– ¿Por si acaso se ponía pesado?
– Por si acaso, yo me ponía pesada.
– Ooooh – murmuró Beth. Había un mundo de significado en aquel monosílabo y Amanda empezó a ponerse lavanda por litros-. ¿Y?
– Simplemente, le di a entender que no iba a haber nada después de la cena.
– ¿Qué? – preguntó Beth, sentándose frente a ella. Amanda sabía que no se movería de allí hasta saber todo lo que había pasado, con pelos y señales-. ¿Qué le dijiste?
Amanda se encogió de hombros.
– Que tenía que trabajar por la mañana y que él debería estar en casa con su hija… su hija quería ir a un pub, ¿sabes? Y solo tiene dieciséis años.
– O sea que saliste corriendo.
– ¡No esperaba que él aceptara mis argumentos! – exclamó ella, furiosa.
– ¿Un hombre capaz de sorprenderte? Vaya, esa sí que es una novedad. ¿Y qué hizo él?
– Paró el taxi, me dio las gracias por pasar un rato agradable y se marchó – contestó Amanda. Seguía sin creer lo que había pasado. Todos los hombres insisten para salirse con la suya. ¿Cómo había tenido ella tan mala suerte?, se preguntaba.
– Qué tío tan seguro de sí mismo.
– ¿Seguro de sí mismo? Un tacaño, es lo que es. Las entradas se las habían regalado y debió pensar que no iba a invitarme a cenar si después no había una recompensa.
– Si creyeras eso no estarías loca por él – dijo Beth-. Tengo que conocer a ese hombre – añadió, pensativa.
– Es muy fácil. Alquila un coche. Seguro que tontea con todas sus clientes – dijo Amanda. Todo sería mucho más fácil si creyera eso-. Tienes razón. No me lo creo.
– En otras palabras, se dio cuenta de que estabas incómoda y prefirió marcharse.
– ¿No creerás que se portó como un caballero? – preguntó Amanda, irónica-. Por favor, Beth. Se sintió ofendido porque se dio cuenta de que yo no quería ir más allá.
– ¿Y no querías?
– ¡No lo sé! Es posible – contestó Amanda. Beth levantó las cejas-. Bueno, sí. Estuve toda la función deseando que terminase. Pero, en cuanto salí a la calle, recuperé el sentido común. Ya te lo he dicho, soy demasiado mayor para estos juegueci- tos.
– Llámalo para pedirle disculpas.
– ¡Disculpas!
– Me doy cuenta de que, cuando uno es perfecto, no tiene que disculparse, pero tampoco es tan difícil. Humillante, pero no difícil. Solo tienes que decir: «perdóname, me he portado como una estúpida»… qué porras, dile la verdad. Se sentirá muy orgulloso – dijo Beth. Amanda lanzó sobre su amiga una mirada que hubiera fulminado a cualquiera, pero Beth no se dio por aludida-. Invítalo a cenar en mi casa, que es la tuya. – ¿Tú crees?
– Soy tu amiga y te presto mi apartamento.
– ¿Y si dice que sí? Beth sonrió de oreja a oreja.
– Guardaré los peluches en el armario, cambiaré las sábanas y me iré a dormir a tu casa. O quizá le haré un favor a Mike y pasaré la noche en esa chabola que él llama apartamento.
– Deberías iros a vivir juntos.
– No podemos. Necesita que lo entrenen para vivir como un ser humano normal. Mientras tanto, tendrá que vivir sin mí.
– Gracias, pero no – dijo Amanda.
– ¿No pensarás abandonar ahora? ¿Vas a olvidarte de la sonrisa de pirata, de los ojos azules? – preguntó. Amanda no contestaba-. Nunca has abandonado algo que querías en toda tu vida.
– Es un hombre, Beth, no un crío. No volverá a llamarme.
– Pues llámalo tú. Deja un mensaje en el garaje – dijo, tomando el teléfono y marcando el número-. Dile que lo invitas a cenar. Que tu amiga se ha ido de vacaciones.
– ¡No puedo hacer eso!
– Capitel. ¿Dígame? – Beth tapó el auricular con la mano. – Claro que puedes – dijo en voz baja-. De hecho, es una gran idea. Necesitas un sitio para… ya sabes.
– Capitol. ¿Quién es? – escuchaban una voz al otro lado del hilo.
Amanda miraba el teléfono, sin saber qué hacer.
