– Tengo que estar en algún lugar cuando venga -apuntó-. Y no hay por qué comprar otra propiedad que sólo usaría cuando viniera a visitar la mansión.
– Me imagino que no -el dedo de Jane se deslizó por el borde de la copa.
– Pareces muy triste, Jane -dijo Lyall, y ella dio un suspiro profundo.
– Sólo estaba pensando en Penbury Manor y cómo va a cambiar. ¡Si fuera mía no lo convertiría en un centro de conferencias!
– Me imagino que echarías a todo el mundo y pasarías todo el tiempo en el jardín -dijo de manera cortante. Jane se rió de forma extraña.
– Me imagino que sería un gasto enorme -admitió con un suspiro-. Lo que una casa necesita en realidad, es una familia que viva en ella -Jane habló sin pensar realmente en lo que decía, pero cuando alzó la vista y miró a Lyall, vio que la observaba de una manera que, sin saber por qué, la hizo ruborizarse.
– No tengo una familia, pero te gustará saber que he pensado algo para el jardín de rosas.
Jane lo miró fijamente, todavía con las mejillas rojas.
– ¿El jardín de rosas?
– El jardín de rosas que tanto te preocupaba el primer día que nos vimos -explicó con paciencia-. Tú estabas furiosa con la idea de que se construyera un laboratorio, ¿te acuerdas?
– ¿Y qué has pensado?
– Si no hubieras salido de la reunión esta mañana, habrías oído que voy a construir el laboratorio en otro sitio, y el jardín se quedará igual.
– ¿Vas a conservar el jardín? -preguntó con incredulidad.
– No pareces muy complacida -se quejó Lyall-. Creí que estarías encantada.
– Estoy… sorprendida, eso es todo. ¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?
– Creo que no era el lugar adecuado -explicó brevemente, pero la manera en que la miró a los ojos le hizo pensar que lo había hecho para complacerla.
– Gracias -dijo Jane.
Hubo una pausa tensa y se miraron sonrientes, hasta que la sonrisa fue desapareciendo de sus labios. Jane sentía como si estuvieran aislados en un círculo de silencio, separados de todo el ruido del restaurante. Quería mirar a otra parte, pero no podía. No podía moverse, no podía hablar, no podía recordar lo mucho que la había hecho sufrir. Lo único que podía hacer era mirar a sus ojos azul oscuro y recordar lo que había sentido cuando la había besado.
Una vez que se dejó arrastrar por el recuerdo, fue imposible olvidarlo. Sin saber cómo, Jane siguió charlando durante la comida, pero después no podía recordar nada de lo que habían hablado. Estaba demasiado atenta a la presencia de Lyall, de sus dedos jugando con la copa, de su boca; de cómo su corazón palpitaba, y de la conversación educada que se cortaba cuando sus ojos se encontraban.
Las rosas no significaban nada para Lyall. ¿Cuántas veces la había acusado de tratar a las plantas mejor que a los humanos?
– Te gustan las plantas porque con ellas sabes en qué posición estás -solía decir-. No pueden levantarse y caminar porque están pegadas al suelo, como a ti te gustaría estar.
¿Había cambiado el jardín de rosas por ella, o lo había hecho en realidad porque era un lugar inadecuado para el laboratorio? Jane se sintió confusa, desconcertada. Quería convencerse a sí misma de que no importaba, pero siempre que lo pensaba y miraba la boca de Lyall su corazón daba un vuelco.
Terminaron de comer y volvieron caminando hacia el coche. Era una noche cálida de verano, y el cielo tenía un color azul profundo, sin ser todavía oscuro. Las luces del restaurante se reflejaban en el río, y de las ventanas abiertas salía un murmullo de voces y risas. Jane sentía con angustia la presencia de Lyall a su lado. La camisa blanca que llevaba contrastaba con la chaqueta negra, y esa luz parecía darle solidez. Lo miró de reojo y tuvo de repente una necesidad terrible de tocarlo, de sentir la fuerza de los músculos que la chaqueta tapaba, de acariciar la piel suave que tan bien recordaba.
