reflexionando sobre alguna tontería que él le estaba diciendo, con una fingida seriedad que no alcanzaba a reprimir la sonrisa que esbozaban sus labios. Tenía las mejillas encendidas de felicidad, mientras Richard se esforzaba valientemente por estar a la altura de su ingenio, pero Darcy se imaginaba que, en aquella competición, su primo tenía todas las de perder. ¿Acaso la encontraría siempre allí? ¡Qué pregunta tan idiota! Tarde o temprano ella se casaría. Se movió con incomodidad, pues la idea era tan perturbadora que apenas podía quedarse quieto. Se retorció el anillo de rubí de su padre de manera inmisericorde. ¡Eso era inevitable! Tarde o temprano, algún hombre bendecido por el cielo y que no tuviera ninguna obligación más que su futura felicidad, la llevaría al altar y haría realidad lo que Darcy sólo podía imaginar.

La risa que Elizabeth había estado tratando de contener tras un provocador puchero estalló de repente en dulces cascadas de felicidad. Darcy sintió que su corazón dejaba de latir. Aquélla era la Elizabeth del baile de Meryton, con la sonrisa enigmática y la risa discreta, la Elizabeth del baile de Netherfield, con los rizos indomables y la mirada melancólica, la Elizabeth de Pemberley y Erewile House, cuyos ojos le hablaban mientras él recorría los pasillos acompañado de su fantasma. Con creciente irritación, vio que Fitzwilliam se inclinaba para susurrarle algo al oído y, antes de que pudiera desviar la mirada, ella ladeó la cabeza y se quedó mirándolo. Sus ojos se encontraron y Darcy no pudo escapar a su fascinación, como no podía ordenarle a su corazón que dejara de latir. La respuesta a mil preguntas reposaba en las profundidades de aquellos encantadores ojos y el caballero sintió que se moría por hacerlas. Pero antes de que la primera pregunta llegara a asomarse a sus labios, la expresión de la muchacha se hizo más seria y la risa se desvaneció, mientras adoptaba una mirada pensativa, antes de concentrar de nuevo su atención hacia su compañero de conversación.

¿En qué estaría pensando? ¿Por qué lo había mirado de esa manera? ¡Ay, aquello era intolerable! Una débil vocecita protestó en su interior, diciendo que el comportamiento de Fitzwilliam no tenía por qué preocuparle, que el corazón de su primo correría un gran riesgo si se implicaba con ella y que él había jurado hacía escasamente media hora que no le haría a Elizabeth ninguna demostración de deferencia o interés. Sin pensarlo dos veces y de manera irracional, Darcy se levantó de su asiento y en un instante se puso a su lado. Tanto Elizabeth como su primo lo miraron con un gesto de sorpresa igual o menor al asombro que él mismo experimentó cuando se vio al otro lado del salón. ¡Habla!, le ordenó su corazón.

– ¿Y su familia, señorita Elizabeth? Confío en que gocen de buena salud. -La pregunta salió de su boca con más soltura de la que él se había atrevido a esperar, pero Richard todavía parecía preguntarse por el motivo de su repentina intromisión. No obstante, a Darcy poco le importaba lo que su primo pensara de sus modales, porque al fin los ojos de Elizabeth se dirigían directamente a él. La edad no puede marchitarla, ni la costumbre debilitar la variedad infinita que hay en ella. La magistral descripción que hizo Shakespeare de la legendaria reina de Egipto era perfecta para Elizabeth. El placer que ella producía era incalculable.

– Cuando los dejé, todos gozaban de buena salud, señor, y desde entonces he sabido que todo va perfectamente. Es usted muy amable por preguntar. -Elizabeth respondió con mesura y cortesía, pero desvió la mirada casi antes de terminar de responder. ¿Eso iba a ser todo? ¡Pero no! Los ojos de la muchacha volvieron a fijarse en él, lo cual le hizo albergar esperanzas-. Mi hermana mayor ha pasado estos tres meses en Londres. ¿No la habrá visto usted, por casualidad?

¡Ella no habría podido lanzarle un dardo más inesperado! ¿Cómo podía haberlo olvidado? No, Darcy no había visto a la hermana de Elizabeth, pero se había enterado de que estaba en Londres, había conspirado contra ella. Sintió que su conciencia hacía estragos en su cabeza, mientras ella esperaba una respuesta y lo miraba con un gesto indescifrable. Richard también lo miró con curiosidad. ¡Darcy era un tonto, mil veces tonto, por haber sucumbido!

– No, señorita Elizabeth. -Se inclinó en señal de disculpa-. Lamento decir que no tuve el placer de encontrarme a su hermana en Londres. -Ella pareció aceptar sus palabras, pero a él le remordía tanto la conciencia que ya no pudo permanecer a su lado. Sin decir otra palabra, se retiró hacia la ventana y se quedó mirando el jardín de la señora Collins. Dejaría que todo el mundo creyera que estaba absorto en la contemplación del condenado jardín. Cualquier cosa era buena para ocultar que casi había hecho el ridículo a pesar de sus propias convicciones. ¡Maldita debilidad! Se juró que aquello no volvería a pasar, no debía volver a ocurrir.

2 Precioso para poseerlo

Los ruidos procedentes del vestidor eran inconfundibles. Darcy se giró pesadamente y se hundió entre las almohadas, haciendo un último intento por encontrar una posición cómoda en la inmensa cama, antes de que Fletcher…

– ¡Buenos días, señor!

¡Demasiado tarde! Darcy soltó un gruñido y luego, con la decisión que lo caracterizaba, agarró las sábanas y apartó las mantas. Con un solo movimiento, dio una vuelta sobre aquel instrumento de tortura nocturna y se puso en pie.

– Es una hermosa mañana de domingo, señor. Tal como debe ser en Pascua. -Fletcher levantó las manos y corrió las pesadas cortinas de damasco que habían estado ocultando la mañana hasta ese momento. Se volvió hacia su patrón y le dijo con ojos sonrientes-: Lady Catherine desea que le recuerde que la calesa saldrá a las diez en punto y que el desayuno se servirá en famille a las nueve, en el salón del desayuno.

– Como sucede todas las Pascuas, al menos desde que yo tengo cuatro años -refunfuñó Darcy, tratando de estirar los músculos de su espalda dolorida. Bostezó y se dirigió hasta la ventana para juzgar por sí mismo la exactitud de la afirmación de Fletcher sobre el día que empezaba. Entrecerró los ojos y observó el parque bañado por el sol. Sí, sería un día espléndido. Las únicas nubes que se recortaban en el amplio cielo azul parecían copos blancos de algodón, totalmente inofensivos. Una ligera brisa agitaba las hojas del bosquecillo que separaba Rosings de la aldea de Hunsford y Darcy pensó que le habría gustado traer a Nelson , su caballo, para aprovechar el día como a él le gustaba.

– Son las siete en punto, señor Darcy. -La voz de Fletcher interrumpió su contemplación de las colinas verdes y los caminos bordeados de árboles, mientras galopaba en su caballo-. ¿Desea usted que prepare…?

Un golpe enérgico en la puerta de la habitación interrumpió la pregunta del ayuda de cámara e hizo que los dos hombres se giraran sorprendidos, al mismo tiempo que la puerta se abría y aparecía la cabeza del coronel Fitzwilliam.

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