Kate Hoffmann - Navidades perfectas

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Las Navidades son para todos.
Alex Marrin sabía que Eric, su hijo de siete años, deseaba con todo su corazón que aquellas Navidades fueran perfectas… tal y como solían serlo antes de que sus padres se divorciaran. Tanto lo deseaba que había llegado a pedírselo a Papá Noel. Pero cuando la guapísima Holly Bennett apareció en su puerta, Alex no supo si aquella mujer era la respuesta a las oraciones de su hijo… ¡o a las suyas!

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Meg dudó un momento.

– ¿Qué pone aquí, existenciales?

– Especiales -suspiró Holly.

Después miró el resto de los papeles. Era una larga lista de sugerencias para regalos, adornos, cenas y actividades navideñas, todo pagado por un benefactor anónimo.

– Tienes que aceptar el encargo, Holly. No podemos decepcionar a este niño. Eso es lo más importante de la Navidad -dijo Meg, mirando alrededor-. Los almacenes Dalton… El año pasado leí algo sobre esos almacenes en un periódico. El artículo decía que su Santa Claus hace realidad los sueños de los niños, pero nadie sabe de dónde sale el dinero. ¿Tú crees que ese hombre era…?

Holly volvió a guardar los papeles en el sobre.

– A mí me da igual de dónde salga el dinero. Tenemos un trabajo que hacer y vamos a hacerlo.

– ¿Y nuestros clientes de Nueva York?

– Tú volverás esta noche para encargarte de todo. Yo me quedaré aquí.

Su ayudante sonrió de oreja a oreja.

– La verdad, creo que es muy buena idea. Así no tendrás tiempo para sentirte sola, ni para pensar en el imbécil de Stephan. Tienes un presupuesto casi ilimitado para organizar unas navidades perfectas… Es como si te hubiese tocado la lotería.

Quizá era aquello lo que necesitaba para redescubrir el espíritu de la Navidad, pensó Holly. En Nueva York simplemente habría mirado caer la nieve desde su ventana. Pero allí, en Schuyler Falls, se sentía transportada a otro mundo, donde el mercantilismo de las fiestas no parecía haber llegado todavía.

La gente sonreía mientras caminaba por la calle y los villancicos de las tiendas se mezclaban con los cascabeles del coche de caballos que daba vueltas a la plaza.

– Es perfecto -murmuró. Pasar las navidades en Schuyler Falls era mucho mejor que celebrarlas enterrada en libros de cuentas-. Feliz Navidad, Meg.

– Feliz Navidad, Holly.

El antiguo Rolls Royce se apartó de la carretera general cuando Holly terminaba de leer el contrato.

El viaje desde el centro de Schuyler Falls había sido incluso más pintoresco que el viaje desde Nueva York, si eso era posible. Aquel sitio era una especie de enorme zona residencial para neoyorquinos ricos que querían disfrutar de las aguas termales del cercano Saratoga, con mansiones construidas a mediados de siglo.

El río Hudson corría paralelo a la carretera, el mismo río que veía desde su apartamento en Manhattan. Pero allí era diferente, más limpio, añadiendo un toque de magia al ambiente.

Su conductor, George, le contó la historia del pueblo, pero se negaba a revelar la identidad de quien lo había contratado. Sin embargo, le contó que su lugar de destino, la granja Stony Creek, era uno de los pocos criaderos de caballos que quedaban en la localidad. Y que sus propietarios, la familia Marrin, llevaban más de un siglo residiendo en Schuyler Falls.

Holly miró por la ventanilla y vio dos enormes establos rodeados por una valla blanca. La casa no parecía tan espectacular como otras que había decorado, pero era grande y acogedora, con un amplio porche y persianas verdes de madera.

– Ya hemos llegado, señorita -dijo George-. La granja Stony Creek. Esperaré aquí, si le parece.

Holly asintió. Pero, una vez allí, no sabía muy bien cómo iba a explicar el asunto.

Su contrato prohibía expresamente mencionar quién la había contratado o quién pagaba las facturas… aunque tampoco ella lo sabía. Y a los Marrin les parecería una intrusa, quizá una loca.

Pero Eric Marrin y su padre no tendrían más remedio que invitarla a entrar. O eso esperaba.

Cuando salió del Rolls Royce comprobó que la casa no tenía adornos ni árbol de Navidad, nada. Pero… ¿cómo iba a presentarse?

