– Ustedes no lo entienden. Mi marido…
– Está aquí -una fría voz masculina que solo podía ser la de Kon la interrumpió bruscamente.
– Hemos estado en casa de Fred, enseñándole el cachorro, mamá. Tiene una botella con un barco dentro y un gato de angora tan gordo que no puede moverse -Anna entró corriendo en el vestíbulo para abrazar a su madre con los perros gimiendo a su alrededor.
Meg se quedó muda. Solo pudo abrazar a su hija.
Uno de los agentes se dirigió a Kon.
– Su mujer se ha puesto un poco nerviosa porque su hija y usted tardaban.
Meg había visto otras veces el dolor en los ojos de Kon, pero nada podía compararse con la mirada de pura angustia que vio en ellos en ese momento. Su luz interior había desaparecido completamente, como si algo acabara de morir dentro de él.
Otra clase de temor se apoderó de Meg. ¿Qué había hecho?
Kon miró al agente.
– Ya sabe lo que ocurre cuando uno solo lleva cinco días casado. No nos gusta estar separados.
Kon, sacando a relucir de nuevo su soberbio talento para la actuación, manejó con maestría la embarazosa situación. Pero Meg se dio cuenta de que nada volvería a ser igual entre ellos dos.
Él la rodeó los hombros, la atrajo hacia sí y le dio un beso ferviente en la sien.
– Fred Dykstra estaba en su porche y nos llamó. Su casa está dos puertas más abajo. Es un viudo jubilado y vive solo. Cuando vio a Anna, la invitó a entrar para darle un Papá Noel de chocolate.
– Lo siento -balbució Meg, angustiada-. No me di cuenta…
Él le apretó el brazo.
– Cuando me mudé aquí, Fred tuvo que aguantar que le hablara continuamente de Anna y de ti, y quiere conocerte. Así que volvía para preguntarte si podemos invitarlo a cenar. Entonces vimos el coche de la policía y la señora Dunlop nos dijo que nos estabas buscando. Siento haberte asustado.
Esta vez, Kon le dio un beso en la boca que los agentes interpretaron como un gesto de amor. Pero, en realidad, el beso fue duro y frío, un burdo remedo de la pasión que una vez habían compartido.
– Le prometo solemnemente que no volveré a ser tan imprudente, señora Johnson.
Meg sabía que decía una cosa pero pensaba otra. No podía parar de temblar. Ninguna prueba de arrepentimiento los devolvería al estado en que estaban esa misma mañana, antes de que ella llamara a la policía.
– Nosotros nos vamos -sonrió el policía-. Feliz Navidad.
– Sentimos haberlos molestado. Feliz Navidad -Kon acompañó a los agentes hasta la puerta.
– Anna, corre al porche y quítate las botas, cariño. Estás empapando el suelo.
– De acuerdo, mami. Vamos, Thor. Vamos, Príncipe.
Meg estaba subiendo las escaleras cuando oyó tras ella los pasos de Kon. No tenía escapatoria. Él la siguió al dormitorio y cerró despacio la puerta. No dijo nada. Solo la miró con los ojos entornados.
– Yo… lo siento -farfulló ella-. Sé que suena estúpido, pero…
– Solo dime una cosa -exigió él fríamente-. ¿Me has delatado?
Ella sacudió la cabeza, mirando al suelo.
– No.
– Quiero la verdad, Meggie. Si has insinuado siquiera que podía haberla secuestrado, tendremos que mudarnos y me veré forzado a adoptar una nueva identidad. Si es así, tendré… que informar del incidente a ciertas personas. La decisión puede que ya no dependa de mí.
Aquellas palabras la asustaron más que nunca.
– No, Kon. Cuando llamé a la policía, solo les dije que Anna había desaparecido. Lo mismo les dije a los Dunlop.
– Pero, cuando llegué, estabas a punto de contarles todo sobre mí. No lo niegues.
Ella intentó desesperadamente encontrar las palabras que pudieran aplacarlo. No encontró ninguna.
– No lo niego -murmuró finalmente.