– Contesta – insistió Beth.
– Ah… buenos días. Soy… Mandy Fleming. ¿Podría hablar con Daniel Redford?
– Buenos días, señorita Fleming. ¿Ya tiene su pendiente?
– ¿Mi pendiente? ¡Mi pendiente! No, no lo tengo. Por eso llamaba – sonrió. Se había olvidado del pendiente por completo-. Daniel pensaba devolvérmelo, pero no ha podido hacerlo.
– Pues acaba de llegar, si espera un momentito…
– No, no hace falta – la interrumpió Amanda-. Me pasaré por el garaje. ¿Estará él allí dentro de una hora?
– Creo que sí.
– No ha sido tan difícil, ¿verdad? – preguntó Beth cuando Amanda colgó el teléfono.
– Eres una mala influencia – dijo Amanda, levantándose.
– Lo que tú digas. ¿Dónde vas?
– A buscar mi pendiente. Y quizá, solo quizá, a invitar a ese hombre a cenar.
– No vas a tardar una hora en llegar al garaje.
– Lo sé. Pero si esa chica le dice que voy a ir, puede que él decida desaparecer – sonrió Amanda, poniéndose las gafas de sol-. Y no pienso dejar que vuelva a hacérmelo.
– ¡Esa es mi chica!
– Por favor, Karen, envíale esto a Mandy Fleming, de la agencia Garland. La dirección está en el archivo – Daniel dejó el pendiente sobre la mesa. Aquello era lo que debería haber hecho desde un principio.
– De eso precisamente iba a hablarte. La señorita Fleming acaba de llamar. Va a venir a buscarlo personalmente.
– ¿Va a venir aquí? – repitió Daniel con el pulso acelerado-. ¿Cuándo?
– Dentro de una hora – contestó su secretaria, mirando el pendiente-. Es muy bonito. Y muy caro. No me extraña que quiera recuperarlo. Yo misma se lo daré.
– Muy bien – dijo Daniel. Era lo mejor-. No, espera – había cambiado repentinamente de opinión-. Será mejor que se lo dé yo y le pida disculpas por el retraso.
Haría que Karen la llevara a su despacho y disfrutaría al ver su expresión cuando descubriera que él era el dueño de Capitol. Y después, se daría el placer de acompañarla a la puerta… «Por Dios bendito, me estoy comportando como un niño pequeño», pensó. Era suficientemente mayor para salir con una mujer sin esperar que se fuera a la cama con él. Y suficientemente mayor para llevarla a la cama si los dos estaban de acuerdo. Que no hubiera podido pensar en otra cosa desde que había visto a Mandy Fleming no quería decir que fuera a saltar sobre ella… ¿O no era así? ¿Habría visto Mandy el inflamado deseo en sus ojos y por eso se había echado atrás?
– Cuando llegue, acompáñala a mi despacho.
Karen sonrió.
– Ah, ya sé quien es. Es la secretaria guapa, ¿no?
– Sí, Karen. Es la secretaria guapa.
– ¿Quieres que reserve una mesa en algún restaurante caro?
– No será necesario.
– Qué pena.
Sí. Pero así era. Y era mejor para él quedarse en casa vigilando a su peligrosa hija adolescente que perder el tiempo intentando alcanzar un arcoiris.
– «¿Jefe?»
– ¿Sí? – dijo Daniel, sin levantar la cabeza. Concentrarse era suficientemente difícil aquella mañana como para tener que soportar las bromitas de Sadie.
– Bob dice que vengas un momento a ver el Rolls Royce. No le gusta como suena el motor.
Daniel la miró, con el ceño fruncido.
– Tenemos que utilizarlo mañana para una boda.
– Ya lo sé – dijo Sadie. Daniel miró su reloj. Faltaba media hora para que llegase Mandy y tenía tiempo para revisar su coche favorito.
– Enseguida voy. Tengo que ponerme un mono.
– Sí, «jefe».
Daniel suspiró. Sadie podía poner tal sarcasmo en esa palabra que era difícil de creer.
Estaba empezando a pensar que había cometido un serio error poniéndola a trabajar en el garaje. Creía que aquella semana de trabajo duro le mostraría lo que la esperaba en la vida si no iba a la universidad. Pensaba que sería una advertencia, pero no le estaba saliendo bien porque Sadie parecía entusiasmada con los coches.
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