Rebecca Winters - El príncipe cascanueces

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Meg Roberts no había dejado de querer al padre de su hija, a pesar de no haberlo visto durante casi siete años. Aquel apuesto ex agente del KGB la sedujo por razones políticas… y la dejó embarazada.
Por amor a ella y a una hija que no conocía, Konstantino Rudenko desertó y se marchó a Estados Unidos, donde vivía bajo una nueva identidad. Pero aún era el mismo hombre que, siete años atrás, se había enamorado de una joven maestra de visita en Rusia: la mujer a la que llamaba Meggie…

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Él esbozó una media sonrisa que transformó su austero rostro de agente del KGB en el del hombre increíblemente atractivo con el que ella soñaba.

– ¿Sorprendida?

– Usted sabía que me sorprendería -ella le devolvió la sonrisa, tan enamorada que se sintió tonta.

– No somos tan pesados como la propaganda pretende hacerles creer.

La ayudó a quitarse la gabardina, que le entregó a un empleado, y luego la llevó a través de un bar, muy recargado, hasta otra sala donde había algunas parejas bailando y una orquesta. A Meg, la música la hizo sentirse como si entrara en un club de Nueva York.

Por el rabillo del ojo vio a Kon hacerle una seña al camarero. Éste se acercó y los condujo enseguida a una mesa libre. Kon le dijo algo en voz baja y el hombre se marchó.

Kon le ofreció a Meg una silla y se sentó frente a ella. La contempló con mirada inquisitiva.

– ¿Confía en mí lo bastante como para dejarme que pida algo que creo que le gustará?

Ella lo miró con intensidad.

– Gracias a usted pude salir de aquella horrible celda y volver a mi hogar a tiempo para enterrar a mi padre. Yo le confiaría a usted mi vida -dijo, con total sinceridad.

Por una vez, las palabras de Meg parecieron traspasar el caparazón exterior del agente del KGB y penetrar en el verdadero hombre. Kon guardó silencio, con la mirada sombría.

La banda comenzó a tocar una vieja canción de los Beatles.

– Vamos a bailar -murmuró él.

Meg estaba esperando que lo dijera. Lo siguió por la pista de baile con las piernas temblorosas. Deseaba tanto estar entre sus brazos que casi temía el momento en que él la tocaría y se daría cuenta del efecto que surtía sobre ella.

Tal vez él sabía lo que sentía, porque la mantuvo a una distancia prudencial, sin aprovecharse en ningún momento de su proximidad, ni permitir que ella pensara que su cercanía lo turbaba.

Al igual que muchos de sus compatriotas en la sala, era un magnífico bailarín. Después de tres bailes volvieron a la mesa, sobre la que Meg descubrió unos cócteles de champán y dos copas de sorbete de lima.

– Qué combinación tan deliciosa -dijo, consciente de que la noche le parecía hechizada porque estaba enamorada de él.

Estaba sedienta por el baile y se bebió rápidamente el cóctel. Luego lo miró, preguntándose por qué tenía una expresión tan seria. Ansiosa por animarlo, se acercó a él.

– ¿Bailamos otra vez? -preguntó, confiando en que la pregunta no sonara a súplica.

– No hay tiempo -contestó él con frialdad-. Le traeré el abrigo mientras acaba su helado.

Meg no quería que la noche se terminara, pero no podía hacer nada. Él estaba de servicio. Suponía que era casi un milagro que se hubiera tomado una hora libre solo para complacer sus deseos.

– ¿Nos vamos?

Ella asintió y se levantó. Volvieron a pasar entre la multitud hasta alcanzar la salida. Esa vez, él no la tocó mientras caminaban hacia el coche. En realidad, había algo diferente en el modo en que la trataba. Parecía molesto. ¿Era porque había revelado algo del hombre que se ocultaba tras el disfraz de agente del KGB? Tal vez quisiera mostrarle a Meg que aquello solo había sido una debilidad momentánea y que no podía esperar que volviera a suceder.

En el coche, de camino al hotel, Meg permaneció en silencio. Se limitó a mirar por la ventanilla, temiendo el momento en que él le diría buenas noches y se marcharía.

Casi habían llegado cuando, de pronto, él tomó bruscamente un desvío que salía de la ciudad. Se alejaron de las calles iluminadas para adentrarse en la oscuridad.

– Kon, ¿adonde vamos? Este no es el camino del hotel.

