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Rebecca Winters: El príncipe cascanueces

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Rebecca Winters El príncipe cascanueces

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Meg Roberts no había dejado de querer al padre de su hija, a pesar de no haberlo visto durante casi siete años. Aquel apuesto ex agente del KGB la sedujo por razones políticas… y la dejó embarazada. Por amor a ella y a una hija que no conocía, Konstantino Rudenko desertó y se marchó a Estados Unidos, donde vivía bajo una nueva identidad. Pero aún era el mismo hombre que, siete años atrás, se había enamorado de una joven maestra de visita en Rusia: la mujer a la que llamaba Meggie…

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Durante su confinamiento, uno de los guardias le dijo que el director del viaje acababa de saber que su padre había muerto en Estados Unidos. Por su insensata decisión de quebrantar la ley, le informó el guardia, Meg no podría volver a casa para el funeral, y quizá no volvería nunca.

A Meg, aquel hombre le pareció inhumano, incapaz de sentir emociones. Cuando la dejó sola para que «reflexionara» sobre lo que había hecho, Meg se derrumbó, desesperada, sobre el suelo de la celda. Lloró durante horas la muerte de su querido padre y la de su madre, acaecida un año antes. William Roberts había muerto a miles de kilómetros de distancia y ella nunca volvería a verlo.

Pero, antes de que amaneciera, Kon llegó para llevársela de allí y la escoltó a través de largos pasillos hasta una puerta trasera, donde esperaba un coche que la llevó al aeropuerto. Meg no volvió a ver a sus compañeros de viaje y regresó a Estados Unidos a tiempo rara enterrar a su padre, con el libro como único recuerdo.

Tras recibir un trato cruel, la intervención de Kon había sido la única razón de que se le permitiera volver a Estados Unidos sin mayores consecuencias. El regalo del libro, completamente inesperado, le hizo reconsiderar su opinión de que todos los agentes del KGB eran monstruos.

Seis años después, cuando se le presentó la oportunidad de viajar otra vez a Rusia como profesora en un intercambio de estudiantes, se sintió emocionada con la idea de localizarlo y agradecerle en persona su amabilidad.

Lo había visto de nuevo, por supuesto. Ingenuamente, pensó que su encuentro había sido casual, sin darse cuenta de que Kon le había seguido la pista tras su regreso a Estados Unidos. El pensar en ello le resultaba insoportable, pues significaba que los sentimientos de Kon nunca habían sido verdaderos y que, durante el segundo viaje que ella hizo a la Unión Soviética, después de la muerte de la tía inválida con la que vivía, Meg había sido su objetivo. Ella lo había sabido a su regreso, a través de la CÍA. Cada acción de Kon había sido calculada para hacer que se enamorara de él, por razones que solo conocía el KGB. Lo mismo les había ocurrido en muchas ocasiones a otros jóvenes estadounidenses, a turistas y a empleados diplomáticos. Lo sucedido entre Meg y Kon no era, pues, tan raro. El «amor» de Kon había sido motivado por razones políticas.

Y ahora él había vuelto a buscar a Anna.

– ¿De verdad eres mi papá?

Anna rompió el silencio con su sencilla pregunta.

La esperanza que había en su vocecilla casi hizo llorar a Meg. Había llegado el momento de la verdad y Kon no mostraría piedad.

– Sí, soy tu papá. Y tú eres mi hijita. Tenemos los mismos ojos azules, el mismo pelo castaño oscuro y la misma nariz recta -le pellizcó suavemente la nariz y Anna se rió-. Pero sonríes igual que tu madre. ¿Lo ves? -sacó unas fotografías del bolsillo de la chaqueta-. Aquí estamos tu mamá y yo tomando helado y champán. Yo acababa de decirle que la quería. Mira su boca: sonríe igual que tú -tocó el labio inferior de Anna-. Exactamente igual que tú.

Anna volvió a reírse y dejó el libro en el suelo, para mirar las instantáneas en blanco y negro. Por una vez, se quedó muda. Igual que Meg, que recordó cómo él le tocaba la boca de la misma manera y luego la besaba y ella deseaba que no parara nunca…

Pero entonces no sabía que alguien les estaba haciendo fotos.

Debía de haber muchas más fotografías como aquellas. Meg pensó que seguramente una cámara había registrado sus días y sus noches juntos y sintió un agudo dolor al pensar que, la experiencia más maravillosa de su vida, había acabado en los archivos micro-filmados del KGB.