– Qué gran agente se ha perdido, Meggie -ella lo miró con los ojos llenos de lágrimas y se estremeció al ver su expresión dura y helada-. Ninguna Mata Hari que yo conozca hubiera hecho una representación tan convincente como la que hiciste tú esta mañana, cuando trataste de devolverme un pedacito de Rusia. Incluir a la inocente Anna en esa farsa fue realmente genial. Mis felicitaciones, querida -dijo esto último en un tono tan cruel que hizo gemir a Meg-. Me convenciste de que tenía alguna esperanza.
Una mezcla indescriptible de ira y algo más que Meg no supo definir tensaba cada fibra del cuerpo de Kon, que salió rápidamente de la habitación.
Al pensar en lo que había hecho y en sus posibles consecuencias para la seguridad de Kon, después de los años que le había costado asumir una nueva identidad, Meg se derrumbó llorando sobre la cama.
– ¿Mamá?
Meg oyó los pasos de Anna en la escalera. Saltó de la cama y se metió corriendo en el cuarto de baño para lavarse la cara.
– ¿Puede venir Fred a cenar con nosotros?
Para Meg, tener un invitado sería una forma de soportar el resto del día. Puesto que la invitación había partido de Kon, éste tendría que mostrar su mejor talante.
– Claro, cariño. ¿Por qué no sacas a los perros y vas a su casa a decírselo? Puede pasar el día con nosotros y sentarse junto al fuego. Y puedes enseñarle rus juguetes.
– ¿Puedo ir ahora mismo?
– Sí. No olvides ponerte las botas y el gorro.
– De acuerdo.
Meg la siguió abajo y se atareó en la cocina hasta que oyó que Anna salía con los perros.
Luego corrió al estudio de Kon para decirle lo de Fred. Pero la mirada glacial que él le lanzó al abrir la puerta, la dejó paralizada.
– ¿Dónde está Anna?
Meg tragó saliva.
– La he mandado a casa del señor Dykstra para que lo invite a cenar. Eso es lo que venía a decirte.
Él se reclinó en su sillón y la miró con los ojos entrecerrados.
– Me alegro de que Anna haya salido unos minutos. Lo que tengo que decirte no llevará mucho tiempo, pero no quiero que lo oiga.
– ¿Has… has llamado…?
– No voy a contestar a ninguna pregunta -la cortó él bruscamente-. Limítate a escucharme.
– ¡Soy tu mujer! -gritó ella, angustiada-. No tienes derecho a hablarme así, no importa lo que haya ocurrido antes.
– Lo olvidaba -sonrió él con helado desdén-. Sí, eres mi mujer. Hace cinco días, en esta misma casa, juraste ante Dios amarme y respetarme, ser mi consuelo y mi refugio…
– ¡Basta! -gritó Meg-. No puedo soportarlo.
Él respiró hondo y se levantó.
– No tendrás que nacerlo. Me marcho.
– ¿Qué?
– Mi cuenta corriente está a tu nombre. Puedes sacar dinero cuando quieras. Hay suficiente para manteneros indefinidamente. También la casa está a tu nombre.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Meg, aterrada-. ¿De qué estás hablando? ¿A dónde vas?
Él apretó los labios.
– Si te lo dijera, no me creerías, así que no importa.
– ¿Cuánto tiempo estarás fuera?
– Tú preferirías que no volviera nunca, así que eso tampoco importa.
Ella dejó escapar un gemido.
– No digas eso. Sí que importa. No le puedes hacer esto a Anna.
– Se recuperará. Yo fui arrancado de mi familia cuando era un niño y crecí bien. Además, ella te tiene a ti.
– Kon… no lo hagas -repentinamente, Meg sintió miedo por él-. ¿Te he puesto en peligro? -como Kon no respondió, ella preguntó-. ¿Es que me odias tanto que ya no puedes soportar mi presencia? ¿Es eso?
– Me marcharé esta noche cuando Anna se duerma. Dile que me he ido a Nueva York por negocios.
– ¿Qué negocios?
– ¿Por fin te has decidido a mostrar un poco de interés por mi carrera de escritor? -el despreció de su pregunta destrozó a Meg-. ¿Pensabas que eso también era mentira? ¿Que deserté para llevar una vida de lujo con el dinero que conseguí por la información que le proporcioné a tu gobierno?
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