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Kate Hoffmann: Secretos en el tiempo

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Kate Hoffmann Secretos en el tiempo

Secretos en el tiempo: краткое содержание, описание и аннотация

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Una mujer en busca de su pasado… Un hombre dispuesto a arruinarlo Después de haber crecido como hija única, Keely McClain descubrió con asombro que no sólo tenía un padre, sino que también tenía seis hermanos mayores. Pero antes de nada debía descubrir qué había sucedido hacía tantos años. Y, al investigar su pasado, encontró una familia… y un amante… Rafe Kendrick sólo tenía un objetivo en la vida: vengarse de los Quinn, y no estaba dispuesto a permitir que nada ni nadie lo distrajera… Hasta que se enamoró locamente de la nueva camarera del pub de los Quinn. Aún así, decidió poner su plan en marcha… fue entonces cuando descubrió que la mujer que había en su cama también era una Quinn.

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– Seamus -murmuró al tiempo que escribía el nombre en la esquina de una hoja. Le parecía un nombre exótico. Keely se imaginaba a su padre con pelo oscuro, casi negro como el de ella. Y con ojos claros, entre verdes y dorados, del mismo color que veía en el espejo cada mañana. Se lo figuraba con un uniforme elegante, de botones brillantes y flecos de oro en los hombros. Y su bote pesquero era, en realidad, un barco enorme que atravesaba el océano.

– Una noche, cuando el barco de Seamus se aproximaba al puerto de Nueva York, una tormenta terrible azotó las aguas. Como buen capitán, Seamus ordenó a sus hombres que bajaran las velas para que el viento que soplaba del norte no los empujara contra los acantilados. Seamus permaneció al timón bajo la lluvia, pensando únicamente en la seguridad de los camareros que dormían en los camarotes – escribió Keely con caligrafía ininteligible. Releyó el párrafo y sonrió-. Pero el resplandor de un relámpago iluminó el mar. Seamus vio los restos de otro barco por la proa. ¡Se había estrellado contra los acantilados! En medio de la lluvia y la oscuridad, le llegó un grito suave de auxilio: «¡socorro!, ¡ayuda!». Seamus le entregó el timón al segundo de a bordo y corrió hacia la proa. Allí, debatiéndose en el agua, una mujer se aferraba a un trozo de madera del barco naufragado. «Tranquila», le dijo Seamus mientras se quitaba la chaqueta y la camisa de lino. Entonces se lanzó al agua helada y nadó hacia la chica… «¿Cómo te llamas?», le preguntó, retirándole el pelo de los ojos. «Soy la princesa Fiona», contestó la chica. «Y si me salvas, prometo casarme contigo y quererte…

– ¿Estás en la cama, Keely McClain? El grito la arrancó de su mundo de fantasías. Keely dio un respingo sobresaltada.

– Sí, mamá -respondió antes de continuar la historia-. Las olas se encresparon, pero Seamus no permitió que Fiona se ahogara. Nada más verla, supo que se había enamorado de ella. Su tripulación bajó una escalera por un lateral, pero el barco sufrió una sacudida y…

– ¿Te has lavado los dientes? -preguntó su madre y Keely suspiró teatralmente.

– ¡Por Dios del Cielo…! -Keely se paró a tiempo. Decir el nombre de Dios en vano podía costarle un rosario entero-. ¡Ahora voy! – contestó a gritos.

Retiró la colcha, salió de la cama y bajó corriendo al cuarto de baño. Se cepilló veinticinco veces de arriba abajo por los lados y treinta por delante.

Después de escupir y quitarse de la boca el sabor del dentífrico, Keely sonrió.

– Y mientras Seamus subía por la escalera a su flamante novia, la lluvia paró de pronto y la luna brilló entre las nubes. Bajo el cielo estrellado, Seamus se agachó y besó a Fiona, sellando su amor eterno y para siempre.

– Son casi las diez. Deberías estar en la cama.

Keely miró hacia el espejo y vio el reflejo de su madre, de pie a la entrada del baño. Llevaba un trapo de cocina en una mano y se estaba secando los dedos. Aunque tenía el pelo recogido en un moño tan sencillo como el vestido de casa que llevaba, a Keely seguía pareciéndole la princesa de sus fantasías, con esos ojos verdes brillantes y sus trenzas de color caoba.

– Lo siento, mamá.

Fiona McClain suspiró, luego entró en el baño. Estiró un brazo y acarició el pelo de Keely al tiempo que miraba el reflejo del espejo por encima del hombro de su hija.

– Te estás convirtiendo en una mujercita. Casi no te reconozco -Fiona le pasó un dedo por el flequillo-. Tenemos que cortarte este flequillo. Se te mete en los ojos. No puedes ir al colegio como un perrillo desgreñado.

