Kate Hoffmann - Bajo El Disfraz

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Claudia Moore era una aspirante a reportera en busca de su gran oportunidad. Por eso cuando se enteró que había un Papá Noel que realmente hacía que se cumplieran los deseos de los niños, pensó que había llegado su momento. Pero no se le ocurrió que aquella fuera a ser una misión en la que tendría que trabajar de incógnito… ¡y vestida de duende! Pero, por si eso no fuera suficiente, pronto se dio cuenta de que se estaba enamorando del mismísimo hombre al que debía desenmascarar…

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Dejando escapar un suspiro de impaciencia, Tom la ayudó a levantarse.

– Seguro que la señorita Perkins puede buscarle otro cascabel.

Apretujados entre el escritorio y el si1lón estaban muy cerca uno del otro. Tan cerca como notar el calor de su cuerpo, para respirar el perfume de su pelo. Por un momento ninguno de los dos se movió y Tom tuvo que hacer un esfuerzo para no besarla allí mismo.

– Adelante. Siga buscando su cascabel.

– Sí, sí, claro…

Claudia volvió a agacharse y unos segundos después se incorporó con el cascabel en la mano, los hilos del botín todavía colgando.

– Aquí está.

– Muy bien. Siéntese, señorita Moore.

Claudia y Tom se quedó mirándola durante unos segundos sin decir nada. Era muy guapa. Demasiado guapa.

– Normalmente quien lleva los asuntos de personal es el señor Robbins, pero como sus problemas parecen ser conmigo, he pensado que debería hablar con usted personalmente.

– Yo soy un problema?-preguntó Claudia.

En todos los sentidos, pensó Tom, intentando ignorar la sonrisa femenina. Estaba tendiéndole una trampa, probando su resolución. ¿Que si era un problema? Desde luego. Pero no estaba tan preocupado por su comportamiento en el trabajo como por el efecto que parecía ejercer en su cuerpo y su cerebro.

No podía negar la atracción que había entre ellos. Aunque él no podía permitirse el lujo de tontear, evidentemente Claudia Moore era una experta.

– Su actitud hacia los superiores tiene que mejorar.

– ¿Vas a despedirme?-preguntó ella, mirándolo con los ojos muy abiertos.

– Cree que debería despedirla?

– No-contestó Claudia, cruzándose de brazos-. Soy un buen paje de Santa Claus y tú lo sabes.

– Se niega a llamarme «señor Dalton»-replicó Tom.

– Porque te llamas Tom. ¿Por qué no puedo llamarte por tu nombre? No estoy llamándote «tonto» o «lerdo».

– Lerdo?

– Una palabra normalmente reservada para gente de limitada inteligencia y sofisticación. Nada que ver contigo, claro. Pero supongo que podría acostumbrarme a llamarte «señor Dalton» cuando haya gente alrededor-dijo Claudia, tan fresca.

– Somos jefe y empleada, señorita Moore. Debería llamarme señor Dalton todo el tiempo.

Su expresión desafiante fue dando paso a una de aceptación. Pero Tom sabía que era una victoria pírrica. Aunque podrían mantener la ilusión de que aquella era una relación profesional, los dos sabían que había algo más. Obligarla a que lo llamase «señor Dalton» no cambiaría nada.

– Lo siento-dijo Claudia por fin-. ¿Eso es todo, señor Dalton?

El asintió.

– No anotará este incidente en su informe, señorita Moore. Considérelo una advertencia.

Claudia se levantó y Tom no pudo dejar de admirar el cuerpo bajo la chaqueta ajustada, la curva de las caderas, las torneadas piernas los leotardos…

– Debería volver al trabajo, señorita Moore. Los demás pajes estarán preguntándose dónde se ha metido.

– Muy bien-sonrió ella, con los ojos brillantes.

Tom tuvo que apartar la mirada. Si pensaba que el reto había desaparecido estaba más que equivocado.

– Adiós, señorita Moore.

– Prometo ser un poquito más circunspecta, señor Dalton-dijo Claudia entonces con voz seductora-. Mi comportamiento será irreprochable, señor Dalton. Y quiero que sepa, señor Dalton, que agradezco mucho la oportunidad de ser uno de las pajes de Santa Claus. Sé que a veces tengo cierta tendencia a decir lo que pienso sin pensar, señor Dalton, pero…

Tom no supo qué lo había obligado a hacerlo. Quizá la frustración por su falta de obediencia, la re petición de su apellido o la sonrisa de satisfacción en aquellos preciosos labios… O quizá el deseo de probarlos aunque fuera una sola vez. Pero se levantó de un salto, la estrechó entre sus brazos y buscó su boca como un desesperado.