Él no contestó y aceleró hasta que se internaron entre los árboles. Ella empezó a inquietarse.

– Pensaba que tenías que volver a… lo que quiera que hagas.

Él no le prestó atención y siguió conduciendo hasta que llegaron a un apartadero desierto. Salió de la carretera y detuvo el motor. El único sonido que llegaba a oídos de Meg era el fiero martilleo de su propio corazón.

Miró afuera y vio los árboles que bordeaban la carretera y las estrellas que titilaban en el cielo. La belleza de la noche no le pasó desapercibida, pero no pudo concentrarse en ella. El hombre que iba a su lado se había convertido en un extraño enigmático y ella estaba a su merced.

Cuando no pudo soportar más el silencio, se volvió a mirarlo. La luz tenue del tablero de mandos revelaba la mirada de sus ojos, en los que Meg vio un deseo inconfundible que le aceleró el corazón.

– ¿Tienes miedo de mí?

– No -respondió ella con voz trémula. Y era verdad.

Él dejó escapar una suave queja.

– Pues deberías. En los últimos seis años, te has convertido en una mujer excitante. Mis camaradas me envidian porque me reservé tu vigilancia.

Ella se humedeció los labios.

– Me alegro de que lo hicieras. Eso me evitó tener que buscarte.

– Explícate.

Meg bajó la cabeza y se miró las manos.

– Nunca he olvidado lo amable que fuiste conmigo. Quería buscarte y agradecértelo. Y conocerte mejor.

Él respiró hondo.

– Tu sinceridad sigue siendo tan sorprendente como hace seis años.

Ella lo miró.

– Lo dices como si te molestara.

– Al contrario. Me parece maravilloso. ¿Te sorprenderías si te digo cuánto deseo hacerte el amor? ¿Cuánto deseo besar cada milímetro de tu cara y de tu cuerpo, todo tu cuerpo?

Ella se estremeció.

– No -murmuró, mirándolo a los ojos-, porque yo he deseado lo mismo desde que tomé aquel avión en Moscú.

Suspirando, él dijo:

– Ven aquí -se acercó para tomarla en sus brazos-. Meggie.

Susurró su nombre antes de besarla en la boca, con un ansia que disipó todas las dudas de Meg. Ella se abandonó, permitiendo que sus sensaciones la llevaran a dimensiones inexploradas de su deseo. Había anhelado tanto su cercanía, que temía estar soñando. Y no quería despertar.

No supo cuánto tiempo pasó, ni se dio cuenta de que unos faros se aproximaban de frente, hasta que su luz iluminó el interior del coche.

Rápidamente, Kon la apartó de sí. A Meg se le había borrado el carmín de los labios. Tenía la cara ardiendo y su cuerpo palpitaba.

Cuando el otro coche pasó de largo, Kon puso en marcha el motor y volvió a la carretera, maniobrando con la misma precisión con que lo hacía todo.

– Kon… yo… no quiero volver. No quiero que se acabe la noche. Por favor, no me lleves al hotel.

– Tengo que hacerlo, Meggie.

– ¿Por tu trabajo?

– Sí.

– ¿Cuándo podremos estar juntos otra vez? Juntos de verdad, más de una hora.

– Lo arreglaré.

– Por favor, que sea pronto.

– No digas nada más, Meggie, y no vuelvas a tocarme esta noche.

Por una vez, a Meg no le importó que la llevara de vuelta al hotel, ya que sabía que su pasión era tan profunda como la de ella. Su extraño silencio probaba que no habían vuelto a su relación anterior.

Cuando llegaron al hotel, él se quedó al volante y dejó que Meg entrara sola. Luego se marchó bruscamente, como si saliera en persecución de otro coche.

Meg cruzó a toda prisa el vestíbulo y las escaleras, aliviada por encontrar una habitación vacía. Al menos, podría saborear en soledad los acontecimientos de aquella noche.

Pero, mucho después de haberse metido en la cama, seguía despierta. No podía dormir. Tenía el teléfono junto a la cama y, tumbada de lado, esperaba a que sonara.

Cuando por fin lo hizo, levantó el auricular antes del segundo timbrazo.

– ¿Kon? -gritó alegremente.

– Nunca vuelvas a contestar así al teléfono.

Avergonzada, ella susurró:

– Lo siento. Lo he hecho sin pensar.

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