Jane se abrazó a sí misma para mitigar la fuerza de su deseo, como si tuviera miedo de que sus manos fueran capaces de moverse por sí solas. No podía evitar pensar la última vez que habían hecho el amor en el bosque. El cuerpo de Lyall era fuerte y cálido. Y ella se había dejado envolver por él, amando la sensación de tenerlo, su sabor mientras exploraba su cuerpo con manos seguras.
El recuerdo hizo estremecer a Jane y Lyall se dio cuenta.
– ¿Tienes frío?
– Un poco -era una buena excusa, a pesar del calor de la noche y el fuego que sentía en su interior.
Volvieron hacia Penbury en silencio. Jane entrelazó las manos y las colocó en el regazo. Buscó impacientemente algo qué decir, pero su mente rechazó funcionar como ella ordenaba, y seguía recordando la boca de Lyall, el calor de sus besos y la dureza de su cuerpo. Miró a Lyall, era imposible adivinar lo que estaba pensando. Su cara tenía una expresión preocupada, y aunque intentaba concentrarse en la carretera, continuamente la miraba.
Jane nunca se había sentido tan aliviada de ver la señal de Penbury. Lyall paró el coche, y un segundo después Jane salió hacia la verja, dándose la vuelta y mirando a Lyall una vez que la hubo cerrado.
– Gracias por la comida -dijo, dándose cuenta de que su voz había sonado demasiado alta.
– Me alegro de que te haya gustado -dijo Lyall, intentando contestar con la misma formalidad. Era difícil leer la expresión de su cara en la oscuridad, aunque estaban muy cerca, pero Jane estaba casi segura de escuchar un matiz peligrosamente burlón en su voz.
– Bueno… buenas noches -acertó Jane a decir, y dio un paso retrocediendo, pero Lyall la agarró por la cintura con una mano. Con la otra la acarició la cara.
– Buenas noches, Jane -dijo suavemente, e inclinó la cabeza para aprisionar los labios de ella con los suyos.
Su beso fue cálido, seductor y demasiado persuasivo como para seguir resistiendo, y Jane se apretó contra él por un segundo antes de que su mente la hiciera reaccionar, y empujara a Lyall, apartándose de la sensación placentera.
Lyall la dejó apartarse suavemente. Las manos de Jane temblaron dentro de su bolso mientras buscaba las llaves. «Tranquila. No dejes que se entere lo que has estado pensando todo el camino de vuelta a casa. No dejes que se dé cuenta lo mucho que deseas que te abrace».
– ¿Vas a besar a todos los contratistas después de llevarlos a cenar? -preguntó tan tranquila como pudo.
La sonrisa de Lyall brilló en la oscuridad.
– No, a menos que tengan una piel suave como la seda y los ojos grises más claros del mundo -dijo, y se volvió despacio hacia su coche-. Buenas noches, Jane -le dijo de nuevo, hablándole apoyado en su coche-. Nos volveremos a ver.
Querida Jane:
¡Buenas noticias! Carmelita y yo nos hemos casado la semana pasada. Sé que te alegrará. Todo es perfecto aquí, ¿pero podrías mandarme más dinero? ¡La vida de casados es bastante cara!
Con cariño: Kit.
Jane leyó la postal por quinta vez antes de dejarla en la mesa con un suspiro. ¡Su hermano pequeño casado! Ella tenía once años cuando su madre murió, Kit tenía seis años menos, y ella había cumplido el papel de madre para él. Había hecho su cama, preparado su desayuno, limpiado su ropa. Más tarde, Kit siempre la buscaba cuando estaba mal de dinero, o quería que lo llevaran a algún sitio por la noche. Era encantador sin proponérselo, y buscaba continuamente sensaciones nuevas, de manera que alguna vez le había recordado a Lyall; y había sido comprensiva con las chicas que solían llamar a su puerta preguntando por qué Kit había desaparecido sin despedirse.
En esos momentos parecía que Kit había sentado la cabeza por fin, como su padre había querido siempre. Kit había mencionado a Carmelita un par de veces en otras postales, pero no había dado señales de que la relación fuera más en serio que otras.
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