Rose, la mujer con la iba a casarse, subiría al avión en Newcastle. Sí. A casarse, por muy extraña que la palabra le resultara.
Se acomodó en el lujoso asiento de cuero y dejó vagar sus pensamientos. En su mente se articulaban distintas preguntas para las que no tenía respuestas. ¿Se arrepentiría Rose? ¿Y si el distanciamiento de Erhard no tenía nada que ver con la enfermedad? ¿Qué harían Rose y él si se quedaban solos?
Para tranquilizarse, tuvo que recordar que iban a un país civilizado y que lo peor que podía pasar era que les obligaran a abandonarlo. O que no les dejaran aterrizar.
– ¿Quiere tomar algo? -preguntó el auxiliar de vuelo que, según se leía en una chapa que llevaba en el pecho, se llamaba Griswold-. ¿Una cerveza?
Nick sacudió la cabeza.
– No, gracias -no quería beber. Necesitaba tener la mente despejada.
El anciano sirviente le lanzó una mirada escrutadora. Nick sonrió para tranquilizarlo, convencido de que lo mejor era transmitir calma a sus nuevos compatriotas.
A los pocos minutos, aterrizaban en Newcastle. Griswold anunció:
– La princesa Rose-Anitra espera en el aeropuerto.
La princesa Rose-Anitra. El nombre le tomó desprevenido.
La princesa Rose-Anitra avanzaba hacia el avión oficial de la familia real de Alp de Montez para reunirse con su futuro marido. La fantasía se hacia realidad.
La novia se acercaba… Pero no se correspondía con la imagen estereotipada de una novia real. Rose corría bajo la lluvia por la pista de asfalto mientras un oficial del aeropuerto intentaba cubrirla con un paraguas. Vestía vaqueros y una vieja trenca, y llevaba una gastada bolsa de viaje. También cargaba con un perro, un terrier.
El sentimiento de irrealidad que experimentaba Nick quedó en suspenso. Rose daba muestras una vez más de sentido práctico, y al verla, lo que hasta entonces había parecido una ensoñación adquirió naturaleza de realidad.
Al llegar al pie de la escalerilla, Rose sonrió a Griswold como si no notara la lluvia, y Nick se dio cuenta de que, automáticamente, sus labios se curvaban en una sonrisa. Aquello no tenía nada de fantasía. Rose era una veterinaria con el aspecto desaliñado de alguien que trabajaba en el campo.
Cuando entró en la cabina, Nick la oyó reír por algo que decía Griswold en una lengua que le resultó familiar. Al ver a Nick se puso seria y pareció titubear.
– Hola -saludó con timidez.
– Hola -Nick pensó que, dadas las circunstancias, era un saludo poco solemne, pero no se le ocurrió ningún otro.
– ¿Te importa que venga Hoppy? -preguntó Rose.
– ¿Hoppy?
– Va a saltitos por culpa de la pata -dijo ella como si hablara con un interlocutor al que le costara comprender. Luego miró a su alrededor con admiración-. ¡Vaya! -susurró-. He volado muy pocas veces en mi vida, pero no creo que haya muchos aviones como éste.
– Desde luego que no -dijo Nick.
Los asientos eran de cuero y parecían sillones. Los cinturones de seguridad eran el único elemento práctico que los relacionaba con un avión. En el centro, había una alfombra blanca y unas mesitas accesorias de caoba. Tras una mampara, a un lado, estaba el dormitorio, del que se veía la esquina de una magnífica cama. Otra mampara separaba la zona de pasajeros y la del personal. Las paredes estaban pintadas de blanco y las partes metálicas de la estructura del avión quedaban ocultas tras delicados tapices.
Estaban en un avión excepcional.
Pero Rose ya había entrado en acción. Se había quitado el abrigo y parecía habérsele pasado la sensación de azoramiento. Dejó el perro en el asiento de al lado de Nick, y Griswold, que apenas había dirigido la palabra a Nick, tomó su abrigo y sonrió al Hoppy.
– ¿Le chien a faim? ¿Peut-étre il voudrait un petit morceau de biftek?