– ¡Mami, mira! ¡Eres tú!

– Sí -murmuró él-. Y aquí hay otras fotos de tu madre y de mí delante de su hotel y en un museo cercano.

Kon no podía haber urdido un plan mejor, para ganarse a su hija, que ofrecerle pruebas irrefutables de la relación entre ellos.

Las dos veces que Meg había viajado a Rusia, estaba terminantemente prohibido sacar fotografías, excepto en la Plaza Roja. Por eso no tenía ni una sola imagen de Kon como recuerdo.

– Y aquí -dijo él, cuando Anna acabó de mirar las rotos-, estamos tu madre y yo en el aeropuerto. Yo le pedí que se quedara en Rusia y que se casara conmigo, pero ella se subió al avión -su voz desolada le pareció a Meg una amarga prueba de su consumada habilidad para el fingimiento.

Él rodeó a Anna por la cintura y la niña se apoyó contra su pecho sin darse cuenta. Mirando a su hija, Meg sintió su corazón partirse en mil pedazos.

Anna miró a su madre con preocupación.

– ¿Por qué hiciste eso, mami? ¿Por qué dejaste solo a mi papá?

Meg trató de calmarse, despreciando a Kon por hacerle aquello.

– Porque no habría podido volver a Estados Unidos me hubiera quedado más tiempo y tenía responsabilidades aquí. Daba clases, tenía un compromiso con mis alumnos.

– ¿Eres maestra?

Tras un breve silencio, Meg contestó:

– Ya no, cariño. Pero lo fui… una vez.

– ¿Como la señorita Beezley? -Anna se quedó completamente atónita por la confesión de su madre.

– Sí. Enseñaba en un instituto.

Cuando supo la verdad sobre lo que había ocurrido cuando estuvo en Rusia, abandonó la enseñanza del ruso y no quiso volver a saber nada más del país, ni del idioma ni de sus recuerdos. Anna era demasiado pequeña para entenderlo, por eso Meg nunca le había hablado de esa época de su vida.

Desafortunadamente, Anna había encontrado el libro de El cascanueces en el trastero donde Meg lo tenía escondido. La niña se prendó del libro nada más verlo y quiso quedárselo. Meg nunca había tenido valor para quitárselo, ni tampoco para explicarle de dónde procedía.

– ¿Eso es verdad, papá?

Con esa única pregunta, Meg comprendió que todo estaba perdido. Anna no solo había aceptado a su padre sin reservas, sino que incluso cuestionaba la palabra de Meg.

Qué ironía que una madre lo hubiera dado todo por su hija durante seis años y que, luego, llegara un hombre cuya única contribución había sido biológica y, en un abrir y cerrar de ojos, se ganara la adoración de la niña.

– Sí, es verdad. Tu madre habla muy bien ruso y, cuando no estaba dando clases de inglés a estudiantes rusos, pasamos juntos cada momento de los cuatro meses que estuvo en San Petersburgo.

– Anna… ¿por qué no le preguntas a tu padre por qué no vino a Estados Unidos conmigo? -preguntó Meg, con la voz quebrada.

– Pero si sí que he venido -contestó él, rápidamente-. ¿Sabes?, antes de dejar mi país tuve que resolver muchas cosas. Pero siempre he sabido de ti, Anochka. Siempre te he querido, hasta cuando estaba lejos. Y ahora por fin estoy aquí y voy a quedarme.

«Lo que tarde en ganarse a Anna, luego desaparecerá con ella». Meg estaba segura. Se preguntó cuándo se había despertado en él aquel instinto paternal que lo había empujado a atravesar medio mundo para buscar a su hija.

– Puedes dormir en mi habitación -dijo Anna, atando los cabos sueltos con su sencillo e ingenuo razonamiento.

– Me encantaría -murmuró él suavemente-. Por eso he venido. Para vivir con tu mamá y contigo. Quiero que seamos una familia. ¿Puedo ir a casa en vuestro coche? Yo no he traído el mío al ballet.

– Tenemos un Toy… yoda rojo. Puedes sentarte atrás conmigo y leer mi libro mientras mamá conduce.

– Leeremos por turnos. ¿Te gusta el sitio donde vives?

– Sí. Pero me gustaría tener un perro. El casero no nos deja tener uno.

– Entonces te gustarán Gandy y Thor -mientras charlaban, él le puso su abriguito de invierno.

– ¿Gandy y To… qué?

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