Claudia ni siquiera intentó apartarse. Todo lo contrario, apoyó las manos sobre su torso y abrió los labios para recibir la caricia. El sentido común le decía que parase, pero se encontró a sí mismo perdido en un mundo de sensaciones. El calor de su boca y los diminutos gemidos que escapaban de la garganta femenina le hicieron perder la cabeza por completo.

– No supo cuánto había durado el beso o quién lo dio por terminado, pero no lo lamentó en absoluto. Todo lo contrario. Un jefe no debería besar apasionadamente a una empleada. Pero una empleada no debería insistir en llamar a su jefe por el nombre de pila. Además, técnicamente, Claudia no era su empleada. La fundación de Theodore Dalton pagaba su salario. Y aunque la había contratado él, su verdadero jefe era el abuelo.

Claudia lo miró entonces con una ceja levantada.

– Señor Dalton, yo…

– Por favor, llámame Tom-murmuró él, acariciando su cara.

– Qué ha pasado, Tom?

Por un momento, pensó volver a besarla. Pero decidió que no sería buena idea. De modo que abrió la puerta y la empujó suavemente.

– Creo que he encontrado la forma de dejarte sin palabras.

Tom cerró la puerta del despacho antes de que pudiera replicar y se sentó frente a su escritorio con una sonrisa de satisfacción. El juego empezaba a ponerse interesante. Como una partida de ajedrez, acababa de hacerle jaque mate a Claudia Moore. Y después de ver su respuesta, estaba seguro de que ella no se atrevería a mover ficha enseguida.

Entonces miró su reloj. Normalmente la jornada de trabajo no terminaba nunca, pero aquel día había pasado con increíble rapidez. Aunque no quería dar le todo el crédito a Claudia, debía admitir que gracias a ella todo era mucho más interesante en los almacenes Dalton.

Pensativo, alargó la mano para abrir el cajón y comprobó que la llave no estaba puesta. Era muy raro porque él siempre dejaba la llave puesta durante las horas de trabajo.

Sorprendido, pulsó el botón del intercomunicador.

– Señorita Lewis, ¿ha visto la llave de mi escritorio?

– No, señor Dalton. Supongo que estará puesta, corno siempre.

El sacudió la cabeza. Entonces miró por el escritorio y encontró la llave entre los clips. Regañándose a sí mismo por el despiste, abrió el cajón… y vio que caía al suelo un trozo de papel.

Pero al inclinarse comprobó que no era un papel sino un trozo de tela. Un trozo de lana roja. Como la chaqueta de Claudia Moore. ¿Habría quitado ella la llave? ¿Para qué? ¿Qué quería encontrar en el cajón?

Maldiciendo en voz baja, Tom lo cerró de golpe. De repente, el jueguecito empezaba a parecerle peligroso.

¿Qué sabía él sobre Claudia Moore, además de que era muy guapa y le gustaba besarla? El instinto le había hecho preguntarse por qué una chica tan inteligente buscaba trabajo como paje de Santa Claus. Pero la atracción que sentía por ella hizo que olvida se el asunto.

– Qué estás tramando, Claudia?-murmuró para sí mismo-. Sea lo que sea, pienso pasarlo bien mientras lo averiguo-añadió entonces con una sonrisa.

A Claudia siempre le habían gustado los villancicos, pero no cuando era un coro de perros ladrando Jingle Bells. Desgraciadamente, el dueño del bar Hooligan, un sitio muy frecuentado en la plaza de Schuyler Palis, pensaba de otra forma. La canción parecía ser la favorita aquella tarde, una elección que sus tres compañeros apoyaban echando monedas en la maquinita.

Los pajes la recibieron muy nerviosos. Estaban convencidos de que Thomas Dalton la había despedido y cuando les dijo que no pasaba nada se quedaron de una pieza.

De modo que empezaron a hacerle preguntas y Claudia, periodista al fin y al cabo, decidió aprovecharse de su curiosidad. Los invitó a una copa después del trabajo, dispuesta a sacarles todo lo que fuera posible, y prometió contar lo que sabía sobre el enigmático señor Dalton.

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