– Sí, a Hoppy le encantaría un bistec -dijo Rose con una sonrisa resplandeciente-. Moi aussi. Oui. Merci beaucoup.
– ¿Etpour la madame, du champagne?
– Sí, por favor -Rose levantó el perro, ocupó el asiento al lado del de Nick y se colocó a Hoppy en el regazo-. ¿No es fabuloso? -Nick se dio cuenta en ese momento de que Hoppy sólo tenía tres patas y comprendió la referencia que Rose había hecho a su pata-. ¿Crees que tendrán caviar?
Nick decidió imponer cierta sensatez.
– Creía que estábamos aquí para evitar el despilfarro de la familia real.
– Ah -dijo Rose con desánimo-. ¿Y tenemos que empezar hoy mismo? ¿No podemos jugar un rato?
Y como si Nick la hubiera amonestado, adopto un gesto serio, se abrochó el cinturón y estrechó a Hoppy contra su pecho.
Nick se sintió mal. No había querido borrar la sonrisa de su rostro. Rose se mantuvo a la defensiva y él no supo cómo reaccionar. Sobre todo porque de pronto le había asaltado el desconcertante deseo de besarla para hacerle sentir mejor. Para controlarse, se dijo que era una reacción estúpida, fuera de lugar. Igual que la de ella, actuando como si le hubiera echado una reprimenda. Empezaba a tener la impresión de que siempre estaba pidiéndole disculpas. Rose le hacía sentir como si estuviera metiendo la pata permanentemente.
Aun así, y puesto que acabaría por disculparse, lo mejor sería hacerlo cuanto antes.
– Quizá no debía haber dicho eso -admitió-. Lo siento,
– Gracias -dijo ella-, pero tienes razón. Éste es un tema muy serio. Es un matrimonio de conveniencia y no tiene nada de divertido.
Se produjo un prolongado silencio. El avión despegó. Estaban sentados uno al lado del otro. Había otros dos asientos frente a los suyos y, en medio, una mesa.
En cuanto se apagó la señal de los cinturones de seguridad, Rose soltó el suyo, tomó a Hoppy, y se sentó enfrente, en el asiento más alejado de Nick.
– Te he ofendido -dijo Nick. Hasta Hoppy parecía enfurruñado.
– No, pero tienes razón. Lo que estamos haciendo es serio, así que debemos actuar con formalidad.
– Puedes pedir caviar.
– En el fondo no me apetece.
– Pero sí…
– Por un momento me ha apetecido hacerme la princesa -Rose bajó la mirada y contempló con tristeza sus raídos vaqueros y su taimado perro-, pero nunca he tenido madera de princesa.
– Tampoco Cenicienta, hasta que aparece el hada madrina.
– En este caso, el hada madrina sería el dinero.
Griswold llegó con la copa de champán. Rose la miró con expresión abatida.
– ¿Crees que debería pedir que lo devolvieran a la botella?
– No vale la pena -dijo Nick, que se sentía cada vez más culpable.
– ¿Quieres decir que tengo que bebérmelo? -preguntó Rose, animándose-. ¡Qué lástima! -bromeó. Y Griswold le sonrió-. ¿Tú vas a tomar una copa?
– No, beberé vino con la comida.
Rose arqueó las cejas.
– ¿Y sólo puedes beber una copa?
– Sería conveniente que uno de los dos mantenga la mente despejada -Nick no había pretendido decir eso pero había escapado de su boca. Rose le hacía sentir viejo.
Rose alzó la copa y dijo:
– Tienes razón -dio un sorbo y añadió-: Es una decisión muy sabia. Tú haz guardia mientras yo bebo champán.
Nick se preguntó qué le había hecho adoptar una actitud tan severa. Había sonado como si tuviera cien años, como un aguafiestas. Recordó lo que Erhare le había contado de Rose y de su difícil vida. No era de extrañar que quisiera escapar de la realidad y vivir una fantasía.
La observó. Rose bebía champán y estrechaba a Hoppy contra su pecho como un escudo. No aparentaba más de diez años.
– Siento haber sido tan mezquino -dijo. Y Rose lo miró con suspicacia.
– Los abogados no suelen pedir disculpas. Si admites un error, puedo denunciarte.
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