Le gustaba el acento de su madre. Sonaba como las bellas baladas de amor irlandesas que Fiona ponía sin parar en el radiocasete. Keely había tratado de imitarla muchas veces, pero no lo conseguía.

– ¿Me parezco a papá? -preguntó Keely-. ¿Me parezco a Seamus McClain?

– ¿Qué?

Por un momento, vio el latigazo de dolor que asomó a los ojos de su madre. Luego desapareció tan rápido como había llegado. Hacía días que la notaba triste y callada, distante. Se pasaba las horas muertas mirando por la ventana, con la vista en la acera de entrada al edificio, como si estuviese esperando a alguien. Y apenas le preguntaba qué tal le había ido en el colegio cuando Keely regresaba de las clases. En días así, Keely tenía la certeza de que su madre estaba recordando a su difunto marido.

– ¿Has rezado? -le preguntó Fiona.

– Tres avemarías y un padrenuestro -mintió Keely. Ya cumpliría su penitencia más adelante-. Háblame de él, mamá.

– ¿Tres avemarías? -Fiona enarcó una ceja-. ¿Has hecho algo malo en el colegio?

– No, los he rezado de más. Para ahorrar tiempo cuando no me porte bien.

– Bueno, a la cama -dijo la madre al tiempo que daba una palmada. Keely corrió al cuarto y se tapó con la colcha. Fiona se sentó en el borde del colchón, le dio un beso en la frente. Por primera vez en casi dos días, sonrió-. Mañana tengo que madrugar. Tengo que preparar la tarta para la boda de Barczak. De tres pisos, con una fuente en medio. Si eres buena, te dejaré que me acompañes el sábado cuando entreguemos la tarta.

Había sido uno de sus pasatiempos favoritos cuando era más pequeña, pero ya solo era un deber, una tarea que le robaba tiempo de estar con sus amigos los sábados por la tarde. Aun así, no protestó. Notaba tan decaída a su madre que estaba dispuesta a hacer lo que fuera para animarla.

– ¿Podremos ver a la novia? -preguntó Keely, como cuando era una niña.

– Sí. La novia quiere que cortemos la tarta y la ayudemos a servir -Fiona subió la sábana hasta la barbilla de su hija-. Ahora duérmete. Que sueñes con los angelitos.

– ¿Y papá? -insistió Keely-. Siempre decías que me hablarías de él cuando fuese mayor y ya soy mayor. Casi tengo trece años y trece años es suficiente para preguntar por mi padre.

Fiona McClain bajó la cabeza, se miró las manos y retorció el trapo de cocina.

– Ya te lo he dicho: murió en un accidente en el mar y…

– No -interrumpió Keely-. Háblame de él. ¿Cómo era?, ¿era guapo?, ¿divertido?

– Era muy guapo -Fiona no pudo evitar sonreír-. Era el chico más guapo de Cork. Todas las chicas de Ballykirk estaban locas por él. Pero procedía de una familia humilde y la mía tenía algo de dinero. Mi padre no quería que me casara con él. Lo llamaban paleto, pueblerino, aunque nosotros también vivíamos en el campo. Pensaban que era de una clase más baja.

– Pero os casasteis -contestó Keely-, porque lo querías.

– No tenía un centavo, pero sí muchos sueños. Al final conseguí convencer a mi padre de que no podía vivir sin él y nos dio su bendición.

– ¿Qué más? -preguntó Keely.

– ¿Qué más?

– ¿Qué cosas le gustaban?, ¿qué se le daba bien?

– Le gustaba contar cuentos, historias. Contaba unas historias increíbles. Tenía un pico de oro, sí. Así me conquistó, con su pico de oro.

¡Vaya!, ¡aquello sí que era nuevo! Keely sintió una especie de conexión con ese padre al que jamás había visto. A ella también le gustaba contar historias y todas sus amigas le decían que se le daba muy bien.

– ¿Recuerdas alguna de esas historias?, ¿puedes contármela?

– Keely, no puedo…

– ¡Sí que puedes! Seguro que te acuerdas -insistió Keely-. Cuéntame una.

– No puedo -Fiona sacudió la cabeza, sintió que los ojos se le arrasaban de lágrimas-. Era tu padre el que sabía contar historias. Yo no. Yo solo sabía creérmelas.

Keely se incorporó y estiró los brazos para dar un abrazo fuerte a su madre.

– Está bien. Me basta saber que contaba buenas historias para imaginármelo mejor.

Fiona le dio un beso en la mejilla. Luego le apagó la lámpara de la mesilla.

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