– Hola, estoy aquí para hacer tu sueño realidad -murmuró-. Me llamo Holly Bennett y me envía Santa Claus.

Podía decir que la enviaba el anciano de barba blanca. Al menos, eso decía el contrato.

– Esto es una locura. Me echarán de aquí a patadas.

Pero la posibilidad de acabar el año con beneficios era demasiado irresistible. Quizá incluso podría darle una paga extra a Meg.

Armándose de valor, Holly llamó al timbre. Oyó el ladrido de un perro y, unos segundos después, un niño de pelo rubio y ojos castaños abrió la puerta. Tenía que ser Eric Marrin.

– Hola.

– Hola -sonrió ella, nerviosa.

– Mi padre está en el establo, pero vendrá enseguida.

– No he venido para ver a tu padre. ¿Tú eres Eric?

El niño asintió, mirándola con curiosidad.

– Yo soy… soy tu ángel de Navidad. Santa Claus me ha enviado para hacer realidad tus sueños.

Sabía que aquellas palabras sonaban ridículas, pero por la cara de Eric, al niño le habían sonado de maravilla. La miraba con tal expresión de alegría, que el perro empezó a mover la cola emocionado.

– ¡Espera un momento! -gritó, corriendo hacia el interior de la casa. Volvió unos segundos después con un abrigo y unas manoplas-. Sabía que vendrías -dijo entonces, tomando su mano.

– ¿Dónde vamos? -preguntó Holly, mientras bajaban los escalones del porche.

– A ver a mi padre. Tienes que decirle que no podemos ir a Colorado estas navidades. ¡A ti tendrá que escucharte porque eres un ángel!

Corrieron por un camino cubierto de nieve hacia el establo más cercano y los zapatos de Holly se empaparon. A un ángel de verdad no le importaría tener los zapatos mojados, pero…

Tendría que comprar ropa de invierno en Schuyler Falls si iba a trabajar en aquella casa.

– ¿Has hablado con Santa Claus? -preguntó Eric.

Holly dudó un momento y después decidió mantener la ilusión del crío.

– Sí, he hablado con él. Y me ha dicho personalmente que debes tener unas navidades perfectas.

Cuando llegaron al establo, el niño levantó la falleba, abrió las dos enormes puertas y prácticamente la empujó dentro.

– ¡Papá! ¡Papá, está aquí! -gritó, corriendo hacia el fondo-. ¡Mi ángel de Navidad está aquí!

Era un establo enorme, con un larguísimo pasillo flanqueado por docenas de cajones donde dormían los caballos.

Un hombre muy alto apareció entonces a su lado y Holly dio un salto, llevándose la mano al corazón. Había esperado alguien de mediana edad, pero Alex Marrin no debía tener ni treinta años.

Y tenía los ojos más azules que había visto en su vida, brillantes e intensos, la clase de ojos que podrían derretir el corazón de cualquier mujer. Era muy alto, más de un metro ochenta y cinco, de pelo castaño, hombros anchos y brazos de músculos bien formados. Llevaba vaqueros, botas de trabajo y una vieja camisa de franela con las mangas subidas hasta el codo.

Él la miró un momento y después se volvió para buscar a su hijo con la mirada.

– ¿Eric?

El niño corrió hacia ellos, emocionado.

– Está aquí, papá. Santa Claus me ha enviado un ángel de Navidad. Ángel, este es mi padre, Alex Marrin. Papá, te presento a mi ángel de Navidad.

Holly tuvo que toser para llevar algo de aire a los pulmones.

– Me envía… Santa Claus. Estoy aquí para hacer realidad todos sus sueños… Quiero decir, los sueños de Eric. Los sueños navideños de Eric.

Alex Marrin la miró de arriba abajo, con gesto receloso. La mirada hizo que sintiera un escalofrío, pero no pensaba dejarse intimidar.

De repente, él soltó una carcajada, un sonido que Holly encontró sospechosamente atractivo.

– Esto es una broma, ¿no? ¿Qué va a hacer? ¿Poner algo de música y quitarse la ropa? -preguntó, alargando la mano para tocar un botón de su abrigo-. ¿Qué lleva ahí debajo?

– ¡Oiga!

– ¿Quién la envía? ¿Los chicos del supermercado? -preguntó Alex Marrin entonces, mirando por encima de su hombro-. ¡Papá, ven aquí! ¿Tú me has pedido un ángel?

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